Marién Espinosa Garay
Querida artista, literata y música:
Esta carta te resultará un poco extraña, pero la escribo con el corazón dolorido y los ojos desbordados sobre el papel, aunque no lo creas. Siempre dijiste que soy un nerd aburrido, perdido en los espacios y las geometrías, que vivo pensando en la cuadratura del círculo y tengo la cabeza infestada de nebulosas y espirales. Pero te consta que hice un esfuerzo por hacerte feliz, soportando estoicamente el tedio mientras te acompañé en tus recorridos por museos infinitos, aplaudí tus declamaciones poéticas y escuché tu música microtonal durante largas horas, pues siempre has alegado que el arte, la literatura y la música son vasos comunicantes de la misma epifanía.
No obstante, a pesar de aplicar mi mejor voluntad en compartir tus extravagancias, nuestra relación resultó imposible. Quizá una artista, literata, además de música como tú, y un físico matemático como yo, no estemos genéticamente destinados a echar al mundo engendros con quiénsabecuáles cromosomas aberrantes
Ahora que te niegas a verme, a contestar mis llamadas o a seguirme en twitter, dejo a un lado las borracheras para retomar las Teorías de Cuerdas, las dimensiones múltiples y otras elucubraciones más que dejé a un lado por tratar de entender a Borges o a Rulfo.
Pero mientras más lo medito, encuentro que el argentino de marras nunca estuvo lejos de la física teórica. Al contrario, como profeta visionario, a pesar de su ceguera —o quizás precisamente iluminado por ella—, trazó el universo geométrico de su Biblioteca de Babel, donde el Cosmos está cifrado en libros que descansan en anaqueles incontables sobre hexágonos perfectos, y estos volúmenes guardan textos que agotan todas las posibilidades de la existencia, la virtualidad y la especulación en una desenvoltura fractal hasta el infinito. Páginas después, menciona una posible Teoría Unificada del Todo: la existencia de un Libro Absoluto, un documento esférico, necesariamente eterno, similar al Ser Inmóvil de Parménides, pero nervado de todos los aconteceres posibles, porque contiene, como la red neurálgica de un impensable cerebro, las bifurcaciones binarias de cada evento, los polos positivo y negativo de los sucesos más trascendentes, así como los más anodinos, multiplicando lo increíble, lo improbable, lo sorpresivo, los avatares que se desgajan en ramas matemáticas para sostener lo que aquellos trágicos griegos llamaban La Moira.
Como si todo esto no fuera suficiente, releyendo El Jardín de senderos que se bifurcan —ejemplar que dejaste olvidado debajo de mi cama—, encuentro que Borges ha trazado otra alegoría cósmica, pues ahora el universo no es aquella biblioteca inverosímil, sino este jardín cruzado de meandros de tiempo que estallan en posibilidades de manera exponencial. Me gustaría preguntarte ¿por qué tu admirado autor solo registra los senderos que se bifurcan? Como si se tratase del espín de las partículas y sin conocer la Teoría Cuántica, tu autor multiplica universos a partir de posibilidades binarias. Pero yo refuto que seguramente habrá, en medio de esta geometría arbolada de verdores, senderos que se trifurcan o (perdona los neologismos), se tetrafurcan, se pentafurcan hasta la locura.
Igualmente, laberintos, la Biblioteca o el Jardín suponen un orden, un Cosmos por encima del Caos, pero trazados por algún Demiurgo que trasciende toda inteligencia humana. Acaso inquieto por la idea de retar de alguna humilde manera a las creaciones divinas, tu admirado Jorge Luis inventó también un planeta imaginado por generaciones de sabios, un universo escrito por los cálamos de incontables amanuenses a través de los siglos, pergaminos que al fin serían impresos en volúmenes para edificar una enciclopedia que revelara la ensoñación colectiva del mismo delirio, una creación humana que compitiera en belleza y complejidad con los laberintos del tiempoespacio. De esta manera, Borges trazó paisajes, describió habitantes y descifró lenguajes que solo existieron en las desbocadas mentes de un grupo de intelectuales ocultos y anónimos que se hacían llamar Orbis Tertius, y así, ensayando un idealismo capaz de avergonzar al más recalcitrante de los idealistas, en el planeta Tlön, ser es —como decía el mismo Berkeley—, ser percibido. O sea, que la realidad es aquella que existe solo en la cabeza de quienes la contemplan. Pero no conforme con esto, los pensamientos mismos, a fuerza de repetir una fantasía, van creando objetos que aparecen en la realidad extensa. Así, la insensata, aunque hermosa Tlön representa un atrevimiento inaudito, una grosería celeste, una creación humana que pretende enmendarle la plana al verdadero Creador, y que seguramente provocará una sonrisa complaciente en el rostro de los ángeles, si es que en verdad están los dioses en algún rincón de los espaciotiempos. Pero no quiero pensar demasiado en esto, no quisiera admitir que este Tlön parece tan familiar, tan similar al ciberespacio posmoderno…
Y peor todavía, este universo de artificio, relatado en el Onceno Tomo de una inaudita Encyclopaedia… ¿resultará tan risible para las deidades como cualquiera de mis teorías, la Cuántica, las Cuerdas —ya sean bosones o fermiones—, la Supergravedad en dimensiones múltiples o la ansiada Teoría M Unificada?
Es verdad —y en esto Borges y Einstein estaban de acuerdo—, no existe un tiempo uniforme y absoluto como creían Newton o Schopenhauer, sino “infinitas series de tiempos, una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos”, por eso sospecho que quizá la muerte no existe, al menos, la muerte de este estúpido amor que todavía siento por ti.
Y después de tantos rodeos, quisiera decirte al fin por qué tuve la extraña idea de escribirte una carta de amor donde el ciego hacedor de planetas es sin duda una presencia eminente. Quiero imaginar ahora, no Bibliotecas babélicas, Jardines con senderos o planetoides ideales, sino que, traslapado con ellos, entrelazado en la misma urdimbre de signos, cifras y volteretas del laberinto, siguiendo el caudal de estos mismos tiempos simultáneos, aunque con hilos de colores distintos, desearía imaginar, repito, un maravilloso universo llamado El Museo de Babel, de las salas de exhibición que se multifurcan. Allá estaríamos tú y yo, tomados de la mano, y no me odiarías. Porque, aunque no seas capaz de entenderlo, los universos se envuelven unos a otros como capas de cebolla en membranas teóricas, y tal vez en este mismo momento estemos en el Museo Infinito de Todas las Obras Posibles, tú y yo, juntos, felices, como siempre te gustaba recorrer las galerías: perdida en salas eternas, canturreando de dicha, más allá de todos los horizontes, mi amor.
Seríamos testigos de propuestas artísticas inconcebibles, porque todas las obras intentarían agotar en un vano esfuerzo sus posibilidades de expresión: una Gioconda sin sonrisa deberá aparecer en alguna escondida sala, un David con taparrabo, quizás vencido por Goliath; aquella marmórea Teresa de Ávila gimiendo su barroco aburrimiento en lugar del éxtasis, y así, tal vez tú me amarías para siempre en la confluencia de los tiempos que prometen los desdoblamientos de incontables posibilidades.
Quisiera creer, al menos, que me amarás en el recodo de cualquier laberinto, en algún mundo improbable, para siempre.
N
Ensayo publicado en Tropo 3, nueva época, 2013.