Por Miguel Ángel Meza
¿Cuántos derrumbes interiores se necesitan para arriesgarse a la verdadera vida? ¿En qué momento la grisura de nuestra vida cotidiana, la existencia predecible y segura, “deja de ser una tabla de salvación ante los ríos caóticos de la aventura de vivir”? La aventura que significa arriesgarse. La parte indómita de nuestro ser que se rebela. La pasión que nos precipita hacia lo desconocido y nos monta en “una montaña rusa que nos deja sin respiración y al borde del vómito”.
Quizá pocos se atrevan a cruzar esa frontera. Incluso Marina —la protagonista de Salvar el fuego (Premio Alfaguara, 2020), de Guillermo Arriaga— duda. Sabe que una simple aventura —por muy seductor y sensual que sea el objeto del deseo, por muy inteligente y sensible que se muestre— puede salirse de control y convertirse en una pasión destructora. Sobre todo, si ese objeto del deseo se encuentra en las antípodas de su clase y de su mundo moral (es un parricida y un homicida con rasgos sociópatas).
Pero si Marina ya cruzó un primer límite, es muy probable llegar incluso a las transgresiones más polémicas en esta novela: la de romper los pactos sociales asumidos por su clase (la alta burguesía, la de los privilegios a veces obscenos), los de su profesión (la de una coreógrafa reconocida, técnicamente perfecta, aunque sin vitalidad), los de su vida conyugal (una especie de pacto fáustico con un marido desangelado, exitoso en el mundo de las finanzas, que le da comodidad, seguridad y riqueza, pero que la deja fría, y no precisamente solo por ser eyaculador precoz) y los de una familia perfecta (con hijos amados, bellos e inteligentes).
Y es aquí donde el personaje —que tiene referentes célebres (la Ana Karenina, de Tolstoi; la Bovary, de Flaubert; la Connie, de D. H. Lawrence)—, se vuelve increíble para muchos lectores. Sobre todo, lectoras que pertenecen a la misma clase social de Marina y que no se creen el desprecio a los privilegios burgueses. Habría que recordarles que los grandes personajes son a veces los más increíbles y que sus vidas en la ficción agregan riqueza a nuestra memoria personal y los hace más reales de lo que creemos. No importa si los personajes increíbles no existen en la realidad: lo efectivamente valioso es la verosimilitud de la representación literaria.
Porque gracias a este valor formal, Arriaga logra construir un personaje femenino memorable, cuya transformación a lo largo de la novela encarna el tema central que la articula: salvar el fuego, salvar la pasión, es vivir la vida según la definición de Edgar Morin en uno de los epígrafes de la obra: “vida quiere decir arriesgarse a la muerte; furia de vivir quiere decir vivir la dificultad”. O en el de Clarice Lispector, que Marina experimenta como un misterio en lo más profundo de sus propias tinieblas: “No sé amar por la mitad, no sé vivir de mentiras”.
Pero si la novela solo tratara de esta intriga pasional, no hay duda de que no tendría el impactante éxito que ha tenido entre los lectores. Se trataría solo, en todo caso, de una novela cercana al folletín o a uno más de los bestseller que inundan el mercado editorial. Lo que hace extraordinaria la novela, me parece, es la articulación de este motivo central en una compleja trama jalonada por hilos narrativos delirantes, pero sobre todo estremecedores por su brutal cercanía con nuestra realidad: la de la violencia del narcotráfico, la de la corrupción política y policiaca, la del racismo y el clasismo en esta nueva lucha de clases que sufre nuestro país.
Así, Salvar el fuego es, también, una novela negra sobre la violencia en el México contemporáneo, que retrata el complejo fenómeno social, político, económico y cultural del narcotráfico. Incluso, si atendemos a las nuevas clasificaciones, se podría decir que es una novela del sicariato, porque el gran antagonista (el Máquinas), que empuja la acción hasta límites impensables, es un matón a sueldo de uno de los grupos más peligrosos del crimen organizado, y porque además abundan en estas páginas sicarios de toda calaña. Y, finalmente, la obra se inscribe en una larga tradición satírica porque el retrato de este mundo implica una crítica profunda a la sociedad en su conjunto desde una perspectiva sarcástica y con mucho humor negro.
Narrada desde el punto de vista de los antihéroes —derrotados o en decadencia (José Cuauhtémoc, el JC) o con fuertes dudas existenciales en busca de una verdad interior (Marina)—, el desarrollo de la acción, que es endemoniadamente veloz para un volumen de 659 páginas, transcurre en varias esferas de la sociedad: el mundo profesional del crimen y la delincuencia organizada, las de la política corrupta, la de la clase media alta y la más refinada burguesía, y, por contraste, en ambientes oscuros y sórdidos (como los carcelarios) donde es notable la exhibición de una ambigüedad inquietante en la división de personajes entre buenos y malos.
La obra se divide en cuatro bloques narrativos: uno, el discurso de la propia Marina; dos, el que cuenta la historia de amistad y odio entre el JC y el Máquinas; tres, el de Francisco Ramírez (hermano de JC), que informa sobre la fascinante y paradójica historia del padre, el indígena Ceferino ultraculto y fanático de la disciplina y la educación espartana (quien expone una inquietante idea sobre la mexicanidad y la venganza histórica contra los conquistadores); y cuatro, el conformado por la propia obra de JC (que es escritor) y los textos de los reos producto del taller de escritura en el Reclusorio Oriente. Y estos grandes relatos fragmentados, se alternan, de modo que es el lector quien debe ordenarlos para darle seguimiento a la trama y sus enredos, y organizar mentalmente la línea argumental del tiempo.
Por sus veintitrés narradores —el de Marina en primera persona, el de Francisco Ramírez, en segunda, y el que narra en tercera la historia de JC y el Máquinas, más las veinte voces de los internos en el Reclusorio, que cuentan historias diversas sobre sí mismos, sobre los crímenes cometidos y sobre su vida en la cárcel—, la novela se define también como polifónica y perspectivista, sobre todo porque las tres voces narrativas principales cuentan aspectos de los mismos hechos y lo hacen desde perspectivas distintas en mirada, información y tiempo.
De estos narradores, el más interesante y experimental es el que cuenta en tercera persona la historia de JC. Es un narrador omnisciente tipo cronista, que no solo utiliza el estilo indirecto libre para focalizar la conciencia de JC, la del Máquinas o la de los integrantes de los diversos carteles que pululan en la obra, sino que aparece como una voz con personalidad propia, como si fuera otro personaje más, metido en la obra, opinando, burlándose y choteando a los personajes, y utilizando su propio lenguaje.
Hay que detenerse en este gran acierto formal, que coquetea con el posmodernismo en la novela (algo que sin duda no aceptaría el propio Arriaga). El uso idiomático de este narrador constituye una radical experimentación y reinvención de los registros del lenguaje coloquial del español que se habla en México, sobre todo en el centro (el caló de Iztapalapa) y el norte del país (regionalismos y narcolenguaje), dichos populares, juegos de palabras, oralidad transcrita, decenas de neologismos, lirismo callejero, vulgarismos, groserías, y también hallazgos poéticos notables. Este lenguaje y el tono humorístico como se utiliza genera, paradójicamente, una sensación de tolerancia ante la crudeza de los hechos que narra.
Arriaga, que se inscribe en la tradición de los narradores realistas puros —tradición que se remonta a Dickens y a Víctor Hugo—, potencia la vertiente naturalista de ese realismo (léase Zolá) en las descripciones de ciertos hechos, sobre todo los relacionados con la muerte violenta y el sexo extremo, cercanos al regodeo sádico y al regusto escatológico o coprofílico, propio del estilo del también guionista. Sirvan solo como ejemplos la descripción de la mutilación, empalamiento y decapitación de uno de los personajes, o aquel momento en que Marina descubre realidades inusitadas de su sexualidad relacionadas con la sangre menstrual, el sexo anal y la misteriosa y casi legendaria eyaculación femenina (que en el lenguaje popular se llama squirt y que, según los especialistas, la mayoría de las mujeres no experimenta).
Ciertos lectores sensibles (sobre todo, lectoras) deberían establecer aquí un pacto narrativo de distancia crítica: poner entre paréntesis juicios asumidos, suspender posibles prejuicios de clase e ideas preconcebidas, y realizar una actualización estética en la mirada: reprimir nociones del “buen gusto”, a fin de soportar en lo posible las descripciones de violencia extrema y cruda sexualidad que abundan en la obra, y que obedecen a la corriente naturalista mencionada en la que esta se inscribe. Es decir, la ética de la novela incorpora una actitud amoral en la representación de la vida y prescinde de los valores morales burgueses para ser más objetiva. Y su estética es indiferente a lo “bello” y lo “feo”, dando preferencia solo a lo que considera verdadero. En este sentido se reproduce la realidad con rigor documental.
Con esta novela, Guillermo Arriaga (1958) se integra a la lista de los grandes narradores mexicanos actuales. Una lista conformada por nombres como los de Jorge Volpi, Enrique Serna, Álvaro Uribe, Carmen Boullosa, Ana Clavel, Cristina Rivera Garza y Juan Villoro, por mencionar solo algunos. Si bien sus obras anteriores —Escuadrón Guillotina (1991, 2007), Un dulce olor a muerte (1994, 2019) y El búfalo de la noche (1999), y los cuentos de Retorno 201 (2006)— daban fe de un narrador puro, un contador de fuste, que se inspira en la vida callejera de la Ciudad de México, es con El salvaje (2016) y ahora con esta novela donde se plantea un proyecto creativo y formal más ambicioso, tanto como el que se propuso en el pasado con los guiones para las películas Amores perros, 21 gramos y Babel.
Al incorporar a estas novelas su experiencia como un hombre de calle y un cazador —pasión que define como “un rito muy profundo que enfrenta la vida con la muerte, la belleza con el horror” y que lo ha llevado a declarar que él es más un cazador que escribe, que un escritor—, ha creado dos personajes que de alguna manera configuran sus alter ego más provocadores: por un lado, José Cuauhtémoc y su olfato de cazador nato, culto y solitario, instintivo y sensual, que seduce a la mujer por el olor y la mirada salvaje, como un auténtico animal; y por otro, una Marina que enfrenta la potencia vital del macho como una “asonada de la sinrazón” y que la lleva a un mundo nuevo, drásticamente nuevo. La propia Marina lo dice así: “No el más luminoso, sí el más fascinante. Un mundo de vértigo. El poder de los abismos, diría Nietzsche”.
Miguel Ángel Meza. Ciudad de México. Poeta, narrador, crítico y editor. Desde 1986 radica en Cancún. Fue director de la Casa del Escritor de Cancún (1997-2004) y de la revista literaria tropo a la uña (primera época, 1998-2007). Es autor de los poemarios Destellos de mareas (Praxis, 2004) y El rostro que habitamos (2015) y del libro de cuentos Cada quien su paraíso (Letramar-CCL, 2014). Actualmente, coordina varios talleres de lectura y edita la revista literaria tropo (segunda época). Obtuvo en 2019 el Premio Internacional de Poesía Caribe-Isla Mujeres.
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Reseña publicada en el suplemento literario Vértice.