Marién Espinosa Garay
La muestra ocupaba varios pisos del Museo Jumex. Mientras la Ciudad de México se asfixiaba en medio de una contingencia ambiental extraordinaria, una enorme Seated Ballerina de impoluta inocencia custodiaba la entrada del mencionado recinto. Lisa, contundente, colorida, algo insulsa pero al fin ingenua, el enorme globo acaramelado abría paso a otras presencias acaso menos virtuosas.
Porque quizás los enormes perros y conejos metálicos que pretenden semejarse a los globos infantiles no estén exentos de culpas. Definitivamente los títulos de los espacios no aluden precisamente a la candidez: La erótica de las cosas, El Sex Appeal de lo inorgánico, Las anatomías del deseo, Inocencia y corrupción, etc. Pero… ¿Es posible que algunos juguetes de enormes y chillantes colores puedan esconder pasiones bajo las pulidas superficies que los convierten en distorsionados espejos? ¿Qué miran los que se miran en un metal rechinante de luces, o mejor aún, envían el selfie a los amigos, en medio de sonrisas deslumbrantes también?
Las obras de Marcel Duchamp y Jeff Koons están separadas por un hiato de más de medio siglo y, ciertamente, se encuentran algunas coincidencias, como la despreocupación en cuanto a técnicas, estilos y tradiciones, así como la irrenunciable vocación a la mercadotecnia y la publicidad. Sin embrago, ya que la muestra toma prestado el nombre de los ensayos que Octavio Paz elaboró sobre Duchamp, publicados bajo el título Apariencia Desnuda, quizá resulte adecuado hacer un pequeño ejercicio de comparación en cuanto a las desnudeces de ambos creadores. Y para encontrar algún hilo conductor, retomemos el breve adverbio que la exposición lleva al final de su largo título, la palabra aun, como lo hiciera Duchamp en una de sus obras emblemáticas La novia puesta al desnudo por sus pretendientes, aun. Sin acento, el diccionario lo traduce como incluso. ¿Qué tan incluyente puede resultar una variopinta colección de juguetes con intenciones sospechosas?
La obra mencionada también se conoce como El Gran Vidrio. Marcel Duchamp dedicó a ella casi diez años, más un montón de apuntes y reflexiones. De esta manera, para ilustrar propiamente la relación entre los objetos artísticos y el erotismo, La novia desnudada por sus solteros, aun, resulta emblemática, aunque nadie debe imaginar alguna escena de ultraje en grupo, sino un esfuerzo por objetivar las emociones que alborotan a las pequeñas formas geométricas, o sea, a los mencionados solteros quienes, a través de una elaborada maquinaria de engranes y poleas, fantasean con quitar las complicados atavíos a una novia que no está allí, acaso sus crinolinas, velos y su desmigajado corset, como la crisálida de una abeja reina que ha emprendido el vuelo. Los ansiosos pretendientes permanecen en un ángulo inferior, junto a la inextricable máquina desnudadora, condenados a un autoerotismo sin fin. Sin embargo, nadie puede ver sino siluetas al óleo, alambres, hilos y rajaduras de vidrio.
Es el erotismo sublimado en aras de la objetualidad artística. Son metáforas materializadas, atrapadas, como insectos opacos, en el abrazo de dos vidrios transparentes, que cambian de escenario cuando la obra cambia de lugar. Como expresó el gran crítico de arte Robert Hughes, en su afamada serie de los años ochenta El shock de lo nuevo, estos mecanismos y las instrucciones que al fin Duchamp recopiló en el llamado Libro verde, no significarían nada para algún ingeniero mecánico, porque al final se trata de una máquina de alegorías. El deseo mecanizado de los pretendientes jamás alcanzará a la novia, pues están separados por una barra metálica que divide los dos universos. Ella está destinada a ser siempre el acicate del deseo insatisfecho para que los hombres muevan los engranajes del cuerpo, el alma y el mundo en círculos viciosos sin esperanza.
Reflexiona Octavio Paz en Los Privilegios de la Vista I:
“La novia es un paisaje y nosotros mismos, que la contemplamos desnuda, somos parte de ese paisaje. Nosotros somos los ojos con que la novia nos mira. Los ojos ávidos con que se desnuda, los ojos se cierran en el momento en que cae su vestido sobre el horizonte del vidrio. La novia y su paisaje son una sombra, una idea, el trazo de un ser invisible sobre un espejo. Una especulación. La novia es nuestro horizonte, nuestra realidad; la naturaleza de esta realidad es ideal o, mejor dicho, hipotética: la novia es un punto de vista…” [1]
Sin embargo décadas después, el corredor de bolsa y artista multifacético Jeff Koons reacciona en contra del deseo nunca satisfecho. Como confesara al mismo Robert Hughes en el programa El Shock de lo nuevo, 25 años después, se sintió desalentado ante la triste contemplación del fresco de Masaccio en Florencia, donde Adán y Eva son expulsados del paraíso y lloran desconsolados. Ante semejante situación, optó por presentar la exposición Made in Heaven, donde exhibió sin pudor alguno todo lo que aquellos pretendientes del Gran Vidrio de Duchamp hubieran querido ejercitar con la novia inalcanzable, pero que el mismo Koons ejecutó desenfadadamente con su entonces esposa la actriz porno Cicciolina. Aquí no hay metáforas, alegorías, insinuaciones o erotismo sublimado, sino fotografías enormes a todo color, que fueron expuestas en varios lugares del mundo, abriendo la controversia entre el arte y la pornografía. De esta manera, aquí hay dos concepciones del erotismo completamente opuestas y divergentes, antípodas en un camino que lleva de la sugestión al exhibicionismo. El filósofo coreano Byung Chul Han expresa en su libro La Salvación de lo bello: “El porno es la antípoda del Eros. La transformación del mundo en porno se realiza como su profanación. Esta transformación profana el erotismo”. Y hasta aquí una de las diferencias que podrían señalarse entre ambos expositores. Hablemos ahora de algunas coincidencias.
Marcel Duchamp —así como Jeff Koons— no pretendió nunca jugar al héroe inmiscuyéndose en las guerras y avatares geopolíticos de su tiempo. Tampoco creyó que un artista debe estudiar durante años las técnicas y ejercitarse en el dominio de los materiales, sino tomar objetos y declararlos ready made. Ambos alquilaban equipos de artesanos que se encargan del trabajo sucio en el taller o la fundición. Y como dice Avelina Lesper, además de la autopropaganda continua, el afán mediático y una comercialización extrema, ambos se distinguen por plagiar continuamente los temas de sus obras a otros creadores. [2]
¿Habrá sin embargo algo rescatable en medio del brillo de los perros de juguete? ¿Hay algo siniestro en una exposición de objetos banales que nos hace dudar de nuestra percepción del mal gusto?
Cuenta la leyenda urbana que la señora Cicciolina se sintió incomprendida después de que su marido la exhibiera ante los ojos de todo el mundo para elevarla a las alturas del arte, aunque es verdad que ella estaba acostumbrada al exhibicionismo. Sea como fuere, se divorció del artista secuestrando al hijo de ambos. Koons sugiere que entonces sus creaciones dieron un giro hacia los temas infantiles, como una manera de comunicarse con el pequeño ausente. Esto podría significar algún hito de redención en medio de este drama familiar. Pero aun así, los juguetes resultan fríos y distantes, presencias enormes que imposibilitan la calidez de la comunicación. Al acercarnos, miramos nuestra imagen distorsionada en la superficie brillante mientras nos asalta nuestro propio rostro, tan conocido pero aún extraño. Y experimentamos el estupor del que se observa a sí mismo, infinitamente, como un enamorado aunque incauto Narciso.
Pero esto representa otra gran diferencia entre ambos artistas, pues como afirmaba Octavio Paz, al acercarnos al Gran Vidrio no nos quedaremos en la superficie, porque somos parte del episodio allí representado y, sin quererlo, nos convertimos en cómplices de aquellos solteros insaciables o tal vez acompañemos en su soledad sin remedio a la novia etérea. Y es que desde tiempos inmemoriales, los soportes de las obras impiden al espectador entrar en el universo allí recreado: la textura del óleo, el grano del lienzo, los acrílicos plásticos, todos los materiales opacos han impedido que el público se ubique en la frontera de alguna obra maestra y penetre en ella. Al menos, esto otorga al Gran Vidrio una interesante característica. Duchamp confesó que deseaba provocar, a través de las transparencias de los cristales, una aproximación con el espectador y también con el paisaje detrás de la obra, que él hubiera querido instalar en una ventana para que los solteros y la novia tuvieran siempre una cambiante sucesión de atmósferas: soles y lluvias, atardeceres y ocasos. Pero este deseo nunca fue cumplido.
Sin embargo, ante los juguetes brillantes de Jeff Koons ocurre otra cosa. El espectador atisba la lustrosa superficie del sobrevaluado Rabbit y, sin embargo —y esta es otra diferencia entre ambos artistas—, nunca habita la obra, sino que la imagen del osado Narciso se resbala en la superficie pulida y, entre puntos de luces como destellos de aguas eléctricas, desaparece sin hacer ruido…
[1] Citado por Carmen Gloria Baldebenito, file:///C:/Users/marie/Downloads/Dialnet-MarcelDuchampAparienciaDesnuda-3984393%20(2).pdf
[2] Avelina Lesper en Milenio https://www.milenio.com/cultura/laberinto/verdaderas-semejanzas-duchamp-koons-avelina-lesper
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Ensayo publicado en Tropo 21, Nueva Época, 2019.