Samanta Schweblin. Donde viven los terrores cotidianos

Hábib Sánchez

Después de su incursión en la novela, la argentina Samanta Schweblin (1978), regresa al cuento en Siete casas vacías (Páginas de Espuma, 2015, 123 pp.), que obtuvo el IV Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero. Samanta ha mostrado en trabajos anteriores su formidable dominio del terror fantástico, pero este libro se diferencia por usar un terror más realista, con dosis de miedos que llenan a los personajes y perturban su tranquilidad. El hogar debe ser sinónimo de calma, pero la escritora no está de acuerdo, y debate a través de las historias cómo la cotidianidad también puede volverse una pesadilla.

Prejuicios, pérdidas, soledad, incomprensión, es lo que llena la mente y la vida de los protagonistas, pero esas cosas también los han vaciado. Sí, porque podrán vivir en residencias con muchos muebles, con estanterías repletas de libros, rodeados de personas y de jardines con bellos rosales, pero ellos son, en su mayoría, una casa deshabitada por un espíritu que los ha abandonado hace mucho. Autómatas con un itinerario programado.

El libro toca temas como el deterioro de la vejez, la obsesión, el proceso de duelo, la incomunicación y el abandono. En el “Hombre sin suerte” (cuento ganador del premio francés Juan Rulfo en 2012), mientras sus papás la ignoran, una niña irá a comprar ropa interior, acompañada de un desconocido. En “Mis padres y mis hijos”, vemos lidiar a un hombre con la demencia senil de sus progenitores, a los cuales les gusta andar desnudos por la vivienda e incluso en los exteriores.

En “La respiración cavernosa”, el cuento más extenso y uno de los mejor logrados del libro, seguimos a Lola, una mujer en el otoño de su vida, que espera con ansias la muerte, pero inevitablemente todas las mañanas vuelve a despertar. Y para continuar su existencia, sigue una lista que la ayuda con su día a día. Conoceremos un evento que la marcó en el inicio de su vejez, su gusto por hacer sentir culpable a su marido, su personalidad obsesiva, amargada y controladora, en una rutina que tiene variaciones cada vez que se cuenta.

Sospechaba que su vida había sido demasiado larga, tan simple y liviana que ahora carecía del peso suficiente para desaparecer. Había concluido, al analizar la experiencia de algunos conocidos, que incluso en la vejez la muerte necesitaba de un golpe final. Un empujón emocional, o físico. Y ella no podía darle a su cuerpo nada de eso. (“La respiración cavernosa”).

La prosa de Samanta Schweblin es intricada, con mucha complejidad en sus actores, pero se puede ir descifrando en un viaje por escenarios comunes. Su mente nos arroja personajes en un estado avanzado de oxidación, a punto de romperse, y nos hace testigos de cómo poco a poco los va fracturando. Una narración pulcra que nos llevará en un frenesí por saber qué decisiones tomarán los personajes ante las problemáticas que los aquejan.

Pienso que las cosas suceden siempre en el mismo orden, incluso las más insólitas, y lo pienso como si lo hiciera en voz alta, de un modo ordenado que requiere la búsqueda de cada palabra. Cuando lavo los platos se me da bien este tipo de reflexiones, basta abrir la canilla para que las ideas inconexas finalmente se ordenen. Es apenas un lapso de iluminación; si cierro la canilla, para tomar nota, las palabras desaparecen. (“Pasa siempre en casa”).

“Las casas son siete y están vacías” se lee en la sinopsis trasera del libro como para enfatizar el título, pero también para advertirnos de su contenido. Un libro que transpira en cada página temores que se ocultan, como monstruos de nuestra infancia en las esquinas oscuras. Porque, indudablemente, varias veces durante la lectura se nos hará meditar sobre cuán lleno está, y de qué, eso que llamamos hogar.

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Reseña publicada en Tropo 12, Nueva Época, 2017.

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