Marién Espinosa Garay
En congruencia con un afán intelectual por enlazar el pasado con el presente y hallar la línea del tiempo que nos une con orígenes culturales y valores de formación, Marién Espinosa —ella misma también una exégeta generosa de visos humanistas—, explora en el siguiente ensayo las posibilidades de una nueva hermenéutica, aquella “que combine lo profano y lo sagrado, la biología con la historia, la razón y la locura.” Desde Hermes hasta Borges, pasando por el medioevo, Heidegger, Gadamer y Ricoeur, Espinosa sugiere llevar al límite las epifanías del mensaje y seguir la inquietante frase de Nietzsche: “No hay hechos, sólo interpretaciones.”.
______________________
Oh ponientes, oh tigres,
oh fulgores del mito y de la épica…
J. L. Borges
A pesar de ser el mensajero favorito de los dioses griegos quienes, apoltronados en el Olimpo querían comunicar venturas o desventuras a los mortales, Hermes no brillaba por su buena reputación. Aún usaba pañales cuando ya era ladrón oportunista, comerciante astuto y merolico interminable, pero al crecer supo convertirse en heraldo elocuente, orador apasionado, así como servicial mensajero para hacer llegar los decretos divinos a sus destinatarios. Ayudó al rey troyano Príamo a encontrar al terrible Aquiles en el campamento enemigo, y así el anciano monarca pudo solicitar al semidiós el cuerpo de su hijo, el príncipe Héctor. Tiempo después, Hermes advirtió a Odiseo que debía alejarse de dos hermosas hechiceras, Circe y Calipso y, en otras mitologías, auxilió a Perseo en la tarea de matar a la Gorgona Medusa, para contar sólo algunas anécdotas. Como puede verse, su presencia como mediador de los recursos celestiales en las vicisitudes humanas aparece desde las más tempranas literaturas.
Sin duda era hermoso, como hermano menor que fue de otro guapo, el dios Apolo. Pero Hermes resulta inconfundible con sus talarias aladas, su pétaso —sombrero alado también—, y su caduceo, ese bordón inconfundible, símbolo de comerciantes y viajeros, con el cual golpeó a dos serpientes que peleaban, demostrando así su ecuanimidad ante los conflictos ajenos.
Cuando los romanos conquistaron Grecia —pero fueron a su vez conquistados por la filosofía, el arte, el teatro y muchas otras gracias de los antiguos habitantes de la Hélade—, la divinidad mensajera fue adoptada con el nombre de Mercurio, y así hasta nuestros días lo recordamos el día miércoles. Sin embargo, es notable que al paso del tiempo la reputación de Hermes fue mejorando, pues se codeó con intelectuales y escribas. En Egipto se le equiparó con el dios Thot, ejemplo de sabiduría, inventor de la escritura, promotor de la música, maestro en hechizos y examinador de almas. Además, en sus respectivas culturas, ambos inventaron la lira, instrumento que en manos de los rapsodas, llevó a los límites del mundo conocido las heroicas hazañas de las epopeyas. Cabe destacar aquí que los mensajes divinos en estas épocas habían evolucionado desde aquellos primeros recados que Zeus confiaba a Hermes al oído, porque las palabras de las divinidades estaban ahora registradas en textos que, por cierto, se mostraban en un lenguaje bastante hermético.
Sobra decir que en aquellos tiempos no solamente las culturas griega, egipcia y romana se preocupaban por comprender las palabras sagradas, frecuentemente resguardadas en escrituras crípticas. Por supuesto, toda civilización alrededor del planeta hizo lo mismo para preservar su legado cultural, moral y religioso. De esta manera, los antiguos israelitas atesoraban sus libros sagrados y llevaron registro cuidadoso de la historia, las leyes y las profecías. Más tarde los cristianos también escribieron, organizaron, tradujeron y compilaron textos de inspiración divina, que abundan en símbolos, arquetipos, alegorías y parábolas. Entonces, ¿cómo interpretar acertadamente tan primordiales documentos? Estos eruditos sabían que sobre sus capacidades de intuición y reflexión pesaba una tarea fundamental: tender un puente interpretativo entre lo sacro y lo profano, pues la exégesis de los inestimables manuscritos era al mismo tiempo una función social y trascendente. Por estas y otras razones, tropezaban frecuentemente con dificultades cuando buscaban extraer el sentido —o la posible multitud de sentidos—, que se esconden a varios niveles de profundidad en las revelaciones celestes. Y de alguna manera la palabra hermenéutica fue colándose en medio de las elucubraciones de los esforzados exégetas, quienes así llevaron al antiguo Hermes hasta los confines del Medievo y los inicios del Renacimiento. El dios de la talarias aladas volvía a aparecer en su función de mensajero, pero ahora, asimilándose lentamente a la interpretación, metódica y exigente, de los signos de la Trascendencia y, de esta manera, asegurándose un lugar en medio de los vaivenes de la Edad Moderna.
Queda anotado que la hermenéutica se afanó, en un primer momento, en la interpretación de textos religiosos. Más tarde se extendió a todos aquellos escritos que poseían diversos niveles de significado, literaturas, historiografías o poemas. Pero su área de influencia fue creciendo. Desde el siglo XIX el trabajo interpretativo fue abarcando campos y disciplinas cada vez más amplias, como si Hermes revoloteara sobre las sesudas cabezas de los filósofos cuando descubrieron que, al final de cuentas, toda la realidad es interpretable. Entonces se buscaba que los textos del pasado arrastraran al hermeneuta hasta la inmersión heroica en aquellos mundos perdidos, y que el aprendiz de heraldo tuviera un método seguro para volver al presente con un mensaje auténtico, puente entre dos espacios y dos cronologías. Sin embargo, ya en el siglo XX, Heidegger y Gadamer amplían aún más este horizonte, afirmando que nuestra existencia entera es un ejercicio hermenéutico, pues queramos o no, interpretamos cada acontecimiento —no solamente los libros antiguos— y además, esas interpretaciones no son asépticas, ni el hermeneuta ha de resultar impune de su aventura, porque al dilucidar estos misterios, el aventurero ha descifrado el mensaje desde su propia singularidad: una cultura, un tiempo histórico, una óptica, un lenguaje. Entonces lo interpretado se ha revertido como una ola, arrastrándolo hasta los confines de sí mismo. Así al interpretar, este ejercicio incluye al intérprete, y al final, la revelación lo revela también. Otros eruditos abundaron en estas ideas, recordando la famosa frase de Nietzsche que dispara estas elucubraciones hasta el infinito: “No hay hechos, sólo interpretaciones”.
De esta manera, Heidegger, Gadamer y Ricoeur tomaron de la mano a Hermes para llevarlo hasta los límites de lo posible. Porque la comprensión de los textos, contextos y pretextos de los acontecimientos cotidianos implica una fusión de horizontes: una inmersión desde mi tiempo y mis espacios hasta las profundidades de los fenómenos sociales, políticos, culturales y de todo tipo, que me increpan con sus signos de polisemias infinitas. Entonces dentro del círculo hermenéutico los acercamientos serán más y más próximos —porque cada vez que interpreto al otro me interpreto yo también—, y así jamás agotaremos las sorpresas y los extrañamientos. Estos filósofos le cortaron las alas a Hermes, y ahora el heraldo divino cae desde su pedestal en un vaivén interminable, enlazado en la suerte de los mortales, porque al final de cuentas el intérprete y lo interpretado se reconocen en las semejanzas y en las diferencias, sin fusionarse jamás.
Ante estas perspectivas, me pregunto si en lejanos tiempos pero más cercanas geografías existieron otros iluminados que ya sabían estos secretos. Porque en este lado del mundo hubo también estudiosos que guardaron la tinta negra y roja de la sabiduría para comprender los mensajes de otros dioses, más próximos pero igualmente inescrutables. Sin embargo, antes de pretender siquiera desentrañar los oráculos, y como requisito necesario, había que dejar el corazón propio en las manos divinas, y así, el mensaje no podía resultar ajeno. Mayas, toltecas, mixtecos, mexicas —y muchos pueblos de las llamadas Américas—, eran heraldos de revelaciones cifradas en poemas, dibujadas con escrituras ideográficas, silábicas o fonéticas que se iban desgranando en murales, en tiras de amate, en pieles dobladas una y otra vez sobre sí mismas. Fueron mensajeros de horizontes más cercanos, pero al fin intérpretes de la sabiduría ancestral, los sabios tlamatinime, así como todos los artistas y poetas que transmitían en sus obras los mensajes sagrados porque sus corazones estaban inflamados de lo divino: yoltéotl. [1]
¿Y más allá de muros, códices o pergaminos, hubo alguna vez un dios que encriptara sus mensajes en escrituras de sangre, en células de animales vivos, en alfabetos que se decantaran a través de los tiempos en los secretos de los amores de las bestias, quienes sin saberlo van convirtiéndose en pizarra de lo inefable? Borges sabía algo de esto. Porque refiere la historia de aquel Tzinacán, sacerdote indio torturado por Pedro de Alvarado, que ha permanecido prisionero en una jaula contigua a un jaguar, también cautivo. Tzinacán recuerda que los dioses prometieron un mensaje para el fin de los tiempos, un prodigio rotundo, que terminaría con las calamidades, con los hombres barbados, con Pedro de Alvarado. Pero en medio del infinito dolor es sacudido por una hierofanía: viéndolas solamente cuando la luz toca la piel felina, ha descubierto que las manchas del jaguar contienen aquella escritura prometida. Los dioses habían cifrado en las generaciones de tigres la fórmula de la restauración del mundo, para que algún día un prisionero pudiese interpretarla, y así volviera a las manos de los sabios la tinta negra y roja: hermenéutica que arrastra a la biología. Pero esta revelación tiene como consecuencia un atisbo fugaz de lo Absoluto, y entonces el visionario deja a un lado su venganza y el dolor para fundirse en el éxtasis. Porque ya nada es más grande que la contemplación de Aquel “…dios sin cara que hay detrás de todos los dioses…”[2], que lo ha llevado a comprender la futilidad de los actos humanos, inclusive los propios.
Pero… ¿tienen algo que decir en medio de las elucubraciones filosóficas las extravagancias de los cuentistas y los poetas? ¿Será mejor renunciar a las intuiciones para abrazar a la razón desnuda? No. Inventemos una hermenéutica, que combine lo profano y los sagrado, la biología con la historia, la razón y la locura. Porque entonces el mensaje se habrá apropiado de tu carne, te atrapará en las hebras del sueño y te darás cuenta que eres uno con él. No más Hermes, ni jaguares, ni Pedro de Alvarado, ni exégetas, ni poetas, sólo el Mensaje, Logos otra vez. Rompimiento y dislocación de horizontes en una epifanía sin límites.
Criptografía de signos vivos, hermenéutica inefable: quizá exista en cada cosa un lenguaje por descifrar, mensajes en cada ola, en cada palabra, en toda escritura, en cada flor. En las revueltas de la sangre de cada corazón.
BORGES, Jorge Luis (2012) El Aleph, La escritura del dios, Barcelona, DeBolsillo.
Gadamer, H.G. (1994) Hermenéutica como tarea teórica y práctica. En Verdad y Método II (pp. 293–309). Salamanca, Sígueme.
FERRARIS, Maurizio (2000) La Hermenéutica, México, Taurus.
LEON PORTILLA, MIGUEL (1993) Los antiguos mexicanos, México
[1] León Portilla, en Los antiguos mexicanos.
[2] Borges, La escritura del Dios, en El Aleph.
Marién Espinosa Garay (Monterrey, NL, 1953). Maestra en estudios humanísticos y Licenciada en Ciencias Humanas. Primer Lugar Premio FIMPES 2012 a la Innovación Educativa y Segundo Lugar Premio FIMPES 1996. 1er. Lugar concurso de cuento “Como el mar que Regresa”, 2000, Casa de la Cultura, Cancún. Premio Sor Juana Inés de la Cruz 1990. Docente universitaria. Artista plástica, pintora y escultora. Correo: marien46@hotmail.com
Ensayo publicado en Tropo 14, Nueva Época, 2017.