Toribio Cruz: la literatura como salvación

Norma Quintana

Moreno, enjuto, con unos ojillos de hurón que al mirar, parece, te dejarán la marca de un rasguño; tatuajes en los antebrazos…recuerdo de estancias en mundos para mí desconocidos, testimonio de pertenencias y fidelidades acaso inconfesables. Así lo vi el día ya lejano hace más de una década en que coincidimos por vez primera en un evento, con certeza en la Casa Internacional del Escritor. Recién llegaba yo de mi isla y no entendía casi nada, de manera que su aspecto me asustó, y mucho más su modo de decir las cosas, sin anestesia.

            Acaso quienes no lo conocen aún compongan “a priori” una imagen parecida de este hombre que, no tardé en descubrir, es todo corazón, un caballero que va arrastrando por el mundo su pinta de facineroso, y la explota para gastarnos una inocente broma. Han pasado los años y de sus brazos desaparecieron los tatuajes; y descubrí que el rasguño de su mirada no es sino ternura, y que su manera de decir es la única posible para quien ha vivido a trancazos y se ha salvado de mil infiernos con el optimismo intacto. Toribio, el insumergible, salió a flote una y otra vez cuando la vida se empeñó en mandarlo al fondo. Y de estos naufragios ha tenido la sabiduría de guardar recuerdos, pedazos de una canción que va tarareando para mostrarle, a quien lo quiera escuchar, todo lo endiablada y angelical que puede ser la naturaleza humana.

            El  día 16 de abril de 1947 nada parecía anunciar que el primogénito de Toribio Cruz Pérez, campesino, albañil y cazador de liebres y doña Guadalupe González y Ramírez andaría más de cuarenta años después enredado en asuntos de líneas argumentales y puntos de vista de narrador. Dice mi amiga Lilí Conde que Dios escribe derecho con renglones torcidos, y parece que con Toribio eso se cumple a la perfección. La cadena de acontecimientos que van jalonando su vida parecía llevar derechito a cualquier cosa menos a la literatura: orfandad temprana gracias al balazo de un marido celoso, una madre que intenta sostener a sus hijos buscando siempre la protección de un hombre, que luego la abandona y sigue otro, y otro; familia numerosa en calidad de emigrante hacia la capital, privaciones, una madre que debe abandonar durante todo el día a los hijos para poder darles de comer y, finalmente, el Internado Infantil Guadalupano, triste aprendizaje sobre los sótanos más oscuros de la “caridad” cristiana, pero útil para adquirir conocimientos y habilidades que algún día lo sacarían de apuros.

            Cual “Lazarillo de Tormes”, niño fugitivo, buscavidas sin ley, vive en las calles del D. F. después de escapar del internado. Mientras sobrevive, trata de encontrar a la madre que lo encomendara a los buenos oficios de los curas. Capturado por la policía, que lo entrega a un hospicio del gobierno, va a dar de nuevo con los guadalupanos hasta que ¡por fin! es rescatado por la providencial  Guadalupe, esta vez su madre, quien lleva algún tiempo tratando de juntar a sus hijos desperdigados. Esperanza fallida porque el padrastro de turno, boxeador y borracho, no contento con practicar sus jabs sobre doña Lupita, lo hacía también contra el muchacho que, por costumbre, terminó agarrándole el gusto a eso de andar dando madrazos y hasta vino a parar en campeón en el torneo Guantes de Oro del Distrito Federal, con la secreta idea de cobrarle al “mentor” todas las que le debía. Como en la vida todo se resume a la fórmula “a un gustazo un trancazo”, el trompón que le rompió la nariz a Ruperto Martínez lo sacó —a Toribio—  definitivamente de su casa.

            Sin rumbo y sin propósito definido, cuenta: “empecé a recorrer el país arreando ganado, de caporal, labriego, ayudante de carpintero, peón en el arrastre de madera, minero, etc. Cuando los gringos me echaron de California por tercera vez, me entraron unas ganas locas de ver a mamá, y estaba dormido bajo una banca de la estación de Irapuato, esperando el tren de carga que, de aventón, me llevaría a México, cuando el haz de una linterna en la cara me despertó, y por ahí merito me entró lo militar: era una Sección de soldados que, en fila de a dos, llevaban en medio a una recua de muchachos greñudos y sucios, como yo.

            “En el cuartel del 9º de Caballería nos desinfectaron, luego vino el baño, uniformes usados, pero limpios, y a esperar a que en México una comisión militar encontrara a mamá. Pero como el Ruperto golpeaba a cuanto vecino se le ponía enfrente, cada dos o tres meses se cambiaban de casa. Nunca dieron con ella para que me rescatara, y acabé firmando contrato en el 40º batallón de Infantería destacado en Ciudad Ixtepec, Oaxaca (…)”.

            El ejército, escuela ruda si las hay, lo nutrió de anécdotas y personajes que años más tarde cobrarían vida en una novela que tuve oportunidad de leer cuando apenas era un borrador y que, después de miles de revisadas, espera aún por su publicación. Pero también fue en el ejército donde tomó gusto por la lectura, gracias a la amistad con un compañero que, por azares del destino, de seminarista vino a dar en soldado. El libro ha sido desde entonces su mejor amigo, la compañía más luminosa en tiempos de oscuridad y tristeza, y también fuente de satisfacción, abono para crecer, proveedor de camaradas, amigos, discípulos, dispensador de bondades sin cuento.

            Cansado de la vida militar, decide “declinar el honor” de pertenecer al ilustre “Instituto armado” y en su deambular por los caminos de la patria un buen día de 1972 llegó a Chetumal. En Quintana Roo, su naturaleza errante y, sobre todo, la necesidad lo llevaron de un lado a otro ejerciendo los más variados oficios, hasta que sus habilidades de hombre multiusos le consiguieron una plaza de intendente en  la Normal de Bacalar.

            Sin abandonar la escoba y el trapeador, según sus propias palabras, comienza a estudiar en cursos abiertos hasta lograr, primero, una plaza de maestro de carpintería y, más tarde, una de profesor de educación musical. Alternando estudio y trabajo sigue superándose, y, entre tanto, la semilla plantada en él por aquel ex seminarista comienza a tomar forma hasta convertirse en vocación.

            En 1989 asiste a uno de los cursos que el Programa Cultural de las Fronteras solía organizar en los estados comprendidos en el proyecto, y a lo largo de tres meses se aplica a devorar toda la información, a adquirir sentido crítico, el ojo clínico para detectar el desliz, la solución fallida, la palabra incompetente. Es cuando recibe la invitación del poeta Javier España para incorporarse a las sesiones del taller que coordinaba en el IQC. Con Javier aprendió a entender la labor del maestro orientador, la necesidad del rigor, y ese aprendizaje es la semilla de su hoy extensa y entregada labor como coordinador de talleres literarios.

            En el año 1992 forma parte del grupo de escritores que recibió el “Primer Diplomado de Escritores del Sureste Mexicano”. Durante tres meses, en la Casa Internacional del Escritor de Bacalar, creadores de Quintana Roo, Tabasco, Chiapas, Yucatán, Campeche, Cuba, Honduras, Guatemala y El salvador convivieron y recibieron entrenamiento intensivo para mejorar su desempeño en el arte de la palabra. Toribio estaría allí, con su mente como un radar, acaparando cuanto pudiera ser útil en la misión que se había impuesto: capturar la vida, con toda su maravilla y con toda su miseria en historias que pudieran ayudar a bien vivir, y a veces a bien morir.

            Desde entonces ha estado en más cursos, talleres y diplomados de los que puede retener la memoria a corto plazo. Ha publicado su trabajo en medios locales y revistas especializadas en Quintana Roo y a todo lo largo de la geografía mexicana. Dos libros suyos han visto la luz: Destiempos del sino, colección de cuentos dada a las prensas en el  2003, y Eek’lu’un, noveleta publicada en el 2005.

            Ningún comentario más certero para describir el trabajo de este  trotamundos que las palabras de presentación de Agustín Mosreal a la edición de Destiempos del sino: (…) Conocedor de no pocos rincones soslayados del alma, Toribio sigue con certidumbre caminos, huellas no convencionales, atreve paradojas de comportamiento, sustenta congruencias, se introduce en áreas vedadas, descubre ante nuestra vista y nos pone en las manos hilos de Ariadna que nos llevan y nos traen y nos alejan y nos regresan sin posibilidad de escape por laberintos, lo mismo hechos de afanes que de desolación, de duelos vitales que de salvajes desengaños. Así es la vida, parece decirnos entre enjundioso y quitado de la pena (…).

            Pero, como dijera el memorable personaje de Chejov, “la vida no es tan mala, allá afuera nevando y nosotros aquí, tan calientitos”, en el calor de la amistad y de la compañía que no nos abandona, la del bendito deseo de escribir y sacar del cuerpo, como se saca un mal aire, todo cuanto nos atormenta, siempre será posible acudir al buen Toribio para sonsacarle una idea, un comentario que nos alumbre el camino, con ese modo deslenguado de llamar al pan, pan y al vino, vino. Nada lo hace más feliz.

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Reseña publicada en TROPO 9, Nueva Época, 2015.

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