Juvenal Acosta. Con alevosía

Mariel Turrent

 

Tal vez la inocencia de una acción espontánea me hubiese salvado, pero mi pasado semiletrado me condenó a una acción ruin por premeditada –no en mi cabeza, sino en otra más perversa que la mía”. Y es que por fuerza eso nos sucede a todos los lectores: nos dejamos seducir por las ideas, palabras y experiencias creadas por otra mente. El lector se desdobla y entra en la dimensión de la ficción; poseído, hace y deshace, imagina, siente. Sí, siente profundamente. En pocas palabras vive todo lo que el autor ideó con alevosía y luego, como un falsificador, de manera consciente o inconsciente, lo recrea. Alevosía. Me encanta esa palabra y lo que me recuerda. Y me parece adecuada para calificar con ella la manera en la que Juvenal Acosta hace del El Cazador de Tatuajes una metáfora de la lectura.

La narración inicia en una cama de hospital. Julián Cáceres, profesor de literatura se encuentra atrapado en el calabozo de su cuerpo inerte e incomunicado con la realidad. El único recurso que tiene para afirmar su identidad es recordar las marcas indelebles, los tatuajes y las cicatrices que le fueron dejando las lecturas de su semiletrado pasado y cuatro mujeres (símbolos de sus cuatro puntos cardinales, cuatro ciudades, las cuatro estaciones de su vida, los cuatro elementos: aire, agua, fuego y tierra). Como Artemio Cruz, vencido por su cuerpo, escucha voces, pero a Cáceres las voces le hablan de sí mismo: un producto de signos creados por Rilke y  Blake que recrea escenas de Greenaway y se descubre enamorado de una mujer, cuya violencia de orden intelectual ha sido moldeada por Sade, Bataille y Klossowski.

Julián es el seductor tercermundista, víctima de su miedo histórico, padeciendo la insoportable levedad de Kundera, recorriendo paisajes de Onetti y Borges y hasta nombrando a sus gatos en honor a López Velarde y Kierkegaard. Dividido entre realidades simultáneas distorsionadas, la poesía y el deseo contaminado, Julián explora temas profundos como la seducción, la identidad y la condición de exiliado tratando de entender su caída en el pozo más obscuro de la casi Isla fracturada de Ferlinghetti, donde asume que será devorado por las fallas geológicas de su propia geografía. “¿Qué cosa es el cuerpo sino el problemático instrumento de nuestros instintos, nuestras necesidades y nuestros deseos?”

El cazador de tatuajes (Tusquets, 2004, 2017, 195 pp.), es el primer libro de la trilogía Vidas menores. La novela consta de 64 capítulos titulados, al igual que en la ópera, con la elocuente frase inicial. Desde su primer capítulo, el narrador en primera persona, con una agilidad sorprendente, nos atrapa en las profundidades de su ser. Su lenguaje, claro y directo, transita de lo sensual a lo soez mientras recorre con los sentidos la biografía sexual de un hombre cuyo único presente es su pasado. Buscando la fusión de la prosa y la poesía, Juvenal Acosta utiliza con maestría la escritura del orgasmo, donde va alternando el lenguaje poético con una prosa filosófica que copula para engendrar una historia donde el cuerpo es una metáfora del mundo que decide cruzar la frontera hacia su lado obscuro.

No es casualidad que Julián Cáceres, alter ego de Juvenal Acosta, se proponga escribir un estudio sobre la obra de García Ponce y su empeño se vea constantemente interrumpido por sus conquistas. Con alevosía el autor nos hace cómplices de la umbrosa vorágine de esta obra filosófica y erótica que a las claras se convierte en un homenaje al escritor yucateco de la Generación de la Ruptura.

 

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Mariel Turrent Eggleton (México, D. F., 1967). Ha publicado los libros “Desde adentro” (aforismos) y “Cajón de muertes y amores” (cuentos), y “La jornada del viento” y “Desnudeces de agua” (poemas). Obtuvo el primer lugar en el segundo Concurso de Cuento Juan Domingo Argüelles (1999). Correo electrónico: marielturrent@gmail.com

 

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Reseña publicada en Tropo 13, Nueva Época, 2017).

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