Svetlana Larrocha
Las ninfas a veces sonríen, de Ana Clavel (Alfaguara 2012), es una novela que explora la evolución de las sexualidades de Ada, personaje caleidoscópico que, desde su yo interno y externo, nos narra sus primeros años de vida, seguidos de la adolescencia y hasta alcanzar la edad adulta. Y hablamos de sexualidades porque realmente no es una sola sexualidad: con cada personaje Ada es ella misma y es otros.
Testigos del paso de los años por las palabras de Ada y de diversas referencias (televisivas, musicales, de lenguaje e incluso políticas), en “Las ninfas…” es narrado el deseo, el goce carnal y su extensión, la satisfacción, de muchas y distintas formas.
El libro se divide en tres partes: en la segunda y tercera, “Toda Fuente” y “Después del Paraíso”, respectivamente, Ada se desborda a través de los sentidos: infinitos, plurales, cada aventura, cada amante es exploración, descubrimiento; prueba, degustación. Activa y pasiva, tímida y osada, fina y vulgar (“la vulgaridad puede ser deliciosa”) ella es, en sus propias palabras, “multitud contradictoria de mujeres que me habitan”.
Asumida desde su infancia como una diosa —y como tal, el primer amante de sí misma—, Ada se ve con esa conciencia infantil que luego pocos, en la edad adulta, admiten haber tenido: “Me observaba con embeleso, veía mis ojos rasgados, las cejas bien dibujadas, el afilado óvalo del conjunto, los labios carnosos que se parecían a los del soberano padre. Me gustaban tanto mis labios que probaba a acariciarlos con la punta de la lengua y a mordérmelos hasta que se amorataban como una ciruela recién mordida (…) Debo confesarlo: mi mirada en el espejo era el más amoroso y violento de los besos.” La vanidad es arma, motivación. Esta seguridad en sí misma confiere a Ada la certeza de poder hacerlo todo, incluso el coqueteo tan solo por capricho: “Es que somos yo y mi voluntad.”
El tiempo pasa y las fantasías de Ada se multiplican con cada uno de los personajes que son su objeto de deseo, y de los cuales ella es también objeto. Deidad proteica, incluso puede ser hombre con un hombre: “Este hombre despierta mi hombre. (…) Con urgencia palpa otra vez mi bulto de fauno, cada vez más hambriento. Ahora sus ojos son una súplica ardiente. Entonces le ordeno: ´Date la vuelta´. Sus manos se apoyan en el borde del mingitorio mientras le confieso: ´Ahora sí. Voy a comerte…´”.
Fetichista, igualmente, por supuesto, Ada nos hace recordar algunos memorables pasajes literarios o cinematográficos, o ambos: “Entonces me apartó un instante para hacerse de tijeras, rastrillo, espuma. De modo que no era mentira. Obediente, lo dejé hacer. Se aplicó a la tarea de rasurarme como si podara un jardín de flores: cuidadoso, intransigente. En el espejo descubrí que mi pubis, albeante salvo por una misericorde línea central, sonreía con un virginal pudor neofascista.”
Es importante mencionar que en toda la novela abundan las referencias a distintas mitologías, así como bíblicas, medievales y de la cultura popular, lo que nos permite tener una idea de aspectos temporales, históricos y socioeconómicos de su entorno: Ada, adulta, es intelectual, y, escritora (veleidades), nos narra desde el presente, su pasado, sin abandonar los matices con que todos vimos nuestra infancia.
Un aspecto fundamental y distintivo en la novela es el lenguaje. Ana Clavel pone en boca del personaje, acertados, contundentes, el humor y la ironía —que incluso a veces rayan en el sarcasmo—, pero sin abandonar el preciosismo del ritmo y la metáfora, sostenidos en toda la obra.
Crítica, Ada incluso usa su pluma en forma de espada contra la pusilanimidad de algunos personajes de su entorno: a través de una más de sus fantasías, escribe acerca de hechos políticos por todos conocidos: “Ese otoño de aciaga memoria comenzó la epopeya. Apenas el olor de la sangre y la pólvora se extendió sobre la Plaza de los Sacrificios, la gente del pueblo, los padres, los hermanos, las novias, los amigos, los enemigos, los desconocidos se levantaron en armas en la ciudad de los palacios y los castillos en el aire de la región más transparente”. Pero las fantasías de Ada, literarias o no, no siempre eran bien recibidas:
“—No vuelvas a componer la historia. Tus cuentos no sirven de nada. Aquí la gente no hizo nada después de la matanza, no se levantó en armas, ni clamó por la verdad. (…) Yo no estoy aquí y tampoco te conozco. Es más: no te veo.
Como si sus palabras fueran hipnóticas, comencé a desaparecer. (…) ¿Volverse invisible nada más que por no estar de acuerdo y dar otra versión de la historia? (…) Debiera haber legiones de invisibles…”
He dejado al último comentar la primera parte de Las ninfas a veces sonríen, “Apenas tenue”, porque considero que es, indudablemente, donde se halla el contenido más cuestionador de la autora.
Hasta fines del siglo XIX, se negaba o se creía inexistente la sexualidad infantil, especialmente la que hay entre el nacimiento y los seis o siete años. Si en esta época se daban manifestaciones sexuales —por ejemplo, masturbación o ciertos “juegos” —, eran consideradas “perversiones” propias de niños precoces. Ciertamente es difícil estudiar la sexualidad durante este período, sobre todo por razones éticas: es imposible llevar a los niños a un laboratorio para realizar experimentos o hacer observaciones en situaciones específicas.
Posteriormente, los estudios realizados por el psicoanálisis sirvieron para reconocer la existencia e importancia de la sexualidad durante los primeros años de vida. Sin embargo, es discutible la metodología empleada: muchos profesionales afirman que recuerdos y sueños de pacientes adultos son inexactos, por lo que les apuestan más a las observaciones de padres y educadores, quienes son los que están más tiempo con los menores. Desgraciadamente, estas observaciones (de los padres, especialmente) están, con frecuencia, sujetas a prejuicios e interpretaciones bastantes discutibles.
Al analizar las primeras páginas de Las ninfas…, es inevitable no recordar y hacerse algunos cuestionamientos: icono literario de los abusos a menores, Lolita, de Nabokov, pone a Humbert Humbert “abusando” de su hijastra. Pero, ¿fue Dolores, Lolita, ciertamente la víctima? Respondernos con honestidad esta pregunta quizá nos hace ser menos duros con Humbert.
Por su parte, Mario Vargas Llosa, en Elogio de la madrastra, nos muestra al prepúber Fonchito, hermoso, dulce y angelical, pero que a la larga pertenece a otra estirpe de ángeles: los demonios. Y, ¿qué pasaba por la mente de Enedina mientras su padrastro Santiago la tocaba, en el cuento “Ninfeta”, del yucateco Juan García Ponce? Podríamos lanzar cualquier hipótesis, pero la verdad es que nunca lo sabremos.
Con una gran maestría, en Las ninfas… Ana Clavel evidencia algunas cuestiones que no pocos estudiosos de la sexualidad infantil se han hecho: ¿existe en algunos niños y adolescentes la conciencia de saberse deseados? ¿Dónde termina la responsabilidad del pederasta? ¿Qué pasa por algunas mentes infantiles cuando se da el juego de la seducción? ¿A qué edad se decide —o es válida la decisión— del ejercicio de la sexualidad? A veces, según Ada, hay un Paraíso “que comienza en ser juguete del deseo de los otros —y disfrutarlo—”.
Igualmente, Ada, como ella misma dice, y quizá como más de un niño, es ambiciosa: Un par de monedas podían hacerme sonreír sólo de pensar en otros dones. (…) Él debió saberlo desde que me vio en la dulcería. (…) me mostró una reluciente moneda de plata. Por supuesto, lo seguí…. Entonces, ¿a veces hay un “precio” —oculto o abierto— entre el menor y el adulto?
Yo sabía que quería perderme —eso cualquiera lo sabe—, dice Ada, y la pregunta inevitable es: ¿cuántos lo saben? ¿Cuántos están conscientes de que el espanto y la belleza son las “caras intercambiables del Paraíso”?
No es mi intención, por supuesto, justificar el crimen de la pederastia, pero es una realidad que en algunos niños y/o adolescentes la sexualidad es más explícita, está más desarrollada que en otros, lo que se manifiesta hacia las personas más cercanas: como Ada, con algún amigo de la familia, el jardinero, algún tío, un primo, aunque luego, descubiertos, sean expulsados de ese paraíso.
También, es cierto que esa sexualidad es vista, advertida (pero casi nunca aceptada, más bien soslayada) por algunos padres y quizá algunas personas próximas al niño, como los hermanos y hermanas mayores: Ada “salvada” por sus hermanas; posteriormente, Ada regañada, Ada acusada, y luego castigada por la omnipotencia paterna: “´Así que otra vez has hecho de las tuyas…´. Bajé la mirada. Me dio tres nalgadas y un jalón de orejas que era vehemencia, puro beso contenido.”
Ya en una novela anterior, “Las Violetas son flores del deseo” (Alfaguara 2007), Clavel había abordado otro de los tabúes más cuestionados de las civilizaciones contemporáneas: el incesto. En “Las ninfas…”, Ada, en sus primeros años experimenta de manera abierta el incesto. Pero en esta novela no es sino una forma más de recibir y de dar placer. Ante esto, otra pregunta surge: ¿es el amor/admiración de Ada-niña hacia el “soberano padre” una pieza que favorece su relación con distintos hombres adultos? “… el soberano hombre me recordaba a nuestro padre…”, dice enfática, y, creo, que no solo para justificarse ante ella misma y ante los otros.
Pero hay un límite, definitivamente: para Ada, el deseo debe ser compartido, consensuado, si no, nunca es aceptable. “Nada que ver con los episodios que le escuché contar a otras diosas en el bosque. Niñas violentadas con el vientre despanzurrado como muñecas inservibles. Olas pubescentes que se habían quedado atoradas en miasmas de dolor y ultraje”. No, Ada nunca sufre: es un ser nacido para el goce.
“… es que a ti nunca te forzaron. Tú, como Buena diosa, siempre has tenido suerte”, dice a Ada con un dejo de tristeza su hermano menor, y quizá en esta afirmación se encuentre la respuesta a otros cuestionamientos.
———————————
Reseña publicada en Tropo 2, nueva época, 2013.