Bye bye, Ramírez: digo yo no más digo

 

Mauricio Ocampo C.

 

Al correr la vida, uno se va haciendo

duro como un bolillo de tres días.

Mi corazón era una roca,

y mi vida un libro abierto

que se estaba escribiendo.

Armando Ramírez

 

I

Caminamos sobre el Eje Central y llegamos a Garibaldi. A unos metros de la esquina de la Plaza, se encuentra el Teatro Burlesque Garibaldi. Entramos. Ya no recuerdo cuánto costó el boleto, sólo que en la esquina de la entrada había un señor de avanzada edad con un bastón, sentado en una silla recibiendo los boletos, y en una pared una taquilla. En los muros aledaños unos carteles de mujeres en poses sugerentes que anunciaban el espectáculo. Yo, nervioso, a mis 17 años no había conocido un burlesque; fue mi primera y última vez. Adentro había penumbra. De repente una luz alumbró una pasarela roja y empezó la música. Una chica en lencería apareció moviéndose apenas ante los gritos que no se hicieron esperar. Avanzaba sobre la pasarela, se detenía y el público aprovechaba para tocarla y meterle la mano hasta donde alcanzaba. El rostro de ella denotaba fastidio. No sonreía. Su mirada se mantenía fija hacia la entrada, mientras el animador incitaba al público a gritar, a acercarse, a tocarla, y ella se iba desprendiendo de la ropa hasta quedar desnuda. El animador la despedía entonces ante la rechifla de desaprobación del público. Así pasaron tres chicas más, antes del intermedio amenizado por un imitador de Cantinflas. Yo me sentía incómodo, fuera de mí. Estábamos a finales de los 90. Había escuchado que en Cancún había un lugar de “tolerancia cero” llamado “El 21”, frase que siempre se mencionaba en la secundaria y provocaba el alarde de alguien que aseguraba haber asistido. Todo eso quedó atrás. Ese lugar ya no existe y ahora Cancún es una zona de tolerancia total en la que el crimen organizado deambula como Pedro por su casa dejando muertos en cada esquina.

Todo lo anterior pasó cuando yo estudiaba la preparatoria, y lo recuerdo como si fuera ayer porque viajamos a la Ciudad de México con dirección a Zacatecas para conocer a una novia que tenía por internet, pero esa es otra historia. El país venía de varias décadas de golpes a los de abajo: las décadas de los 60 y 70 llenos de sangre y tensión mundial, entre guerras y el impacto creciente de los nuevos movimientos sociales. En México, la masacre del 68 y del 71 seguidas por una guerra llamada —a modo de pleonasmo— “sucia”, con persecución de líderes estudiantiles, políticos, sindicalistas y todo aquel que se oponía a papá gobierno. Los 80 con un golpe a la ciudad más grande del mundo, “el gran terremoto”, el movimiento punk que avanzaba a pasos agigantados en las urbes más grandes de nuestro país, y con ello, la creación de varias bandas como Los Panchitos Punk y Los Buk´s, jóvenes que eran la protesta viva que escupía al American Way of Life, y que permeaba los lugares más recónditos de nuestro país, dando nacimiento de poco en poco a las submetrópolis que abrazarían a los desharrapados, a los hambrientos, aquellos a los que la revolución sigue sin hacerles justicia; se iba dibujando lo folck como objeto de estudio de alguno que otro “antropólogo positivista”, y al mismo tiempo salían desde las entrañas de la bestia vatos, chavos banda, jóvenes suburbanos que tenían el deseo de plasmar lo vivido, escupir la cara del sistema, denunciar las condiciones infrahumanas a las que el otro México, el México profundo mostrado por Bonfil Batalla, vivía en su quehacer cotidiano. Ahí viajaba la droga, la prostitución, el atraco, la violencia, el agandalle, pero también la resistencia, la solidaridad y la dignidad. El Teatro Burlesque Garibaldi se suspendió en el tiempo, clausurado pero en funcionamiento como giro negro. Quizá ha cambiado, pero su esencia fue plasmada por Armando Ramírez en el primer capítulo del libro Bye bye Tenochtitlán: digo yo nomás digo (1999).

 

II

 

El otro México, aunque negado por la academia la mayoría de las veces, existe y es en suma, el más grande, el más golpeado y el que más ha aportado a la identidad de nuestra nación. Pero también es el más incomprendido y mal interpretado desde “la academia”. Así ocurre con antropólogos y sociólogos teoricistas que consideran que en pos de la ciencia pueden interpretar lo que nunca han vivido. Así le sucedió a José Agustín con su libro de La Contracultura en México: un pequeño burgués pretendiendo hablar de las entrañas de la bestia a kilómetros de distancia, presentando una imagen distorsionada de lo que es.

Pero no, la bestia creó a sus detractores, y creó con dolor y muerte a quienes plasmarían desde sus entrañas y sin cuentos chinos ni distorsiones, la forma en la que ella se configuraba. En voz de Chin Chin el teporocho (1971), Armando Ramírez le daba la voz a la suburbe, al lumpen proletario que no era digno de mencionarse en los libros de literatura de élite, porque rompía con la estética que el capital quería presentar de las grandes metrópolis. Pero era sólo una ilusión, ilusión que escritores como Ramírez fisuraron dando apertura a una literatura netamente mexicana, con personajes de carne y hueso que abundaban en las esquinas, en las pulquerías, rifándose la vida para sobrevivir en una ciudad de carne y hueso, donde el tiro era necesario para medirse con el verga de la banda, con el macizo, para ganarse el respeto y el pan de cada día, taloneando, moviéndose en metro al camello, así, con un lenguaje lleno de simbolismos, de “magia chilanga”, de doble sentido en la riqueza semántica del albur.

Sí, todo eso lo podemos leer en la literatura de Ramírez, cronista urbano, cronista neto, sin pelos en la lengua, porque sabía que maquillar la realidad, era negarla. Antropólogo y sociólogo urbano de facto y sin pedir permiso a universidad alguna para que avalara su actuar, sin recursos del conacyt, chingaquedito de la élite de investigadores maquilla todo, periodista de profesión, novelista, narrador y guionista cinematográfico. La literatura de Armando es un espejo de nuestra miseria, de nuestra idiosincrasia, es El laberinto de la soledad o el Águila o sol del barrio. Armando, sin ser escritor de profesión, narró de una manera inequívoca la contraparte de la ciudad por una sencilla razón: todo lo plasmado lo vivió.

 

III

El 10 de julio pasado, a los 67 años, falleció Armando Ramírez, el cronista de los invisibles. Fue un golpe duro para la urbe ex/defeña. Uno de sus más grandes cronistas, oriundo de Tepito, nos dejaba. Sin embargo, su vasta obra ha quedado como un precedente en la literatura e historia de nuestro país. Inició su carrera literaria con su libro Chin Chin el Teporocho, con cuyo lenguaje honesto, claro y sin tapujos, nos mostró que un teporocho, una puta, un ama de casa, una trabajadora doméstica y/o un niño de la calle, siempre tienen algo que decir, y que las locaciones y paisajes de la narrativa clásica se deconstruían en calles mugrosas, con baches, postes orinados y perros callejeros; un metarrealismo acá. Sí, acá.

Ramírez fue cofundador del Colectivo Artístico y cultural “Tepito Arte Acá”, llamado así por las razones que él mismo definiría: Tepito como lugar donde se origina; Arte como base de todo conocimiento de lo moderno y lo universal, y Acá, situación anímica de entrega y de aportación espontánea que surge de lo tradicional, religioso y urbano.

Con más de quince títulos escritos, entre narrativa, crónica, cuento y novela, Ramírez siempre preservó la cultura popular a partir de su lenguaje, sus costumbres y sus imaginarios, sin alteraciones estéticas políticamente correctas, utilizando los espacios que se le tendían como la radio, la prensa, literatura y el cine, compartiendo encuentros e ideas con grandes cineastas de la talla de Ismael Rodríguez y Gabriel Retes, quien llevaría en 1975 a la pantalla grande a Chin Chin el Teporocho.  Otras publicaciones destacadas suyas son Chin Chin el teporocho (1971), La crónica de los chorrocientos mil días del año del barrio de Tepito (1972), Tepito (1983), Quinceañera (1987), Bye bye Tenochtitlán: digo yo no más digo (1992), ¡Pantaletas!: Confesiones sentimentales del estudiante Maciosare, el último de los Mohicanos (2001).

Fue el vato, el ñero, el escuadrón de la muerte encarnado, la puta que lleva al desarropado un desahogo sexual en un teatro revestido de burdel, el grito de una generación que vio parir a la democracia un 2 de octubre, un 10 de junio, un primero de enero de 1994. Él fue Armando Ramírez. ¡Hasta siempre!

 

Mauricio Ocampo. Sociólogo con especialidad en Cultura y maestro en Pedagogía. Es autor de los libros La Universidad Pública: vendedora de paisajes oníricos como objetos de consumo (Ediciones del Lirio, 2012), Aprendizaje basado en proyectos (Ediciones del Lirio, 2013) y Pedagogía crítica y crítica pedagógica (Ediciones RR/Consejo de lucha de Q. Roo, 2016).

______________________

Ensayo publicado en Tropo 21, Nueva Época, 2019.

PHP Code Snippets Powered By : XYZScripts.com