Mariel Turrent
He vivido experiencias que en su momento me han parecido irrelevantes, pero que, con el tiempo, han cobrado sentido y se han vuelto entrañables. Eso me pasó con este libro recomendado por una desconocida en la librería quien, al escuchar que yo buscaba alguna novedad interesante, un libro sobre el que casi nadie hubiera escrito aún, me señaló Niños en el tiempo. “Te lo lees en una tarde, no podrás parar”. Y como yo no creo en las casualidades, no lo pensé más y le dije al chico de las rastas que me atendía: “Me lo llevo”.
Niños en el tiempo (Seix Barral, 2015, 220p.) se divide en tres relatos: el primero La herida, a su vez estructurado en veinte partes, es la incisión donde queda al descubierto el corazón que da vida al libro, pues habla de lo que ocurre a un matrimonio cuando pierde un hijo. “Precisamente porque el mundo permanece indemne ante cada pequeña catástrofe, son mi mundo, su mundo, nuestros personales e innegociables mundos los que se desmoronan”, se dice aquí en algún momento.
Después La cicatriz, subdividido en veintidós letras del alfabeto hebreo, es el remedio que ayuda a sanar la lesión, la narración de una historia que nunca se ha contado, la infancia de Jesucristo, donde la literatura sirve como catarsis al padre. “La única aurora del hombre es el lenguaje. Hay personas, sólo unas pocas, que, si no escriben, mueren.”
Y por último La piel, formado por treinta capítulos, un viaje a Creta donde se cierra el círculo que da sentido a las tres partes unidas por el tema del amor, pero no el amor hollywoodense vendido por la mercadotecnia, sino el de la vida real, el inherente al dolor: “… el amor de la carne, la sangre, el vínculo primordial y el amor azaroso tropezado en las esquinas del tiempo.”
Ricardo Menéndez Salmón (1971), uno de los escritores más prestigiosos en el panorama de la narrativa contemporánea española, demuestra en Niños en el tiempo un gran manejo del lenguaje. Su primera parte despliega una prosa ágil y fluida que nos va envolviendo con su lirismo, reflexivo y descarnado. Detalla con minucia la sombra de sus personajes y lo que se destapa en quienes viven el dolor de las heridas incurables. Su segunda parte fluye como una melodía simple que se va deslizando suavemente, que se desacelera, para relatar una historia de amor infantil, unido siempre al sufrimiento y a la muerte. Al mismo tiempo, hace una reflexión sobre el sentido de la literatura: ¿para qué y por qué se escribe? Este ritmo nos prepara para la última parte donde el silencio tiene la cadencia de la naturaleza, el sol, el mar, el viento, en un relato impregnado de misterio, con un tono esperanzador, a veces alegre pero siempre nostálgico.
En realidad, me llevó más de una tarde leer esta novela. Entusiasmada, devoré la primera parte, pero después muchas veces paré durante la segunda e incluso en algún momento me sentí atorada. Pero al terminar, supe que había valido la pena leerla. Que la historia se había colado por mi cuerpo, y el final jubiloso me dejó la sensación de un libro extraordinario con un personaje entrañable que sale de escena para enseñarte una parte de él, más profunda, exorcizando su dolor a través del lenguaje, un personaje que reaparece más grande, más fuerte, más sabio, para enseñarme lo que de verdad vale de la vida. Un libro intenso para rumiantes reflexivos, quienes una vez terminada la lectura siguen digiriendo sus enseñanzas.
Mariel Turrent Eggleton (México, D. F., 1967). Ha publicado los libros “Desde adentro” (aforismos) y “Cajón de muertes y amores” (cuentos), y “La jornada del viento” y “Desnudeces de agua” (poemas). Obtuvo el primer lugar en el segundo Concurso de Cuento Juan Domingo Argüelles (1999). Correo electrónico: marielturrent@gmail.com
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Reseña publicada en Tropo 11, Nueva Época, 2016.