Carlos Torres
El recurso tiene un sabor medio oriental: interpolar ficciones dentro de relatos fantásticos, como ocurre profusamente en Las mil y una noches. Sin olvidar que Cervantes le atribuye la autoría del Quijote a un árabe, de todos modos encanta la noticia de que en la segunda parte de esta exótica novela Sancho y el caballero de la triste figura se saben personajes literarios, porque esa multiplicación algebraica de fantasías deviene en mayor corporeidad de los cuitados protagonistas, y los intuimos más reales por el hecho de que otros lectores les han insuflado vida.
En esa otra epopeya campirana, Cien años de soledad, en donde la magia tiene un inconfundible trasfondo pragmático y humanista, aparece sorpresivamente el nombre de Artemio Cruz en su carácter de militar revolucionario. El efecto es también cautivante dentro de una novela en la que abundan los prodigios; pero más acá de los ámbitos desglosadísimos del realismo mágico, es quizá oportuno subrayar dos detalles de esa fugaz comparecencia de Artemio Cruz en las inmediaciones de Macondo: uno, la recuperación del paladín que, como muchos otros caudillos mexicanos, creyó en la gesta popular iniciada en 1910 y cooperó decisivamente en la instauración de un proyecto social que aglutinó las corriente más avanzadas de justicia social, expresas en la Constitución de 1917; y dos, un evidente homenaje a la calidad de esta novela de Carlos Fuentes, que es el tema central de esta nota.
En efecto, con el paso de los años, La muerte de Artemio Cruz se va quedando como la obra más significativa de Fuentes, vista desde una perspectiva latinoamericanista, que es igual a la que, políticamente, asume su autor en cuanto intelectual, en coincidencia con otros escritores tan notables como el propio García Márquez, Cortázar, Benedetti, Carpentier. Es decir, un izquierdismo sincrético, antidogmático, abierto a los aconteceres de la historia.
El “asunto” de la Revolución Mexicana, enfrentado ya como problemático, le impone a Carlos Fuentes un estilo directo en La muerte de Artemio Cruz, y éste es uno de sus grandes méritos, pues como sabemos el autor cae con frecuencia en prolongados y reiterativos juegos de palabras no siempre felices. Parecería, pues, que la gravedad de una Revolución traicionada le otorga a Fuentes uno de sus momentos más “serios”, en el sentido de que la trama de lo narrado es superior a sus impulsos lúdicos.
Uno de los momentos más dramáticos de La muerte de Artemio Cruz es aquél, nimio, en que el narrador consigna que el secretario de Artemio Cruz, ya convertido en magnate gracias a su oportunismo político y su sagacidad mercenaria, hizo su tesis sobre marxismo, lo cual es un golpe intelectualmente verificable en la realidad mexicana, y revela cuán por debajo de los hechos dados se halla la teoría revolucionaria. Pero no es lo mismo expresar esta realidad con los argumentos de la teoría sociológica que presentarla crudamente, encarnada en dos personajes antitéticos, el amo y el siervo.
Así entonces, observamos en La muerte de Artemio Cruz, una radiología minuciosa de la Revolución Mexicana, desde sus avatares bélicos hasta su entronización como franco neocapitalismo; con su íntima contradicción entre lenguaje redentor y avance del neoporfirismo. Se trata, pues, de un texto doloroso, pero también luminoso en cuanto revela los orígenes del gran malestar que ya en los años sesenta, en medio de un triunfalismo feroz, agobiaba a la clase pensante del país.
Otro escena memorable es cuando Artemio Cruz se encuentra en un hotel de Acapulco, también ya dentro de su madurez bonancible, y el narrador describe con morosidad de antropólogo los objetos del tocador: el otrora combatiente, que alcanzó una dignidad superior enfrentando los rigores de la naturaleza y el acecho de los federales, es ahora un ser inseparable, con-fundido, con respecto a perfumes, lociones, astringentes, pastas dentales, cepillos dentales, y capilares, analgésicos, vitaminas, rastrillos, pomadas, aceites, toallas, jabones, champús, y en medio de todo ello, como una diosa, la prostituta de lujo en que se cierne toda esta parafernalia del hedonismo primitivo.
Sin embargo, como una muestra de talento y de templanza literarios, Fuentes no condena ni absuelve esta escena; simplemente, igual que con el referido pasaje del secretario, ofrece los hechos dados para que de la propia imagen se desprendan los considerados éticos de cada lector, que si bien pueden ir desde la envidia hasta la desaprobación o la indiferencia, se sujetan, al término de la novela, a una intención deliberadísima del autor: exhibir a la clase gobernante, mostrar su esencial dicotomía moral, compuesta de lenguaje reivindicatorio y acciones más que egoístas: atentatorias de la salud republicana.
Como otros tantos conspicuos escritores, Carlos Fuentes concentra en La muerte de Artemio Cruz aquellas nociones de desencanto revolucionario que andaban dispersas en una multitud que, en los sesenta, ya notaba con claridad que el discurso oficial y cupular no se correspondía con la cotidianeidad. No obstante, es preciso señalar dos antecedentes: Los de abajo de Mariano Azuela, y El compadre Mendoza de Mauricio Magdaleno; pues en estas dos obras se profetiza el destino de la Revolución Mexicana. En Los de abajo este pronóstico nació al calor de las acciones bélicas, de las que fue testigo Azuela. En el guion de Mauricio Magdaleno, por efecto de una intuición profunda de la historia reciente, no puede omitir el asesinato de Emiliano Zapata que es como un aviso de que la tendencia conservadora, la burguesía rural, había desplazado a los auténticos revolucionarios. Esto también se observa con nitidez en Pedro Páramo, pero el lector podría estar de acuerdo en que la maestría de Rulfo rebasa un asunto tan capital como la Revolución porque su obra se inscribe por derecho propio en la gran literatura universal: por lo mismo habla de cuestiones ecuménicas que le atañen a cualquier habitante del planeta. No obstante, ciertos pasajes de Pedro Páramo coinciden con aquellos novelistas que, como los citados, supieron atisbar la escalada de la contrarrevolución y dieron fe de los movimientos respectivos.
Hoy, cuando la tendencia dominante ha desechado de su lenguaje público toda referencia a la Revolución Mexicana, porque este movimiento sigue conteniendo una crítica radical del sistema imperante, así sea en lo que resta de su Constitución, o en la historiografía objetiva, La muerte de Artemio Cruz sigue traduciéndose en la conciencia íntima de sus lectores como la muerte de la Revolución Mexicana. Esta novela sigue estando viva y vívida en la medida en que los anhelos de construir una patria regida por la razón y la justicia están presentes en la esperanza de esa multitud de mexicanos a quienes les duele, en carne propia y/o en la conciencia, el espectáculo de la nación deshecha por los vástagos de Artemio Cruz, que ya olvidaron el idioma de su pueblo porque se han sometido a ese lavado de cerebros que se ejerce en algunas famosas universidades gringas.
Hay por supuesto una gran diversidad de enfoques sobre La muerte de Artemio Cruz. Tomando en cuenta su condición de obra maestra se puede equiparar a un caleidoscopio que tiene la forma circundante de esa cornucopia que México ofrece al espectador, optimismo de su geografía, en cuyo interior hay espinas y desiertos, pero también los ríos, valles, laboriosidad y efervescencia. En esta última óptica, es conveniente señalar que su deuda con Faulkner fue inevitable, pues, así como en aquel sureño la naturaleza exuberante del Mississippi y sus habitantes se tradujo en una literatura igualmente apasionada, aquellas descripciones del trópico mexicano en donde Artemio Cruz levanta su mejor faceta, la de combatiente revolucionario, tenían que coincidir con el tono exaltado con que Faulkner refleja la exaltación sureña de Estados Unidos. En la coincidencia está implícito el homenaje, pues, a un autor que no ha dejado de asombrar a los latinoamericanos más talentosos.
La muerte de Artemio Cruz se deja leer, sobre todo para las nuevas generaciones, atentas a otras influencias más cosmopolitas como Bataille, Klossowsky, Miller, Bukowski, como un retrato nítido de una Revolución que, hecha a un lado, traicionada, tergiversada, aún sigue esperando el momento de su inclusión en la teoría y la práctica del Estado mexicano; todavía es legítima bandera de los redentores sociales y por ello su figura más incuestionable, Zapata, es la bandera de los revolucionarios asentados en esa llaga, ese rencor vivo que es el estado de Chiapas, el más pródigo y el más expoliado; el más feraz y el más castigado por los nietos de Artemio Cruz, que ya no son siquiera caciques, sino súbditos de lo más salvaje de Estados Unidos: su capital especulativo.
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Ensayo publicado en Tropo 3, Primera Época, 1998.