Tolerancia, educación y paz

 

Héctor Hernández

 

“De los fumadores podemos aprender

la tolerancia. Todavía no conozco uno solo

que se haya quejado de los no fumadores.”

 

Sandro Pertini.

 

—¿Sabes cuál es la diferencia entre la ignorancia y la indiferencia?

—No sé ni me interesa.

 

Está claro, a partir de este diálogo anónimo, que alguien puede ser ignorante sin saber que lo es y alguien puede ser indiferente sin saber qué es la indiferencia. Pero es muy difícil que alguien sea un padre responsable sin saber que lo es, o que alguien sea culpable de delitos premeditados sin saber que lo es. En estos casos aunque es difícil encontrar ejemplos excepcionales de lo contrario, no es imposible. Por ejemplo, alguien puede planear muy cuidadosamente ciertas actividades sin saber que son delitos porque no conoce una nueva ley o porque está recientemente en un país donde se considera delito alguna actividad común en su lugar de origen, etc. “La ignorancia de ley no exime de su cumplimiento”, dice un principio jurídico. Sin embargo, hay características que es imposible tener sin saberlo. Por ejemplo, por definición, es imposible ser omnisapiente (alguien que lo sabe todo) sin saberlo.

¿A qué categoría pertenece el ser tolerante? ¿Es posible serlo sin saberlo? ¿Qué cosas no se deberían tolerar? ¿Cómo se justifica y se desarrolla la tolerancia? Un acercamiento a los diferentes rasgos de la tolerancia nos permitirá responder estas preguntas y otras relacionadas.

Dado que lo que debe alguien tolerar de otro es de muy diversos tipos (creencias, convicciones, gustos, preferencias, actos o formas de vida), es natural que existan diversas formas de tolerancia: religiosa, política, racial, sexual, étnica, cultural, etc.

La tolerancia requiere que estemos conscientes de que existe una diferencia de opinión que nos afecta negativamente. Si concordáramos en todo con los demás o no nos diéramos cuenta de alguna diferencia con otro, no habría nada que tolerar. Se dice que Plutarco dijo: “No necesito amigos que cambien cuando yo cambio y asientan cuando yo asiento. Mi sombra lo hace mucho mejor”. Por otra parte, si la diferencia nos afecta positivamente, no la toleramos, la disfrutamos. Obviamente cuando la opinión del otro no nos parece correcta, no concordamos con ella, pero aquí entra un punto importante: admitimos que el otro tiene derecho a tenerla. “Admitir ese derecho no significa para el sujeto tolerante renunciar a lo propio, ni siquiera renunciar a tratar de que el otro cambie sus opciones y asuma otras que, hasta cierto momento, no comparte; pero semejante cambio sólo debe buscarse por la vía del diálogo, la argumentación racional o la persuasión, y no por la de la imposición, la coerción o la fuerza, propias de la intolerancia”, dice el filósofo Adolfo Sánchez Vázquez en su texto Anverso y reverso de la tolerancia. De este último texto tomo los rasgos de la tolerancia presentados aquí.  Con este pequeño avance ya queda claro que los delitos, crímenes o acciones injustas no son objeto de la tolerancia, pues si no es algo a lo que tenga derecho la otra persona no hay obligación de tolerarlo. Así que es simplemente falso que hay que tolerarlo todo, incluyendo la intolerancia. No, porque la intolerancia no es algo a lo que se tenga derecho.

Tanto la tolerancia como la intolerancia brotan del disenso y de no ser indiferentes ante la diferencia, solo que en la intolerancia se busca eliminar o disolver la diferencia en la identidad propia, rechazando al que es distinto, sometiéndolo y reduciéndolo a lo propio; mientras que en la tolerancia se busca respetar la diferencia, y si no se consigue disolverla por la vía racional, se prefiere preservarla antes que caer en el abuso del poder o de la superioridad en posición o fuerza para extinguirla. La tolerancia presupone un panorama de libertad: la libertad del otro para expresar sus preferencias, valores o convicciones. La intolerancia indica que el otro en realidad no es libre y debe ser sometido y dominado para ajustarse al criterio personal.

La tolerancia pone a los sujetos distintos en un mismo plano, en una relación de respeto recíproco del mismo nivel, en donde existe un enlace de dos seres libres y autónomos que están separados por cierta opinión, la cual puede ser o no superada, pero es más valioso conservar la diferencia que lograr el consenso de forma ilegítima. Es como si tuviéramos uno de esos rompecabezas de alambre, en el que una pieza está separada del resto y se debe meter (y sacar) del resto. Es preferible no resolver el rompecabezas, pero conservar el alambre intacto, que resolverlo cortándolo con unas pinzas y volviéndolo a cerrar. En el último caso, no diríamos que realmente se resolvió el problema, más bien se forzó el resultado sin respetar las reglas del juego. Esto nos ayuda a responder la pregunta “¿por qué deberíamos tolerar algo que no aceptamos y que nos parece erróneo?”, la cual se relaciona con otra pregunta que hizo Ian, un niño de 6 años, que se disgustó cuando vio que tres niños, hijos de los amigos de sus padres, monopolizaban la televisión y no le permitían ver su programa favorito. Preguntó: “Madre, ¿por qué es mejor el egoísmo de tres personas que el de una?”.

La respuesta resumida a la primera pregunta y que en parte responde a la segunda, es: porque de esa forma se preservan cosas muy valiosas que se perderían de no hacerlo. Por ejemplo, el respeto a la libertad y libre personalidad del otro, la convivencia pacífica y solidaria con los demás (sin mencionar otras relaciones valiosas como la amistad y el matrimonio exitoso), y la democracia como construcción de un consenso por la mayoría, pero con un respeto al disenso de individuos y minorías.

El saber que la otra persona adjudica mucho valor a algo, me permite refrenarme de minimizarlo o decir algo que pueda resultar ofensivo para esa persona. En ese sentido, la religión, el equipo favorito o artista de alguien puede ser muy valioso para esa persona aunque yo no comparta su opinión. El problema surge cuando hay algo que no toleramos pero deberíamos hacerlo, porque nosotros también requerimos ser tolerados en el mismo aspecto. El filósofo inglés Locke toleraba cualquier creencia religiosa, sin importar lo extraña que pareciera, pero no toleraba el ateísmo, ¿se puede decir que realmente era tolerante con las creencias? Esto me recuerda el cuento en el que un hombre está a punto de saltar de un edificio para suicidarse y llaman a un sacerdote para convencerlo de que no lo haga. Después de intentar convencerlo durante más de una hora, el sacerdote le sugiere que le ore  al dios en el que más confíe para que le ayude a tomar una decisión sabia. Y el hombre responde: “No creo en ningún dios, soy ateo”. El sacerdote, muy molesto, dice: “Ah… por ahí hubieras empezado… (y ¡zas!, lo empuja)”.

Bueno, resulta que no es fácil ser tolerante con todos a quienes deberíamos, normalmente toleramos a los menos molestos, pero llega un momento que la gente pierde el control y usa la violencia, la fuerza o su autoridad para hacer prevalecer su criterio, al hacerlo rompe las reglas de la convivencia sana y civilizada, renuncia a la tolerancia para imponer su voluntad. Para auto controlarse y detenerse se requiere reflexionar que el otro tiene derecho a ser así o pensar así. Esta reflexión que exige la tolerancia no es fácil de fomentar y no surge automáticamente, por lo que no creo que alguien pueda ser tolerante sin saberlo.  Sólo un ser consciente de su tolerancia puede ser tolerante, pues su tolerancia es una reacción que emerge de su decisión razonada y consciente sobre el valor del otro y el valor de la convivencia pacífica con el otro.

Hellen Keller dijo: “El resultado más alto de la educación es la tolerancia”. Pero desafortunadamente no basta con la educación para cultivar la tolerancia. La mayoría de las personas con educación universitaria toleran algunas cosas, pero son intolerantes con otras. ¿Será que el desarrollo continuo de nuestras capacidades y conocimientos nos lleve ulteriormente al cultivo de la tolerancia? Las películas de las guerras de las galaxias nos muestran un panorama pesimista al respecto. En ellas se muestran civilizaciones muy avanzadas, con un elevado conocimiento tecnológico y con una capacidad intelectual muy alta, que, sin embargo, no logran ponerse de acuerdo por la vía del diálogo y argumentación racional y tienen que recurrir a la guerra y destrucción masiva. Algo similar sucede con el final de los problemas de la humanidad que presentan la mayoría de las religiones: solo usando el poder destructivo con los maleantes o manteniéndolos separados permanentemente de los buenos se puede conseguir la paz.

En otras palabras, se presupone que por más avance científico, tecnológico y cultural que exista, siempre habrá en el universo algunos intolerantes que estén en puestos clave para la toma de decisiones que van a dirigir la situación hacia la guerra. Curiosamente, muchos piensan que la mejor forma de resolver esos conflictos es la guerra, precisamente. De hecho, sabemos que la computadora, el internet y buena parte de los avances tecnológicos modernos surgieron por la guerra, las estrategias militares o alguna situación de conflicto. Como dijo Oscar Wilde: “En Italia bajo los Borgia y durante treinta años, tuvieron guerra, terror, asesinatos y derramamiento de sangre, pero produjeron a Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza tuvieron amor fraternal y quinientos años de democracia y paz, y ¿qué es lo que produjeron? El reloj de cuco”.

Sin embargo, la paz de esos quinientos años en Suiza pudo valer más en términos de bienestar general que la cultura italiana, al menos en la época de la Inquisición. ¿De qué sirve que tengamos acceso a muchos avances tecnológicos y comodidades modernas si no conseguimos convivir en paz y armonía en la propia familia? ¿Puede alguien disfrutar de la cultura a su alrededor si sabe que peligra su bienestar físico, sus propiedades o su vida misma? Probablemente, nuestros más grandes momentos de tranquilidad y felicidad se han debido, en parte, a que alguien fue tolerante con nosotros. Que el espíritu de reciprocidad nos lleve a ser tolerantes con otros, valorando la pluralidad de concepciones del bien que existen y que tienen derecho a existir.

 

Héctor Hernández (México, D. F.). Licenciado en Actuaría y Matemáticas, doctor en Filosofía de la Ciencia y doctor en Educación. Actualmente es profesor del departamento de Desarrollo Humano en la Universidad del Caribe.

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Ensayo publicado en Tropo 18, Nueva Época, 2018.

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