Autorretrato sin Photoshop

 

Eduardo Huchín Sosa

 

Todos mis artículos deberían contener una advertencia: “Después del punto final olvide usted al autor”. Conocer a Eduardo Huchín es una experiencia de antemano decepcionante. Cualquier fotografía reciente puede atestiguar mi absoluta falta de empeño para parecer un escritor. En los encuentros de poetas, los organizadores siempre piensan que provengo del congreso equivocado: “La reunión de neuróticos anónimos es en la planta alta”, me dicen. Conocer a Eduardo Huchín es pensar que algo anda mal en la República de las Letras. Un tipo demasiado ordinario no puede dedicarse a la literatura. Nada de ser la reencarnación de Charles Bukowski ni de flirtear con aquella chica de lentes de pasta. Simple como soy, apenas alcanzo a definir la normalidad sin atributos, habitante de ese universo donde los espejos son abominables simplemente porque multiplican las tallas de los hombres.

Debería llenar un montón de requisitos: citar a autores que nadie más ha leído, ganar más becas, aparecer en revistas. Pero no. Lo único que me conecta con otros escritores son las antologías, esas arbitrarias parcelas que dependen de un acta de nacimiento o de residencia. Y ya. Por lo demás, nací en el lado convencional de la vida. Falso vicioso, sólo ha fumado una vez y fue tabaco y fue un cigarro light y fue en la adolescencia. A los 30 años aún no he encontrado otra cosa que regalar a mis amigos que no sean libros. No crecí en inspiradores arrabales ni en hogares desintegrados y fui el chico de calificaciones de diez en la primaria, secundaria, preparatoria y carrera (ése al que siempre van a odiar los colegas que ahora me miran con conmiseración). Poco afecto a la sordidez, la literatura me interesa sólo cuanto es la única forma que conozco de inyectarle vida a la vida.

Insatisfecho por mis textos, inquieto porque tengo tres novelas a medio terminar, desesperado en la disyuntiva de empezar o no a envejecer de una vez por todas, me he convertido en un habilidoso practicante de mis miedos, en el testigo incómodo que observa cómo los otros se arriesgan a la vida. Ése soy yo: un autobiógrafo no autorizado, un paparazo de seres comunes, porque no he hecho en estos 30 años otra cosa que padecer el “complejo Kevin Arnold”, ser la voz en off de cada capítulo, trazar pretextos para quedarme en el rincón de la fiesta y no acercarme a la chica atractiva que baila.

Pero, lo siento, no sé hacer otra cosa que escribir. Y ni siquiera puedo asegurar que lo haga bien. Si alguien me preguntara sobre el origen de mi vocación diría que surgió como una anomalía de la personalidad. Es más: si hubiera leído a Gaby Vargas a tiempo, podría usar el lenguaje corporal para crear empatía con las demás personas y no estaría (como ahora) mandando mensajes a la deriva en busca de cómplices, patrocinadores y, por qué no, de groupies.

Y, no obstante, aquí estoy, saboteando lecturas obligatorias, incitando motines sin salir de casa. La felicidad también supone rebelarse a pequeña escala: contra los temas importantes y de imperiosa actualidad, contra los planes de estudio, contra lo disponible en la librería. Leer y escribir por placer es una actividad tan subversiva que nunca va a enseñarse en las escuelas.

Explorador del tedio, he descubierto que la sorpresa —como el milagro— depende de la mirada. Por eso escribo algo que bien pudiera llamarse “Crónicas degenerativas”, apuntes que no aspiran más que a degenerar el género de lo que alguna vez se llamó “ensayo”; literatura polizón y no prevista en las convocatorias. Corruptor de prosas menores, hago crónicas, artículos, posts, tan solo para satisfacer el placer de sobrevivir sin reservas a la ciudad y a la simpleza. Todo este tiempo he recorrido Campeche como quien revisa los mismos anaqueles de una Feria del Libro: a la espera de que un portento a bajo costo salga al paso.

Lástima que no existan concursos de autobiografía. Lástima que no exista ningún Juego Floral para lo que escribo.

 

Ficha biográfica

 

A los treinta uno está más gordo que a los veinticinco

Aunque no tan calvo como a los cuarenta

Ni menos pobre que a los diecinueve

 

Quizás con los mismos motivos masturbatorios que desde los doce

Me hicieron escribir poemas a chicas de quince

Con el léxico de un tipo de veintinueve

Que había leído demasiados diccionarios al azar

 

A los catorce ya pensaba en una rúbrica definitiva

Que no fuera el nombre manuscrito de a los doce

Con que firmé poemas que perdí a los quince

Cuando pensaba ya en mujeres de veintiuno

 

A los trece me sentí terriblemente solo

Pero nunca tanto ni tan a menudo

Como cuando quise dejarme morir a los diecisiete

 

A los treinta y dos seré todavía el poeta joven

De una generación perdida

entre los treinta y los cuarenta y uno

En un viejo mundo reciente y repetido

En un mundo de adjetivos generacionales

 

A los setenta podrán hacerme un homenaje

Desearé más que nunca a las chicas de quince

Habré ganado todos los premios que soñé a los dieciocho,

a los veinte, a los veintiséis

 

Hasta entonces sabré cuánta razón tenía Octavio Paz:

“Los poetas no tienen biografía”

Tienen currículo

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Imagen: Autorretrato de Pablo Picasso (detalle); tomada de www.impassemag.com

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