En busca del aroma del tiempo

 

Marién Espinosa Garay

 

“Todo eso, pueblo y jardines,

que va tomando consistencia,

sale de mi taza de té”

M. P.

 

Era asmático, hipersensible, frágil. Llegó a su casa temblando de frío. Había atravesado la ciudad de París en medio del invierno, había también atravesado un día triste, abrumado por la perspectiva de vivir al día siguiente otra jornada tan melancólica como la que terminaba entonces, separadas por la pausa oscura de una noche larga, de sofocamiento y dolor.

Debió quitarse el abrigo y el sombrero con tal pesadumbre, que su madre no pudo menos que recordar al niño que lloraba por las noches exigiendo un beso. Pero ahora el tieso bigote no lograba ocultar los mismos ojos lánguidos, los silbidos tenues en la respiración, aquellos mechones rebeldes cayéndole en la frente —ese espacio sobre las negras cejas—, siempre habitado de ideas obsesivas.

La madre le ofreció una taza de té. Aquello iba en contra de las costumbres del hijo, quien era considerado injustamente en los círculos aristocráticos como un snob, por lo que hubiera preferido un buen vino; pero sin saber por qué, accedió, inclinando levemente la cabeza. Entonces la madre pidió a la servidumbre “…uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino.”[1]  Sin mayor consciencia del momento, al fin probó una “cucharada de té donde había echado un trozo de magdalena”[2]. Y entonces sucedió el milagro.

Los turistas aún pueden acceder a la antigua casa de campo donde Marcel Proust pasaba los veranos de su infancia, ahora convertida en museo, en Illers-Combray. Los más fanáticos emprenden también una excursión por el camino de Swann, aquel sendero que recorriera el niño saliendo por la puerta principal, donde bordeaba los extensos jardines del Señor Swann, y topara con el primer amor de su vida, la pequeña Gilberta. Los fans también compran magdalenas en la panadería cercana para detener al tiempo en un instante de contemplación, de éxtasis, como sucede solamente a los místicos, a los amantes, a los poetas, y como aconteció a ese joven, que escribiría después de su experiencia con la magdalena remojada en té de tilo: “Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo en que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa, pero mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal.” Poco más de un siglo después de publicada la primera parte de su extensísima obra, un filósofo coreano, educado en Alemania y crítico de los tiempos posmodernos dirá: “La estrategia de la duración de Proust permite sentir el aroma del tiempo”.[3]

Era el mismo aroma del té que antes de misa, el niño llevaba a la tía Leoncia —más enferma por vocación que por deterioros de salud—, y a quien daba el beso dominguero sobre los efluvios de una infusión de tilo; y ella, remojando una magdalena, ofrecía un bocado al niño quien, ya un hombre, se estremecería al revivir el olor y el sabor de la infancia perdida en un sorpresivo asalto, donde los recuerdos contenidos en algún equipaje olvidado rompieron los diques internos y saltaron inundándolo todo. Porque se desdoblaron paisajes enteros, caminos, noches de zozobra, conversaciones, colores, lejanías, rostros… De esta manera, “cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse —en una impalpable gotita de té—, el edificio enorme del recuerdo” [4]

Se había abierto un portal, un golpe de tiempo puro le cayó encima, se extendió un túnel que une dos puntos en el lapso de una vida, que los funde y confunde hasta no saber en qué lugar del tiempo está plantado aquel que de pronto es forzado a esta experiencia límite. [5] Y aunque cualquier curioso lector de Proust podría quedar satisfecho con esta translocación violenta de los tiempos a través de una taza de té, que provocara en el autor la compulsión de escribir infinitas descripciones de la infancia en Combray, las peripecias en el camino de Swann, los primeros juegos de amor en los Campos Elíseos, la visión maravillosa de las muchachas en flor y tantos pasajes más, resulta que el problema de encontrar el tiempo perdido no es tan sencillo. Porque en esta obra no estrictamente autobiográfica, después de casi tres mil páginas abigarradamente escritas, el personaje ha experimentado los avatares cotidianos que suelen devastar a las almas a través de los años. Entonces, buscando el tiempo perdido, regresa a los horizontes de su infancia para comprobar que, inesperadamente, la realidad del presente ha despojado los luminosos rincones del pasado de toda belleza. Los caminos, los ríos, las gentes y hasta el campanario de la amada iglesia de Saint-Hilaire carecen ahora de la antigua magia, el aroma y el color.

El tiempo recobrado, el último volumen de la obra, no revive aquella infancia radiante que inyectara una renovada luz en el presente, como pudiera pensarse de manera ingenua. Es un hundimiento aún más profundo en un tiempo sin tiempo, sin presente ni pasado. Es una caída en medio de los frascos aromáticos, saturados de esencias, que la tía Leoncia atesoraba en su cuarto: cada uno guarda  instantes perdidos, trozos de vida cuyos perfumes saturan los sentidos hasta la inconsciencia. El tiempo se concentra “en mil vasos cerrados cada uno lleno de un calor, un olor y una temperatura diferentes”. Estos frascos, que guardan en la memoria atmósferas perfumadas, son lugares extratemporales que se abren sin aviso, arrastrando al olvidadizo hasta la raíz misma de la experiencia sensible, y lo enfrenta al fundamento mismo de todos los placeres y los dolores, de los amores y los abandonos, de la ilusión juvenil  y la certeza de la mortalidad. Porque el hombre buscaba al niño en los caminos del recuerdo, pero el río de la infancia, por el camino de Guermantes, antaño bordeado de flores, se ha convertido apenas en un canal mediocre que arrastra aguas turbias, y el rostro de la niña amada, ahora pertenece a una mujer corriente y anodina. Entonces el personaje sabe que el paisaje no ha cambiado, sino los ojos que lo miran. ¿Cómo entonces recobrar el tiempo perdido? ¿Cómo termina la aventura iniciada para encontrarlo? Una hora no es sólo una hora, es un vaso lleno de perfumes, de sonidos, de proyectos y de climas.[6] Habrá que dejarse asaltar por los aromas del tiempo, salir del pasado y el presente, hasta percibir las experiencias primordiales, en el cimiento mismo de toda humanidad, pero sin prisas, en una actitud contemplativa. Como en el amor verdadero, como en el éxtasis religioso, como en el arte y, para Marcel Proust, en la literatura. “La verdadera vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la única vida, por lo tanto, realmente vivida es la literatura; esa vida que, en cierto sentido, habita a cada instante en todos los hombres tanto como en el artista. Pero no la ven, porque no intentan esclarecerla”. [7]

Siempre dudoso de su talento, Marcel Proust publicó algunas obras y artículos, mientras la salud se quebrantaba y en su espíritu iba madurando una obra monumental, En busca del tiempo perdido. Sin embargo, el primer manuscrito, Por el camino de Swann, fue rechazado por los editores y se imprimió con fondos propios en 1913. Pero el segundo, A la sombra de las muchachas en flor, le consiguió el Premio Goncourt en 1919. Publicó El mundo de Guermantes y Sodoma y Gomorra en 1922, y ese mismo año murió, después de más de quince años de ocuparse exclusivamente en redactar su enorme obra, de la cual serían publicados póstumamente los últimos cuatro libros, así como su extensa correspondencia.

“… el arte es lo más real que existe, la escuela más austera de la vida y el verdadero Juicio Final.”[8]

 

[1] PROUST, Marcel. (2015) En busca del tiempo perdido 1.Por el camino de Swann, Madrid, Alianza Editorial.

[2] Ibidem.

[3] HAN, Byung-Chul, (2018) El aroma del tiempo, Barcelona, Herder.

[4] En busca del tiempo perdido. 1. Por el camino de Swann

[5] PROUST, Marcel. El tiempo recobrado, citado por el filósofo Han, en El aroma del tiempo.

[6] El tiempo recobrado

[7] Ibidem

[8] Ibidem

 

REFERENCIAS

http://www.medicinayarte.com/img/biblioteca_virtual_publica_deleuze_proust_tiempo_vii.pdf

https://www.tripadvisor.com.mx/Attraction_Review-g1968295-d3627971-Reviews-Musee_Marcel_Proust-Illiers_Combray_Eure_et_Loir_Centre_Val_de_Loire.html

 

Marién Espinosa Garay (Monterrey, NL, 1953). Maestra en estudios humanísticos y Licenciada en Ciencias Humanas. Primer Lugar Premio FIMPES 2012 a la Innovación Educativa y Segundo Lugar Premio FIMPES 1996. 1er. Lugar concurso de cuento “Como el mar que Regresa”, 2000, Casa de la Cultura, Cancún. Premio Sor Juana Inés de la Cruz 1990. Docente universitaria. Artista plástica, pintora y escultora. Correo: marien46@hotmail.com

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Ensayo publicado en Tropo 20, Nueva Época, 2019.

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