Miguel Miranda
Imagine usted estar en un mercado de cualquier pueblo mexicano. Imagine mejor que ya está sentado en uno de esos bancos altos con asiento redondo de madera. Imagine el mantel de plástico con impresiones de frutitas de colores donde las ciruelas y los mangos son del tamaño de una piña y forman bodegones en cuatricromía que se repiten en un patrón. Imagine los olores del mercado. Imagine el licuado de plátano con fresas, vainilla y huevo que ha pedido a la sonriente mujer de edad indescifrable que lo atiende. Imagine el vaso rebosante del líquido y esa sensación de vacío que va a sentir la mujer que lo atiende (y usted mismo, seguramente) al instante en que ella vierta directo del vaso metálico de la licuadora hasta la última gota que quede del bebedizo. Eso es el mejor ejemplo que se me ocurre cuando intento explicar el miedo al vacío, el horror vacui que sentimos, por herencia cultural o por carga histórico-genética los mexicanos; esa extraña sensación de que algo falta por hacer, por decir, por llenar, por vivir.
La novela El cielo árido (Grijalbo Mondadori 2012, 224 p.) cuenta la historia de Germán Alcántara Carnero y es, según su autor, Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978) “una historia de violencia incontenible y natural que exige ser contada como una biografía discontinua”. En más de doscientas páginas, el autor narra diferentes acontecimientos que suceden en la vida de Germán Alcántara Carnero deteniéndose en sucesos importantes de su vida; desde su concepción, la huida de su casa no sin antes matar a su padre (enfermo de diabetes, obeso mórbido y ciego de un ojo), su lucha en una revolución y en una guerra interminable, su amor a una mujer que muere en una emboscada, el suicidio de su mejor y único amigo, su segunda mujer y su primogénito deforme, sus fechorías matando gente dentro de las iglesias y curas fuera de ellas y sus últimos días rodeado de perros y memorias violentas.
El relato de Monge va surcando las páginas con una narración que urge en el barroquismo, en una churrigueresca literaria muy particular y diferente que puede atrapar al lector o, por el contrario, lograr que este entre en un estado catatónico que lo lleve a arrojar la lectura al cesto de la basura y maldecir al autor una buena temporada. La narrativa de Monge es propia y natural; mexicana al fin, como lo es en lo reiterativo, lo cotidiano disfrazado de absurdo; amante de los sinónimos y los apodos de cuando nos hemos hartado de llamar a las personas por su nombre real, y entonces Germán Alcántara Carnero será “Nuestrohombre” o “Quienasciende” o “Elquetiembla”.
Emiliano Monge ha trabajado un estilo que trata de buscar el fondo sin que la forma sea un impedimento para llegar al camino de la violencia de sus personajes, agrestes como el territorio donde los sitúa y empatando la vida del personaje principal a la historia del siglo XX mexicano. El lector tendrá que ir descubriendo esos hilos que debe atar en la narración, aparentemente sin pies ni cabeza, que, a partir de fechas y horas precisas, el autor deja como piezas del rompecabezas.
Sin embargo, esta forma de contar la historia tiende una trampa mortal al escritor: el sopor literario, el aburrimiento narrativo que provoca cuando se ha descubierto su fórmula antes de llegar al desenlace. El cielo árido, ganadora del Premio Jaén de Novela 2012, ha sido escrita por un autor que ha apostado a una narrativa diferente, a un barroquismo que bien puede parecer exquisito a algunos y atosigante a otros, pero tan mexicano, audaz y auténtico como el horror vacui y las loncherías.
Miguel Miranda Saucedo (Cd. de México, 1966). Licenciado en Diseño Gráfico. Tiene una maestría en Comunicación Corporativa. Es profesor en la Universidad Anáhuac Cancún. Se dedica a la comunicación visual y a la publicidad.
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Reseña publicada en Tropo 10, Nueva Época, 2016.