Svetlana Larrocha
Para Virginia,
para quien lo único que Alicia tiene en común
con Lolita y Caperucita es la infancia.
Los pedófilos que se las arreglan para vivir
con la vergüenza de su deseo, y nunca realizarlo,
merecen una maldita medalla.
Nymph()maniac
En Territorio Lolita (Alfaguara, 2017, 256 pp.), el libro más reciente de ensayos de Ana V. Clavel (Ana Clavel), se explora una vez más un área que tiene génesis en sus libros anteriores —Las ninfas a veces sonríen (Alfaguara, 2013) y El amor es hambre (Alfaguara, 2015)–, donde las ninfas son las protagonistas entre el amor, el deseo y la perversión.
Territorio Lolita se divide en cuatro secciones: “Lolita: fundación de un mito”, donde se aborda el tema del personaje creado en 1955 por Vladimir Nabokov. El término “Lolita” describe a aquellas preadolescentes y adolescentes que —bellas e “ingenuas” — indujeron deseos prohibidos en hombres maduros y “pervertidos”. Un recuento interesante del ruso que, en 1922, tradujo a su idioma Alice in wonderland (1865), lo que seguramente fue el inicio de su obsesión por las ninfas perversas.
En el segundo segmento, “Algunos antecedentes del deseo edénico”, se habla de Alice Liddell, la niña a quien el autor de Alicia en el País de las Maravillas fotografió con embeleso. “Mucho se ha hablado de Carroll como pederasta pero, hasta donde sabemos, él sólo contempló, se fascinó y fotografió a muchas niñas, incluida la protagonista de su libro”, sentencia Ana; sin embargo, este personaje “sí contribuyó a forjar el mito (…) su imagen aparece y desaparece en los entretelones de un diario censurado (…) pero sobre todo resplandece en las imágenes que le tomó Carroll con la seducción y belleza del misterio fotográfico”.
Posteriormente, menciona que Meritxell Torrent Lozano, en su ensayo “De Lolita y otros males”, ve en el personaje Salomé un antecedente bíblico de Lolita, porque en realidad la hija de Herodes Filipo I y Herodías era una niña, el arquetipo de niña-hembra que seducía para conseguir sus propósitos, por muy distorsionados que fueran.
Personajes míticos como Helena de Esparta (también conocida como Helena de Troya, raptada por Teseo siendo una niña), o reales como Virginia Clemm, de trece años (prima-esposa de Edgar Allan Poe), y Murasaki, de nueve años, amor idealizado del príncipe Genji (en Novela de Genji, Romance de Genji o Historia de Genji, de la japonesa Murasaki Shikibu), son presentados para mostrarnos ejemplos de estas niñas terribles.
Otro antecedente indiscutible de las Lolitas son las Josefinas, término que surge de Josephine Mutzenbacher, la historia de la vida de una prostituta vienesa (Josefine Mutzenbacher oder Die Geschichte einer Wienerischen Dirne von ihr selbst erzählt, en alemán), novela erótica publicada por primera vez de forma anónima en Viena, Austria, en 1906, y cuya autoría posterior se atribuye a Felix Salten, también autor de Bambi, una vida en el bosque, novela en que se basó la famosa película de animación del cervatillo Bambi (1942).
Clavel afirma que Josephine “era una tierna Lolita a sus escasos cinco años… su primera relación consumada la tiene a los nueve años de edad, con un hombre de 50”. Varios hombres después, entre ellos un vicario y su propio padre, esta nínfula obtiene a los 12 años su licencia como prostituta.
Asimismo, la autora de Las violetas son flores del deseo (Alfaguara, 2007) nos recuerda las versiones masculinas de las Lolitas, los fáunulos (faunúnculo para otros autores), niños maliciosos y aviesos. “Si convenimos que Alicia es la hermana menor de Lolita, Peter Pan lo sería del fáunulo. Como si los hados literarios se confabularan para trazar las genealogías pertinentes, el apellido de Peter alude directamente a la mitología y al dios Pan, deidad de los pastores y rebaños, la fertilidad y la sexualidad masculina desenfrenada.”
“Caperucita roja fue mi primer amor. Tenía la sensación de que, si me hubiera casado con ella, habría conocido la felicidad completa”, dijo Charles Dickens. Le petit Chaperon Rouge, cuento popular que originalmente tomó Charles Perroult en 1697 —con el conocimiento de que se trataba de un schreckmärchen, tipo de relato que los alemanes usaban para prevenir a las niñas del trato con desconocidos—, y que luego los hermanos Grimm en 1812 recrearon con un final feliz. Clavel refiere “la escena de seducción por partida doble” entre el lobo y Caperucita: “primero por el lobo que la invita a la cama a ‘calentarse’; segundo, por las preguntas aparentemente ingenuas de la niña que, cual Alicia curiosa, interroga sobre el tamaño de los atributos corporales de su predador”. Curiosamente, en la versión de Perrault, el cánido no se disfraza de la abuela, sino que “simplemente se acuesta en la cama”.
“Cuando me metí al tema de El amor es hambre, en su versión de lo que será una Caperucita contemporánea —señala Clavel—, empecé a indagar un poco como una extensión de las ninfas. La versión original de Caperucita, en todo su simbolismo de cuento de hadas, lo que maneja es cómo una pequeña virgen incursiona en el bosque de la vida con los lobos que se tiene que topar, no para esconderse, sino aprender a lidiar con ellos”.
En la tercera parte, “Territorio virgen: la interioridad de la nínfula”, se aborda el meollo de las ninfetas, un tema no muy explorado. Es interesante que Clavel mencione la clasificación que hace R. H. Durán respecto a las Lolitas: la bobby-soxer (de bobby sox, media tobillera), de niña hasta los trece años, y la teen-ager, de los trece a los diecinueve, aunque en su opinión, Lolita no es solamente una niña, sino “es un ser que coletea entre dos aguas: la niñez y la adolescencia núbil. Un ente anfibio, ambiguo, que se resiste a las definiciones, escurridizo por naturaleza”.
En la literatura es necesario mencionar obras como El amante (1984), de Marguerite Duras, donde una chica de 15 años seduce a un rico comerciante chino que casi le dobla la edad, y con quien mantiene relaciones durante año y medio. Desigualdad social y racial se aúnan a esta relación prohibida, además de que en la novela la protagonista hace énfasis de que no lo hace por amor, sino por razones económicas, lo que no le impide disfrutar plenamente del sexo.
Entra en esta lista Claudia, de la novela Entrevista con el vampiro (1976), de Anne Rice, descrita por Louis —vampiro que es su padre y amante— como “niña pequeña, pero también una asesina feroz”. “… cuando la nínfula pasa de ser una Alicia fotografiada de pordiosera, a descubrir, manipular y confrontar la realidad del abuso en la Lolita errante con su padrastro y amante Humbert Humbert, el camino de la ritualización del deseo pareciera llegar a un callejón sin salida: fatal precisamente”, sentencia Clavel.
En América Latina, Juan García Ponce, en homenaje a Nabokov, nos presenta a Enedina —en el cuento “Ninfeta”, incluido en su libro Cinco mujeres (CONACULTA/Del Equilibrista, 1995)—, prepúber que desata poco a poco en Santiago, su padrastro, un deseo que lo conduce a un final trágico. Personaje apegado al fenotípico original de Dolores, Enedina presume ante su misma madre de captar la atención de Santiago. “Juego, inocencia o perversidad, comienzan a desplegarse los rasgos característicos del estereotipo de enfant fatale como en el momento en que Santiago, de ser un hombre que ‘siempre supuso tener una sexualidad normal’, empieza a desarrollar una inclinación por la pequeña ninfa ya de doce años.”
Julio Cortázar, por su parte, nos ofrece una visión menos tipificada de las ninfetas: la imagen de Silvia, del cuento del mismo nombre, incluido en el libro Último round (1969), es “la femme enfant surrealista, idealizada, inspiradora, redentora. Un hada-mujer de sensualidad y pureza, una suerte de Melusina…”. El cuento del argentino tiene como fin mantener el efecto de fascinación, un “espejismo” lejano del demonio fatal lolitesco.
La cuarta sección, “Nínfulas en otras artes”, aborda algunas de las más destacadas creaciones de estos personajes en la pintura, la fotografía, la literatura y el cine, entre otras artes. Ana Clavel hace un recuento de cómo en diversas artes, con la presencia de las Lolitas se captura “la inocencia y el estado edénico de la infancia y la preadolescencia”: pintores, grabadores e ilustradores como John William Waterhouse, Dante Gabriel Rossetti, Joanna Boyce, John Everett Millais, Arthur Hughes, James Sant, John Collier, John Roddam Spencer, Stanhope, William Blake Richmond, Gustave Doré, Adolphe-William Bouguereau, Carl Larson. William S. Coleman son “adoradores” de la ninfulidad.
No podía faltar, en la fotografía, el mismo Lewis Carroll o Julia Margaret Cameron, “cuyas niñas suelen estar dotadas de una impenetrabilidad desafiante, con una profundidad trágica que las acerca a las fotografías post mortem,” comunes en aquellos tiempos.
Sin embargo, es la propuesta estética renacentista de Balthus la que más llama la atención de Clavel, quien cita un fragmento de las Memorias del autor del célebre cuadro El sueño de Teresa (1938): “Me siento atraído por los textos cuyo mundo imaginario, insólito y extraño, te deja entrever el famoso ´país de las maravillas´ tan anhelado (…) Lewis Carroll, con su Alicia, fue el que me permitió plasmar el encanto de la infancia”.
En el séptimo arte, no podían faltar las Lolitas, y Clavel enumera famosas proyecciones donde la figura de la enfant fatale es inmortalizada: desde la Lolita “maléfica”, de Kubrick, y de Lyne (adaptación más fiel a la novela), pasando por Baby Doll, de Elia Kazan (1956), basada en la obra teatral de Tennessee Williams, hasta Pretty baby, filme que nos habla del tema de la prostitución infantil en Nueva Orleans a principios del siglo XX, donde vemos a una Brook Shields como Violet, quien incluso habiendo pasado toda su corta vida en un burdel, solamente aparenta ser una mujer fatal: en realidad no ha dejado sus juegos infantiles, y el espectador no puede sino conmoverse ante este ser violentado.
Clavel hace énfasis en lo que recalca María Silvestre Marco sobre cómo en el siglo pasado el cine ha explotado “el estereotipo de la inocencia infantil con el icono de la preadolescente erotizada, (…) con tintes principalmente sexuales o maléficos”, perspectiva que ha permitido a ciertos medios —entre ellos, la industria de la explotación sexual—, “legitimizar las explicaciones de los mecanismos de funcionamiento de la seducción y sexualidad de la preadolescente” vistos desde el ángulo adulto.
En el epílogo de Territorio Lolita, Ana Clavel hace hincapié en —lo que el poeta Paul Valéry dice sobre la piel— que no hay nada más profundo que ésta. “Supongo —dice la autora de A la sombra de los deseos en flor. Ensayos sobre la fuerza metamórfica del deseo (UNAM/Fósforo, 2008)— que es así cuando las ninfas sonríen y lo sumergen a uno en el misterio de su sonrisa tenue, perturbadora, gozosa, carnal. Un misterio único, individual y tan infinito como sus múltiples formas.”
Finalmente, no deja de llamar la atención que el castigo siempre será para el paidófilo: las Lolitas nunca merecerán condena. Como dice Roberto Calasso: “La paradoja de la ninfa es ésta: poseerla significa ser poseídos”.
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Reseña publicada en Tropo 14, Nueva Época, 2017.