Miguel Miranda
La Ciudad de México en los setentas y propiamente la Unidad Modelo, es el marco de la nueva novela de Guillermo Arriaga, que habita en los subterfugios donde algunos escritores con oficio se sienten cómodos, y los gustos y aficiones personales conviven con elementos biográficos.
Juan Guillermo, el personaje principal, narrará en primera persona sus tragedias que inician desde el útero materno cuando muere su gemelo una semana antes de la cesárea; siguen cuando una cortada que le cercena la arteria femoral lo deja al borde de la muerte (el quid mismo de la historia); y continúan con el asesinato de su hermano Carlos a manos de un grupo de utraderecha católico, solapado por Zurita, el jefe de la policía judicial. Por consecuencia, los padres, la abuela y todos los seres amados del protagonista (incluidos un perro y dos cotorritos australianos) morirán mientras él planeará su venganza, su personal vendetta que recorrerá casi setecientas páginas de una narrativa en círculos, habitual en Arriaga, que remite al lector a una lectura potente y feroz.
Transitan historias y personajes propios de esos años en un barrio y una época que Arriaga va sembrando en cada página, dando cohesión y tensión, con personajes que se hilvanan en la trama, como Chelo, el consuelo del protagonista y poderosa artífice de una historia de amor, y Colmillo, un aparente perro-lobo. Hasta que aparece Amaruq, un inuit del Yukón canadiense, cazador de lobos, que persigue a Nujuaqtutuq, un gran lobo gris, para exorcizarse a través de su abuelo: el lobo es su némesis, pero también su alter ego.
A partir de aquí, el relato va desde México hasta Canadá en círculos narrativos que pasan por el Yukón, Avenida Izazaga, los inuits, el Gigante de La Viga, oleoductos e ingenieros, la Universidad Iberoamericana, nieve, mucho invierno canadiense y varios lobos que defienden su vida a dentelladas de un trampero y una familia clasemediera mexicana.
En El salvaje (Alfaguara, 2016, 696 pp.), Arriaga se decanta como un escritor potente, capaz de mantener al lector inmenso en su relato, por muchas vueltas cronológicas que pueda plantear; su escritura es directa y sin artificios, aun cuando juega con imágenes tipográficas que ilustran el carácter y el dolor del personaje principal: una especie de ruptura tipográfica de comas y espacios tabulados, muy al estilo de los poemas de Mario Benedetti, que para algunos lectores puede ser chocante.
Sin embargo, la maestría en la construcción de cada personaje es notable; Arriaga es un verdadero artesano al dar a cada uno de ellos actitudes memorables que traslucen durante toda la novela, aun cuando su participación sea mínima; el conocimiento exacto de la circunstancia del personaje advierte mucho de biográfico en la narración: si el lector vivió en la Ciudad de México en los años setentas, muy probablemente notará guiños hacia lugares comunes del sur de la ciudad, propiamente Ermita Iztapalapa y los alrededores de Calzada de la Viga que ya no existen pero en su momento fueron legendarios. Sin embargo –y con un poco de malicia– ese mismo lector puede reconocer ideas autorrobadas de otros trabajos como Amores perros donde, tal vez el gusto y afición del escritor se deja ver en la repetición de clichés caninos planteados por él mismo.
El salvaje, novela de aprendizaje que concluye en un road trip ecológico, marca una declaración de intenciones de Guillermo Arriaga: el escritor antes que el guionista cinematográfico. Puede ser que algunos críticos arguyan poca intención o búsqueda literaria; sin embargo, nos encontramos ante una narrativa directa y entretenida que lleva a un buen final. No creo que se necesite más para una literatura de alta calidad.
Miguel Miranda Saucedo (Cd. de México, 1966). Licenciado en Diseño Gráfico. Tiene una maestría en Comunicación Corporativa. Es profesor en la Universidad Anáhuac Cancún. Se dedica a la comunicación visual y a la publicidad.
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Reseña publicada en Tropo 12, Nueva Época, 2017.