De la sociedad del conocimiento a la parcelación de la sociedad

 

Por Mauricio Ocampo C.

 

«Si las cosas fueran como se presentan,

la ciencia no tendría sentido».

Karl Marx

 

Cuando en los años 60 Peter Drucker —el filósofo del managment— habló de la «sociedad del conocimiento», dejó muy clara su postura. Afirmaba que este factor debería estar a la par de los otros factores económicos de producción. A partir de ahí, se destinaba al conocimiento a ser una gran mercancía, misma que debería estar por encima de la tierra, trabajo y capital. Lo anterior abrió una caja de pandora para que el neoliberalismo, impulsado a partir de los años ochenta del siglo pasado, prescribiera como obligación a las naciones latinoamericanas un sinfín de modificaciones estructurales a su aparato educativo, empezando por la educación superior y terminando con la educación básica. El proyecto era simple; así como se pedía una libertad económica, se pedía de igual forma que los planes y programas de estudio estuvieran a la par de las necesidades del mercado global. La última estocada de ese proyecto fue la Reforma Educativa de Enrique Peña Nieto, misma que no ha sido revisada ni de chiste por el gobierno actual, demostrando que la educación no es su prioridad.

La supuesta sociedad de conocimiento ha venido a generar una gran brecha entre «los que saben» y los que «no saben», y ha dejado de manifiesto que «el capital cultural» expuesto conceptualmente por el sociólogo Pierre Bourdieu, es más visible que nunca. Y no es que unos sepan y otros no. Es que los conocimientos que se demandan en el mercado, son los que hegemónicamente se toman como válidos, y los que no son una mercancía, simplemente no tienen valor alguno. Lo anterior es una paradoja. Por un lado, estamos en la época en la que el conocimiento se mueve con mayor rapidez gracias a las denominadas TIC´s, pero, por el otro, no todo el conocimiento es válido y verdadero.

Lo anterior es entendible en tanto que las formas de conocer determinan en última instancia el tipo de conocimiento generado, lo que nos lleva a una encrucijada en el sentido de preguntarnos ¿cuál es el conocimiento objetivo? Quizá la respuesta sea más que simple si le hiciéramos esa pregunta Jean Piaget. En el libro «Hacia dónde va la educación», el padre de la epistemología genética afirma que el conocimiento más acabado es el estado actual de la ciencia.  Sin embargo, el problema no termina ahí, porque esta «sociedad posmoderna», en palabras de François Lyotard, ha afirmado que estamos en el fin de los «metarrelatos», metiendo a la ciencia en el mismo cajón, y negándole la posibilidad de SER.

El error de interpretación anterior ha llevado a la sociedad contemporánea a afirmar que ahora las distintas formas de conocer son válidas, en tanto que son producto de una «percepción». Y no es de que sean válidas o no; es que esa discusión ha sido rebasada incluso desde el S. VII, cuando el mismo Descartes postuló su cogito ergo sum. En ese preciso momento, Descartes aceptó que los sentidos nos engañan y que no podíamos basarnos en ellos para aceptar como valida la precepción de la realidad, proporcionando como alternativa su método deductivo, mismo que sería el parteaguas del «método científico». A partir del S. XVIII, se creyó que la ciencia nos iba a llevar al orden y al progreso. Incluso, personas como el mismo Augusto Comte pensaban que sería la sociología la encargada de dicha tarea, denominándole «ciencia positiva». A partir de ahí, la ciencia se tomaría como un «metarrelato», como un elemento de solidez para las sociedades futuras. Pero, ¿por qué la posmodernidad se alejó de lo sólido —en palabras de Zygmunt Bauman—, y se centró en lo efímero?

Lo anterior se debe responder a partir de algo que los teóricos de la posmodernidad evaden. Y es el hecho de que el conocimiento científico fue secuestrado por el capitalismo después del desarrollo de los imperios y las dos grandes guerras. El capitalismo en tanto modelo económico de producción que busca la acumulación de capitales a partir de la explotación de los recursos naturales y la plusvalía, se dio cuenta que debería apropiarse de los conocimientos técnicos y científicos, y así lo hizo. Desde sus orígenes, ha invertido en avances, pero para su beneficio; desde la máquina de vapor, pasando por la bomba atómica, hasta la internet y los ordenadores. Es por ello que la denominada «Sociedad de conocimiento» de Drucker, coincide con la «destrucción creativa» de Joseph Schumpeter, misma que hace referencia a la innovación. Si bien, el insumo más importante de los procesos de innovación es el capital intelectual, también es cierto que este capital intelectual será más eficiente en tanto que tiene para sí, un gran cúmulo de «conocimientos especializados». Algunos de los indicadores que se fueron incluyendo en las universidades dedicadas a la formación de administradores y nuevos economistas, fueron: Capital intelectual, Gestión del conocimiento, Sociedad del conocimiento, Innovación, Polivalencia, Competencias, entre otras.

Anteriormente hablé de conocimientos especializados, y es aquí donde está una de las trampas de la supuesta sociedad del conocimiento. El capital busca, por un lado, obreros calificados que sean eminentemente pragmáticos y que se incorporen sin chistar al gran ejército industrial de reserva planteado por Marx en su libro El Capital, pero también necesita especialistas que han de formarse en «universidades de prestigio» y que sobresaldrán, incluso, siendo extraídos de las mismas universidades para insertarlos en la vorágine productiva, como sucedió con el dueño de Facebook. Aquí es donde está la trampa. Las universidades han dejado de ser, desde la década de los 90, un «universo de conocimiento científico» para convertirse en un enclave del sistema, enclave que ha de generar obreros calificados mediante una gran maquila educativa; reducción de tiempos y flexibilidad total para la titulación. Por eso es que la idea de lo efímero se ha vuelto, a partir de la repetición constante y de la sociedad del consumo e industrial y los medios de información, un elemento característico de esta condición posmoderna efímera y volátil. Y por eso, «todo el conocimiento es válido», ya que es producto de la percepción personal, impulsando lo antes mencionado desde la educación básica, al fundamentar epistemológicamente la didáctica con corrientes epistemológicas como el constructivismo.

Lo anterior se sintetiza en la red. Ahí navegamos en un gran mar, de noche, a la deriva, sin ver qué habrá más adelante, movidos por emociones, transgrediendo saberes y presentando los propios como especializados. Los especialistas son relegados a un último término, La opinión pública se vuelve omnisciente, y creemos, en voz de «nuestra libertad de expresión», que tenemos la certeza de la verdad. Incluso hablamos de una real democracia dentro de la gran «súper autopista», sin percatarnos de que es una simple «realidad virtual» que tarde o temprano nos hará chocar con un gran muro llamado verdad. Arriba lo saben. Por eso la tecnociencia avanza al margen de las Universidades, por eso los cerebros son robados para mega proyectos. Arriba saben que es precisamente el método, la diferencia entre acercarnos a la verdad o quedarnos en la mera especulación. Ellos desarrollan métodos y los aplican y generan nuevos conocimientos objetivos y reales, partiendo de la verdad, y usándolos en su beneficio, mientras que a nosotros nos hacen creer que la ciencia es parte de los «metarrelatos» y por eso debemos despreciarla, y que la intersubjetividad es el elemento primordial del saber y del ser.

En la introducción del reporte «Hacia la sociedad del conocimiento», realizado por la UNESCO y fechado en 2005, se preguntan: ¿Las sociedades del conocimiento serán sociedades donde el saber esté compartido y el conocimiento sea accesible a todos, o sociedades donde el saber esté repartido? Definitivamente, el saber se está repartiendo entre muy pocos, así como el dinero, y a la gran parte de la población nos dejan a la deriva de ese gran océano, ofreciéndonos la pseudociencia, convirtiéndonos en charlatanes del saber en una era digital que a través de sus redes sociales nos encapsula, nos parcela, haciéndonos creer que vivimos en una gran libertad y democracia, cuando sus algoritmos tan sólo sirven para no permitir que nuestros ojos se asomen a otras mirillas. Por eso, más ahora que nunca, debemos tener como principio, y de manera urgente, el título del aquel libro de Carl Sagan «El mundo y sus demonios. La ciencia como una luz en la oscuridad».

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Imagen tomada del artículo Filosofía actual de la ciencia. Del sitio Centro Redes: http://www.centroredes.org.ar/index.php/filo-actual-ciencia-2/
 
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Ensayo publicado en Tropo 28, Nueva Época, 2022.
 

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