Javier España y la poesía contra el caos (una semblanza)

Norma Quintana

 

Si tuviera que decidir con qué refrán definiría a Javier España, sin pensarlo diría: “De las aguas mansas, líbreme Dios”. Sí, siempre he pensado que tras esa actitud más bien contenida y casi tímida se esconden intensidades que sólo se atreven a escapar por la fumarola del volcán siempre activo de su poesía.

Lo recuerdo como era hace diecisiete años: un muchacho bien plantado, con expresión amable, pero seria, que además de escribir poesía jugaba baloncesto a la menor provocación. Cuando supe cómo era su desempeño como formador de escritores, pero sobre todo cuando leí sus poemas, me resultó por demás asombroso y siempre me pregunté qué relación podía tener el básquet con aquel pensamiento concentrado e indagante en los misterios del ser. La respuesta, a la distancia de tantos años, ya no tiene importancia, porque hace tiempo descubrí, debajo de su apariencia retraída y como distante, a un ser profundamente humano preocupado por los problemas del mundo, por el dolor y las angustias de sus semejantes ¿cómo no iba a disfrutar del deporte?

Nacido en Chetumal en 1960, Javier España Novelo estudió en Mérida, Yucatán, donde maduró su formación intelectual, cultivada desde la infancia por un padre maestro de español cuya presencia fue decisiva no sólo para estimular sus inclinaciones literarias sino también para sembrar en él la semilla de una ética que le ayudó a configurar su imagen del mundo y de cómo deberían ser las relaciones entre los hombres.  En Mérida afirmó su vocación por las letras como instancia de vida, y en los talleres literarios de la Universidad de Yucatán y la Normal Superior de Mérida, bajo la tutela de instructores responsables, comenzó a tomar forma un criterio muy personal sobre el oficio literario que hasta hoy lo distingue dentro del panorama intelectual quintanarroense.

Su primer libro, Presencia de otra lluvia (1987), que obtuviera en 1988 el Premio Especial de Literatura “Antonio Mediz Bolio” del Gobierno del Estado y el Instituto de Cultura de Yucatán, es ya un producto de madurez literaria con todos los rasgos que lo definirían en el futuro. Conserva, desde entonces, su sistema de trabajo, sus recurrencias en cuanto a estructuración del texto, los procedimientos verbales y el modo de encarar el momento creador. Se han ensanchado, tal vez, sus preocupaciones temáticas; también en los años recientes Javier ha buscado modular sus   complejidades expresivas, de modo que su decir se ajuste a las nuevas inquietudes que han rondado su espíritu desde que la paternidad lo obligó a reacomodar todo su universo interior, y a preguntarse qué herencia espiritual dejará a sus descendientes, y en qué clase de mundo los lanzó a vivir. Pero en sentido general, nuestro poeta, al igual que otros como Arthur Rimbaud y Dulce María Loynaz —por mencionar dos casos completamente distintos, pero igual de ilustres— pertenece a esa rara cofradía de escritores que alcanzan muy tempranamente un modo peculiar de expresión y llegan al extremo de sus tendencias y elecciones personales al inicio de su camino; o, dicho de otro modo, consiguen su estilo y asumen una poética en etapas en las cuales otros poetas andan aún en los tanteos. Rara virtud que otorga una asombrosa coherencia a su obra.

Como José Lezama Lima, uno de sus dioses tutelares, Javier España concede a la creación poética la categoría de camino hacia el conocimiento, conocimiento adquirido desde otra racionalidad, donde los vínculos causales pierden su rigidez cartesiana y se instala lo que el delirante poeta de Trocadero llamó “vivencia oblicua”, la relación inusitada entre las cosas, atrapada por la palabra y transformada en interrogante que es en sí misma una respuesta.

En ese volcán escondido dentro de la poesía de España alientan los miedos más tremendos y avasallantes, a saber: el miedo a no saber quiénes somos ni de dónde procedemos, el miedo a la incertidumbre, el miedo a la soledad y el miedo a la muerte.

Poesía dolorosa en su indagar obsesivo, no está hecha de emociones epidérmicas, de tirones viscerales que se olvidan casi de inmediato, su angustia conmueve la zona de nuestro espíritu donde está la señal roja para las alarmas más antiguas; y aunque parezca un contrasentido, a pesar de su aparente exceso de racionalidad, la obra de Javier España desata nuestros atavismos.

Javier ejerce su oficio de creador con una extrema conciencia de los riesgos y apuesta al rigor sin hacer concesiones. Toda su obra es una persecución del cuerpo del poema; una ocupación por la imagen, al decir de Lezama, de la propia vida para fijarla de algún modo en la escritura en un intento por restaurar el equilibrio del yo en medio del caos y la fragmentación.

Nadie se engañe entonces ante la presencia tranquila de esta otra lluvia de conceptos y obsesivos cuestionamientos en torno a la esencia de las cosas: no hay frialdad en este acto de creación que tiene la apariencia de una abstracción filosófica. La poesía es, para Javier, en realidad liberación y amuleto contra el temor a lo innombrable, y también acecho, cerco y espera, búsqueda ciega y parto doloroso, espejismo, desdoblamiento e incursión en el misterio con mucho de horror y de muerte, aún cuando esté destinada a los niños, a quienes les reconoce lo que muchos se empeñan en negarles: la sensibilidad para comprender los grandes enigmas de la existencia. La poesía, en fin, es un viaje hacia la luz a través de las regiones en donde habita el lado oscuro de la naturaleza humana.

Rara flor crecida entre sueños y cavilaciones, la poesía de Javier España un acto de exorcismo y un ejercicio espiritual que enriquece y honra a las letras quintanarroenses. Pero si esto no bastara para otorgarle un lugar de honor entre los hijos preferidos de este rincón mexicano, recordemos entonces que también ha dedicado durante años parte de su tiempo a la orientación de jóvenes con inquietudes literarias, al coordinar desde su creación el taller literario del primitivo Instituto de Cultura, hoy secretaría, así como el de la Universidad de Quintana Roo.

La huella dejada por este comedido abogado y profesor universitario en la cultura de Quintana Roo va más allá de los numerosos libros publicados o de los importantes premios recibidos, en realidad se profundiza y se afianza por la labor paciente de formación más que intelectual ética que desde hace años realiza con jóvenes y no tan jóvenes aspirantes a escritores que acuden a él por orientación, para afinar su instrumento expresivo. A su personal manera de entender el trabajo con los talleristas, deben las letras de nuestro estado algunas de sus más destacadas voces poéticas y narrativas.

Hemos visto su figura recorrer los edificios de la UQRoo y los corredores de nuestra institución cultural, siempre con ese aire de persona que recata sus emociones, siempre atento y calmo, hemos aprendido a descubrir la pasión bajo el cavilante fluir de su verso y hemos aprendido a respetar su magisterio llevado siempre por el camino de la paciencia y de la orientación oportuna; más que de recetas para escribir bien, de consejos sobre cómo escoger lo que se lee. Por ahí andan sus alumnos, con el agradecimiento a flor de piel porque no siempre se tiene la dicha de tropezar en el momento oportuno con el guía adecuado. Es una suerte para ellos, y también para nuestras letras tener entre nosotros a un poeta y a un ser humano como Javier España.

 

Ensayo publicado en Tropo 6, nueva época, 2014.

PHP Code Snippets Powered By : XYZScripts.com