Por Miguel Ángel Meza
I.
Hay por lo menos cuatro momentos en la historia inicial de Carmen Laforet (1921-2004), antes de la gloria literaria. Cuatro momentos que cambiaron su vida para siempre. El primero, a los 17 años, cuando dejó Las Palmas de Gran Canaria donde había pasado su infancia y adolescencia para trasladarse a Barcelona, ciudad donde nació, y llegar a la casa de sus abuelos en donde había vivido los dos primeros años de su vida. Esta casa ya no es el paraíso de su infancia sino el reflejo de la ciudad típica de la posguerra, donde vivió en la miseria y donde soportó a duras penas nueve meses. Allí prácticamente había llegado huyendo de la madrastra, la peluquera con la que se había casado su padre en 1934. La mujer que mortificó a los hijos del primer matrimonio, la marcó de manera obsesiva y está de alguna manera presente en tres de sus novelas con protagonistas huérfanos: Nada (1945), La isla y sus demonios (1952) y La insolación (1963).
El segundo momento, a los veintiún años, cuando abandona los estudios de filosofía a causa de un amor no correspondido, se traslada a Madrid donde estudia derecho, y abandona también esa carrera. Ahí gana un pequeño premio literario estudiantil que le permite comprarse un abrigo, porque pasa hambre y frío. Es la época, seguramente, en que se nutría de un alimento más poderoso, el que le permitía avizorar sueños de grandeza. La época en que leyó con avidez a los románticos franceses, a los realistas del siglo XIX, a sus contemporáneos, a las vanguardias.
Y el tercer momento, cuando a los 22 años empieza a escribir una novela que dice terminar en tan sólo ocho meses, aunque la venía escribiendo desde hacía dos años. Esa novela es Nada donde Laforet recrea su llegada a Barcelona pocos años atrás, plasma sus vivencias, sus sentimientos más íntimos yretrata su conflicto interno en la sociedad de la posguerra, una sociedad marcada por la escasez, la inercia social y la parálisis literaria.
La leyenda Laforet se empieza a gestar a partir de entonces: con una osadía inusitada, Carmen decide presentar su novela al Premio Nadal 1944, de reciente creación, poco antes de finalizar el plazo de entrega, y, contra todo pronóstico, obtiene el galardón dotado con5 mil pesetas (vivía con 200 al mes que le enviaba su padre).
El jurado no sólo se sorprende cuando descubre que la ganadora es una escritora desconocida, sino además cuando comprueba que ésta solo tiene 23 años y, más aún, que a esa edad hubiese escrito una obra con un estilo de tal madurez, innovación y calidad literaria formal en todos los sentidos, que incluso hizo dudar a muchos de su autoría. Laforet entraba así al recinto dorado de los escritores precoces, que escribieron grandes novelas antes de los 25 años. Recordemos a Clarice Lispector (Cerca del corazón salvaje), Carson McCullers (El corazón es un cazador solitario), Truman Capote (Otras voces, otros ámbitos) y Vargas Llosa (La ciudad y los perros), entre otros.
La historia de la crítica española de esta época ha consignado con profusión las reacciones ante la obra: hubo desconcierto, cólera y críticas muy negativas. Un autor veterano se resintió de que una jovencita le robara el premio; los editores de la revista Bibliografía Hispánica, revista allegada al régimen, la sentenciaron plenamente digna de su título: Nada; la ceguera de la censura oficial autorizó la publicación del libro, sólo porque no supieron ver la fuerte crítica al régimen.
Pero también hay registros de la cantidad de críticas literarias de escritores que elogiaron la novela: Juan Ramón Jiménez destacó el valor de la obra como testimonio de una época difícil y como una gran recreación de una voz femenina; Azorín afirmó que a esta edad —23 años— sólo se suelen publicar “tanteos, probaturas, ensayos”, y no una novela “magistral, nueva, con observación minuciosa y fiel, con entresijos psicológicos que hacen pensar y sentir”; y Pío Baroja la ponderó con entusiasmo en su tertulia literaria habitual. Incluso se le llegó a comparar con la Emily Brontë de Cumbres Borrascosas.
Convertida en un best seller que arrasa en las librerías, Nada acumula tres ediciones el mismo año de su publicación, 1945, en un momento en que la escasez de papel hacía impensable este fenómeno, y convierte a Laforet en una escritora precozmente consagrada. Hoy, la novela se sigue leyendo como ese gran clásico de la posguerra y está considerada entre las 100 mejores novelas españolas del siglo XX.
II.
El drama íntimo y literario de Carmen Laforet comienza a partir de ese momento. Está relacionado con su vida personal y, digamos, configura la segunda etapa de su trayectoria.
En 1946 contrae matrimonio, ya embarazada de dos meses, con el amigo intelectual de su mejor amiga, el editor, periodista y crítico literario Manuel Cerezales, con el que tendrá cinco hijos en diez años. Y durante los veinticuatro años de vida conyugal vivió —como pocas escritoras— el conflicto básico, esencial, angustioso de la vida creativa y la vida cotidiana (la vida a secas). Vigilada por el medio intelectual que esperaba otra gran obra, la madre dedicada a procrear, a criar, a vivir, puso entre paréntesis a la creadora, lo cual emocionalmente la presionó muchísimo. Ella no quería ser escritora profesional, sólo quería escribir. Es la época en que padece de grafofobia, condición que le impide afrontar otra novela.
El enojo de la familia agrega tensión a su espíritu creativo. Al verse retratada puntualmente en la novela Nada, aquélla propicia de manera indirecta que el propio esposo Cerezales la obligue a firmar ante notario un documento en el que le exige que no escriba nada relacionado con su vida conyugal. Tal vez por ello, según la crítica, lo que publica entonces tiene un aire costumbrista poco interesante. Lo cierto es lo siguiente: Laforet atraviesa desde 1952 una crisis creativa importante que la hace dudar de su vocación y la lleva a declarar que es una mala escritora.
Es la época en que, además, vive una crisis religiosa, una especie de misticismo, durante el cual está muy presente —con una cercanía cada vez más significativa— una nueva amiga, Lili Álvarez, una famosa tenista, finalista en Wimbledon. De hecho, se ha afirmado que esa conversión religiosa parece ser fruto del amor por la amiga y del descubrimiento de una pulsión homosexual que al parecer ella reprimió.
La enfermedad neurovegetativa que empieza a sufrir a partir de los años 60, la lleva a aficionarse a fármacos, a vivir a base de anfetaminas para adelgazar y a convertirse en adicta a ellos hasta su muerte en Madrid, el 28 de febrero de 2004 cuando tenía 82 años.
III.
Nada de Carmen Laforet es una de las obras más importantes e innovadores en el canon de la literatura española y es un punto de referencia para las escritoras de la época de la transición, como Esther Tusquets o Ana María Moix o Ana María Matute. La novela fue (y sigue siendo) objeto de un gran interés por parte de la crítica literaria feminista, que ve la historia de Andrea, la protagonista, como una metáfora de la emancipación femenina. El tiempo que vive en Barcelona, se convierte para Andrea en una experiencia muy importante: la búsqueda de identidad propia y el primer paso hacia la edad adulta.
La maduración de la protagonista se realiza desde una posición de rebeldía contra el modelo de feminidad de la época y las limitaciones impuestas por la ideología franquista, hecho que permite verla como un símbolo de la mencionada emancipación. Por esto a Laforet se le sitúa en una tendencia ya trazada por autoras como George Sand, Gertrude Stein, Virginia Woolf, o Simone de Beauvoir.
Pero no sólo Andrea, todas las mujeres en la novela son víctimas también de la dominación masculina, y representan diferentes ejemplos de conducta ante la opresión a las que la somete el patriarcado, y muestra cómo la casa donde se desarrolla la acción es un espacio tradicionalmente femenino, y el escenario de esta lucha. De hecho, la familia de la calle de Aribau, llena de conflictos y gravemente afectada por el hambre y la pobreza, llegó a ser considerada un símbolo de las consecuencias que tuvo la guerra para los españoles.
Así pues, Nada es una novela de aprendizajeque cuenta el proceso de maduración, de búsqueda de identidad de una joven en una sociedad determinada por el sistema de valores patriarcales contra los cuales la protagonista intenta rebelarse porque no quiere identificarse con ellos. Este proceso se recrea a partir de sensaciones, impresiones, rememoraciones subjetivas, personales, introspectivas. Y todo nos llega no cómo es sino por cómo lo percibe o le parece a la narradora.
Escrita en forma de memorias, el relato en primera persona convierte a la narradora en testigo de sí misma, cuando tenía 18 años, como si se desdoblara, pues el tiempo del discurso ocurre mucho años después de la vivencia en la casa de Aribau, desde un futuro no precisado. Aunque en ocasiones Andrea-narradora cuestiona los juicios de Andrea-protagonista, su narración no es fría ni moralizadora. Al contrario, es sensual, sentimental y tiene un gran poder de seducción.
Esta representación apariencial discurre en una prosa poética de gran originalidad y belleza, con un gran poder asociativo mediante el cual el lirismo discursivo recompone la realidad (turbia, sucia o agresiva) como nosotros haríamos ante un cuadro impresionista del cual solo tenemos pinceladas.
Impresionista e intimista al mismo tiempo, la novela de carácter existencial (por el conflicto interior del personaje) se anticipa al neorrealismo, y presenta aires góticos y expresionistas. Este expresionismo aparece en muchos pasajes donde Andrea se recrea en las descripciones grotescas, de tonos negros y hasta cierto punto hiperbólicos, con el objetivo de enfatizar el feísmo del entorno. Un entorno que se distorsiona debido al temperamento y a la sensibilidad de Andrea que padece la violencia de los personajes y sus dinámicas familiares tóxicas y desequilibradas, que incluso rozan la locura debido a la guerra, la miseria y el hambre.
De ahí las notorias fuentes en que abreva Laforet. Primero, la influencia del realismo romántico de Dickens, e incluso de Dostoievski, pero, sobre todo, del romanticismo oscuro, no solo por las descripciones del ambiente que refleja el estado espiritual de Andrea —-sombrío y pesimista—, sino por la figura de Román, el tío de la protagonista, que se revela como una especie de encarnación del mal. Aquí entrevemos las lecturas de Poe, Hawthorne, Melville y Dickinson. Segundo, la influencia de la literatura gótica, no por la creación de seres sobrenaturales o macabros, sino por el escepticismo de la condición humana y por el simbolismo de la casa de la calle Aribau, que parece una casa macabra, hechizada por el mal. Aquí se perciben las lecturas de Mary Shelley, Horace Walpole y Emily Brontë.
El romance de Juan Ramón Jiménez que aparece como epígrafe alude a ese aparente vacío, que define el espacio físico en donde ocurrirá la vivencia: es un espacio amargo, de olores malos, de rara luz, de tono desacorde, de contacto que desgana. Pero, paradójicamente, esto que puede ser sinónimo del ambiente opresivo y tóxico que vive la protagonista también es un aprendizaje de una vivencia que le dejará profundos recuerdos. Recuerdos enriquecidos por su sensibilidad y su mirada.
Aunque Andrea aparentemente no se lleva nada —de ahí que el título de la obra sea irónico y ambiguo—, en realidad, el tiempo vivido en ese espacio físico, la experiencia vital, arroja un fruto de lucidez y crecimiento: Andrea ha dejado de ser la protagonista sufriente para convertirse en la narradora consciente de lo que le pasó en la casa de la Calle Aribau. Esto queda claro con el simbolismo del inicio y el final, que cierran un ciclo que va de la oscuridad de la llegada (en la noche) a la luz de la salida (cuando Andrea se va de la casa). La noche plasma su desconocimiento de lo que le espera; la luz anuncia la liberación de la chica. Así pues: nada equivale a mucho. Tropo
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Imagen: Carmen Laforet.
Tomada de: https://www.elmundo.es/cultura/literatura/2024/02/28/