Escribir: el descenso a las minas de Falun

 

José Castillo Baeza

 

Pocas frases han encontrado un eco permanente en las paredes agrietadas de mi memoria. Una de ellas la dijo José Ramón Enríquez no sé cuándo ni en qué contexto, pero recuerdo bien que se refería a la creación literaria. Decía más o menos así: “La técnica sirve para ser completamente fieles al sueño que tenemos en la cabeza”. Se refería, desde luego, a la necesidad ineludible de que los escritores conozcan las maneras y las formas del oficio con el fin de dar cauce de palabra a la materia luminosa y abismal que asoma por la garganta de quien pretende hacer literatura.

No deja de ser curioso que la frase haya salido de las barbas de alguien que no cree en los talleres literarios o que, al menos, no cree en las dinámicas que se llevan a cabo en ellos. Al menos así me lo contó Cristina, que lo constató una tarde de octubre, cuando esperaba la llegada del viejo maestro en un café a espaldas de la estatua de los Montejo. La joven, ávida de tachaduras, esperaba, pluma en mano, la cantaleta propia del tallerista, y lo que José Ramón le dijo fue otra cosa: “si esperas que te diga cómo puedes mejorar la novela debes buscar a otra persona. Vamos a platicar de tus obsesiones, de tu voz, yo no voy a corregir. Hablemos”.

Podría pensarse, con razón, que la anécdota que me contaron y la frase que cité al principio no solo son antinómicas, sino que resulta difícil pensar que refieren a la misma persona. ¿Por qué alguien que cree que la técnica es fundamental en el quehacer literario decide no corregir ni señalar ni sugerir modificaciones en la novela de una muchacha que acude en su ayuda?

T. A. Hoffmann cuenta en un relato que tituló “Las minas de Falun” la historia de Elis Fröbom, un marinero melancólico que ha soportado, una a una, la muerte de todos sus seres queridos. Tras la misteriosa aparición de un anciano con el que platica, decide abandonar el mar para hacerse minero. Pronto, el encanto por el mundo de las profundidades y los cristales sin vida que ahí encuentra se convierten en una contraparte de su corazón mineralizado en la tristeza; las paredes cavernosas en las que se sumerge son las de su interioridad. Elis Fröbom siente una fascinación terrorífica ante el brillo muerto de las piedras acaso porque está mirando las tinieblas con las que vive. La atracción de los abismos le llevará, al final del relato, a boicotear su propia felicidad a la manera de un Narciso enamorado de su propia desolación.

Lo que encuentra Elis Fröbom en las minas de Falun es, quizá, la materia originaria con la que se construye el sueño del que habla José Ramón Enríquez. Aprender a escribir es recorrer un camino —o un descenso— intransitable para cualquier otra persona que no sea el aprendiz. Pero en muchos talleres literarios se pretende ayudar a pulir la gema sin haber descendido a buscarla. El resultado es una joyería de fantasía, un abanico de efectos de manual: “Esto funciona en el texto”, “hay que seguir estos pasos”, “debemos tener una gran frase para enganchar al lector”, “el final debe ser un nocaut”, “la historia debe ser verosímil”, “bla, bla, bla”.

Pareciera que muchos formadores poseen un manual invisible y universal de lo que debe ser la buena literatura. En consecuencia, lo que se trabaja en los talleres muchas veces responde a modelos prediseñados a los cuales el aprendiz debe adaptarse. Desde luego que existe una tradición y también es cierto que la literatura es artificio, pero ni la tradición es una ni el artificio puede formarse sin la sustancia que enciende la chispa: ningún alquimista es capaz de convertir la nada en algo.

Ayudar a un escritor a formarse debería parecerse más a fomentar en él una didáctica de la mirada, a descubrir las voces que le recorren la sangre, a mineralizar los vapores que lo asedian. Cualquier técnica o efecto debería ser resultado de un trabajo previo con la intuición artística. Confundir causa y efecto equivale a confundir al mago con el ilusionista u olvidar que, como decía el aforismo de Paul Valéry, “la sintaxis es una facultad del alma”, o que la técnica también es orgánica y también crece como una flor de las entrañas.

Lo que originariamente eran consejos se han convertido en dogmas inflexibles de la creación literaria, como aquel que dice que se debe de escribir a diario. La imposición de una rutina o la llamada profesionalización del oficio de escritor juegan, en ocasiones, en contra de la paciencia, por otra parte, siempre recompensada, de quien es capaz esperar meses abonando la tierra hasta ver brotar, desde las minas de Falun, los primeros tonos verdes del sueño que, por otro lado, había estado ahí desde siempre.

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José Castillo Baeza (Chetumal, 1987). Es licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad Modelo, y cuenta con una especialización en Docencia en la Universidad Autónoma de Yucatán. Ha publicado dos novelas: Hojas recicladas (IQC y Escuela Modelo, 2005) y Garabato (Secretaría de la Cultura y las Artes de Yucatán, 2014), y el libro de cuentos A la espera (2008). Actualmente, se desempeña como profesor de Literatura e Historia en la Escuela de Creación Literaria del Centro Estatal de Bellas Artes. Parte de su trabajo literario y periodístico puede leerse en el sitio: www.hojasrecicladas.blogspot.com

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Ensayo publicado en Tropo 15, Nueva Época, 2018.

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