Marién Espinosa Garay
La poesía es una
metafísica instantánea.
Gaston Bachelard
¿Es posible vivir a medio camino entre la ciencia y la poesía? ¿Cómo habitar el espacio donde se cruzan todos los senderos: el pensamiento, la emoción, la filosofía, el arte, los impulsos viscerales y las vibraciones místicas? Ese es precisamente el sitio donde Gastón Bachelard se ubicaba para percibir el mundo, suspender los juicios y mirar cada objeto —real o imaginario—, como si reluciera de esplendores nuevos, propios, inéditos, como si cada cosa volviera a aparecer de la nada ante los ojos, tal y como dicta el quehacer de un fenomenólogo, además de científico, filósofo y amante de la poesía, con todo lo que esto último tiene de arriesgado y heroico. Pero comencemos por el principio.
Después de trabajar en oficinas de correos y participar en la Primera Guerra Mundial, Bachelard se convirtió en un teórico de la ciencia, donde causó bastante escozor afirmando que el conocimiento científico nunca es suficientemente objetivo, ya que la manera de conocer afecta el resultado de lo conocido. Este galimatías podría explicarse quizá afirmando que las verdades de la ciencia jamás son absolutas, sino siempre aproximativas, ya que cada nuevo descubrimiento se configura en contra de una certeza anterior, y a su vez será desbancado por una nueva verdad. De esta manera, el observador modifica lo observado.
Como si esto no fuera suficiente, en los escritos de madurez de Bachelard aparecen cada vez más sus reflexiones sobre la imaginación, encontrando maneras de tejer en discursos poéticos los hilos de la ciencia, el arte, la filosofía y la literatura. Sin embargo, uno de sus textos más deslumbrantes ocupa apenas el espacio de ocho páginas de un librito donde aparece como un ensayo entre tantos, pero cuyo análisis de la poesía es capaz de detener la sucesión de los tiempos, y esto no es una exageración.[1]
Según Bachelard, el tiempo —como dijimos antes sobre las ciencias naturales—, es incapaz de presentarse completamente objetivo a la experiencia humana, por lo que es principalmente asunto de la consciencia y la percepción. De esta manera nuestro autor desmenuza el tiempo que experimentamos íntimamente y que nada tiene qué ver con las manecillas del reloj.
Pero, además, contagiado de los alborotos de la física cuántica, insiste en que el tiempo es discontinuo, formado de instantes que aprendemos a hilar en lo que llamamos pasado y futuro, sin garantías de alguna precisión. El instante es al tiempo lo que el átomo a la materia, asegura, y refiere otro ejemplo: “La duración está hecha de instantes sin duración, como la recta de puntos sin dimensión”.[2]
Así las cosas, para escándalo de los científicos más recalcitrantes —como mencionamos antes—, a Bachelard le dio por meditar sobre la poesía y, en medio de sus reflexiones, elabora una imagen tan poderosa como efectiva para poner de cabeza la aparente parsimonia del tiempo:
“En todo verdadero poema pueden hallarse los elementos de un tiempo detenido, de un tiempo que no sigue la medida, de un tiempo que llamaremos vertical, para distinguirlo del tiempo común que huye horizontalmente como el agua del río, como el viento que pasa. De esto se desprende una paradoja que es preciso enunciar con claridad: mientras que el tiempo de la prosa es horizontal, el tiempo de la poesía es vertical. [3]
¿Tiempo en cruz? ¿Una encrucijada sideral? Al parecer, el tiempo prosaico fluye, corre, se extiende y se recuesta en la horizontalidad. En cambio, el tiempo poético corta de un tajo la marea de la cotidianidad, la cruza, la pone patas arriba, y entonces en un solo instante, en un átomo de tiempo sin duración, no hay sino dos direcciones, hacia lo alto y hacia lo bajo, porque como afirma nuestro autor. “El tiempo ya no fluye. Brota”.[4]
Y abunda: “El tiempo vertical se eleva. A veces también se hunde… para quien sabe leer El Cuervo ya nunca volverá a sonar horizontalmente. Suena en el alma descendiendo, descendiendo…” [5]
Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.
Aún sigue posado, aún sigue posado
en el pálido busto de Palas
en el dintel de la puerta de mi cuarto.
Y sus ojos tienen la apariencia
de los de un demonio que está soñando.
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse. ¡Nunca más! [6]
Así el escalonamiento de la desesperación del personaje que ha perdido al amor de su vida, va bajando hasta un abismo donde la mancha negra en el suelo no es el límite sino el umbral, un pórtico hacia descensos aún más profundos, infinitos, donde el cuervo siempre presente se ha convertido en el signo ominoso de la muerte, la soledad y el dolor que, según anuncia el ave agorera en sus graznidos, no tendrán fin.
“En el tiempo vertical descendente se escalonan las peores penas, las penas sin causalidad temporal, las penas agudas que atraviesan un corazón sin motivo, sin menguar jamás…” [7]
Pero existe también el tiempo poético ascendente. Es el camino de los místicos, de los extáticos, de los pintores de noches estrelladas o de los poetas cuando miran al cielo.
“Soy hombre: duro poco
Y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
Las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
También soy escritura
Y en este mismo instante
Alguien me deletrea”. [8]
Más aún, la maroma existencial más desgarradora para el poeta —y para aquel que se deja atrapar por el poema—, es ascender las cumbres de la exaltación y también bajar a los abismos del dolor, en un mismo momento, sin pausa, sin cesura, la síntesis de los contrarios, la dialéctica de los precipicios y las alturas. Entonces se paraliza el tiempo, precisamente en el punto sin dimensión donde el espíritu se extiende entre dos infinitos. Bachelard pone a Baudelaire como ejemplo, citando una confesión del poeta de Las Flores del Mal: “Naturalmente, en la perspectiva del instante, se pueden experimentar ambivalencias de mayor alcance: ‘Siendo niño, sentí en mi corazón dos sentimientos contradictorios: el horror a la vida y el éxtasis de la vida’. [9]
Como consecuencia, en medio del desgarramiento del instante, donde se han borrado las fronteras del placer y el dolor, el ser es sustraído de la duración común. No se trata aquí de un recuento de alegrías y penas, sino de recibir el fuego de un rayo y caer, como Ícaro, más allá del devenir de las cosas y de las maquinarias que miden los momentos. “Contrastes tan agudos, tan fundamentales, proceden de una metafísica inmediata. Se vive su oscilación en un solo instante, el éxtasis y la caída…” [10]
Entonces esta verticalidad es también una violenta síntesis. Señala nuestro autor: “Es en el tiempo vertical de un instante inmovilizado donde la poesía encuentra su dinamismo específico. Hay un dinamismo puro de la poesía pura. Es el que se desarrolla verticalmente en el tiempo de las formas y de las personas”. [11]
¿Pero cómo machacar las palabras para cercenar los vertederos del tiempo y extender de pronto una grieta vertical y sideral? Bachelard acusa a Mallarmé de violentar directamente la duración horizontal, de invertir la sintaxis para regar guijarros en el arroyo y poner zancadillas al tiempo que fluye. También en nuestra lengua hay poetas que juegan con los intervalos, los sentidos, los colores, las palabras, verticalizando la música del lenguaje, hasta abrir los cerrojos del instante y dejar entrar de golpe las sombras y la luz.
“Y en el juego angustioso
de un espejo frente a otro
cae mi voz
y mi voz que madura
y mi voz quemadura
y mi bosque madura
y mi voz quema dura
como el hielo de vidrio
como el grito de hielo…”[12]
Tal vez entre el éxtasis del placer de los amantes y el éxtasis místico de los santos exista un éxtasis estético, que estremece al que se acerca a la poesía inocentemente, para terminar a medio camino del goce y el dolor, como aquellos mareos y taquicardias que Stendhal refiere haber experimentado en Florencia, como consecuencia de las violentas emociones que lo azotaron peligrosamente ante las obras de arte. ¿Y por qué no arrimar el corazón a las encrucijadas de los tiempos perpendiculares?
“Que yo caiga por el mundo a toda máquina
Que yo corra por el universo a toda estrella
Que me hunda o me eleve
Lanzado sin piedad entre planetas y catástrofes…”[13]
Que así sea.
NOTAS
[1] “Instante poético e instante metafísico”, en BACHELARD, GASTÓN (1987) La intuición del instante, México, FCE pp. 89-96.
[2] La intuición del instante. p. 18.
[3] Instante poético… p. 90.
[4] Ibid. P. 92.
[5] Ibid. p. 93.
[6] POE, Edgar A. El cuervo (fragmento).
[7] Op.cit. p. 93.
[8] PAZ, Octavio Hermandad.
[9] Baudelaire, referido por Bachelard, Mon coeur mis a nu, p. 88.
[10] Op. Cit. p. 95.
[11] Ib. p. 96.
[12] Villaurrutia Xavier, Nocturno en que nada se oye (fragmento).
[13] Huidobro, Vicente. Altazor, Canto I.
Imagen tomada de www.genomapoetico.com
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Ensayo publicado en Tropo 11, nueva época, 2016.