Svetlana Larrocha
Durante sus visitas a Yucatán y Quintana Roo en 1999, la escritora mexicana Beatriz Espejo realizó diversas actividades: en Mérida ofreció conferencias y concedió esta entrevista exclusiva para TROPO; y en Chetumal y Cancún presentó el libro del profesor Raúl Arístides Pérez Aguilar sobre la narrativa de Emilio Carballido y convivió generosamente con escritores locales. En esta conversación amena y con sentido del humor, la cuentista mexicana —entre las mejores de su generación— recapitula sobre sus “dos errores literarios”; muestra su preocupación ante los contradictorios resultados de los talleres literarios en el país; y reflexiona acerca del rigor necesario para abordar el género que ella domina con excelencia: el cuento.
—En estos momentos de tu vida, como artista, como mujer, ¿te encuentras realizada, sientes que has dejado pendiente algo?
—No me siento tan mal como debería sentirme, porque ya no soy una gente joven. Para una mujer tan vanidosa como yo, empezar a dejar de ser joven es doloroso. Sin embargo, he tratado de hacer unas cosas por otras. Es una época en mi vida en que mi hijo ya se ha ido de casa (está estudiando en el extranjero); por otra parte, mi marido y yo estamos confrontándonos como una pareja que se lleva bien, por cierto.
Al recapitular, veo que cometí dos errores literarios muy serios: uno fue que Francisco Corzas, el famoso pintor de desnudos, muy amigo mío, me pidió que hiciera un libro de arte acerca de él; y nunca lo hice. Me había ofrecido como pago un cuadro, el que yo escogiera. Pero yo estaba muy joven, con veintitantos años, me faltaban elementos suficientes, sobre todo disciplinarme, y no lo hice. El otro error capital fue que, en ese tiempo, Emmanuel Carballido, quien aún no era mi pareja, me pidió que escribiese una antología de la prosa breve mexicana y tampoco lo hice porque mi situación emocional no me dejaba sentarme a leer, a escribir, a trabajar. En realidad, en esos momentos yo estaba viviendo una juventud muy gratificada, muy contenta. Ahora estoy tratando de escribir lo más que puedo, antes de dejar de hacerlo. Escribo prólogos, antologías de mis propios cuentos y ahora sí voy a hacer un libro sobre la prosa breve, aunque ya no será tan extenso.
—¿Y qué piensas acerca de este género en nuestro país?
—En México el narrador es muy bueno. Hemos tenido una tradición de cuentistas muy grandes. Sin embargo, los talleres literarios que han proliferado en todo el país han tenido dos resultados: uno, que haya más cuentistas; dos, que la gente sepa redactar. El único problema es que a muchos de ellos les falta personalidad. Eso nadie se los puede dar, eso lo tienen que adquirir.
—De esta generación, ¿a qué autores valoras?
—A varios. Me gustan Hernán Lara Zavala, Eraclio Zepeda —independientemente de posturas políticas—. De mujeres, a Silvia Molina; de las grandes, que pertenecen a una generación anterior a la mía, a Inés Arredondo, Amparo Dávila y Elena Garro. Rosario Castellanos no es tan buena cuentista; sí buena poeta y novelista, con una temática novedosa, todavía vigente; pero en sus cuentos se dejaba llevar por el feminismo y la demanda social. Todavía existe este tipo de preocupaciones; yo misma las tengo, pero un cuentista debe esconder su preocupación fundamental; debe contar la historia y que sea el narrador el que descubra lo que se quiere decir. Cuando un cuento ofrece dos lecturas, el autor ha conseguido hacer un gran cuento. Los grandes cuentos no se dan en maceta, aparecen de vez en cuando. Incluso José Revueltas, por ejemplo, no escribía cuentos perfectos. Tiene obras maestras y cuentos menores. Esto sucede hasta en Borges, quien —dicen— tiene el más alto control de calidad.
—En tu caso, ¿cuál podemos considerar el mejor cuento?
—Creo que hablar de eso es muy difícil. Tengo uno que se llama El cantar del pecador. Creo que es interesante, algo así como una novela gótica resumida en 25 páginas, inspirado en el tipo de novelas que leía cuando joven. Tengo otro que se llama El faisán. Me parece igualmente interesante; va de pasado a presente en el lecho de muerte de una persona y habla de los últimos instantes de una vida. Claro, esto ya lo han hecho otros escritores, pero no hay tema que no se pueda volver a tocar si lo abordas afortunadamente. Hay otros cuentos que me gustan, pero de ninguno me siento absolutamente satisfecha. Ahora estoy escribiendo uno que se llama Cómo mataron a mi abuelo, el español, con el cual voy a iniciar una antología sobre una saga y éste va a ser el único inédito.
—Tomando en cuenta tu trayectoria y conocimientos, ¿alguna vez has pensado hacer, sobre todo para los que empiezan, algún manual acerca del cuento?
—A lo mejor sí, fíjate; porque con esos libros siempre se gana mucho dinero. En realidad, no lo había pensado. He dado muchas clases, talleres… ahora voy a ser una de las asesoras de la beca “Juan José Arreola”, en Casa Lamm, y pues allí, seguramente asesorando a escritores profesionales… Tal vez te refieres a lo que voy a escribir acerca de la prosa breve, aquel que debí haber hecho hace mucho.
—Según Beatriz Espejo, ¿cuál es la característica principal del cuento?
—Que lo leas y no se te olvide. Cuando tú consigues hacer eso es que lo has logrado. Se producen cientos de cuentos y la mayoría son olvidables.
—Recuerdo uno tuyo, en Alta Costura, que se llama El bistec.
—Ese es un cuento muy malicioso. Surge cuando una amiga me dijo: “Me dan ganas de hacer esto y esto…”, a propósito de su marido. A mí se me hizo chistosísimo. Mi amiga, por supuesto, no lo hizo… era un juego, un exabrupto que me contó tomando un café. Este cuento marca un aspecto diferente a los incluidos en el libro. En Alta costura hablé de las artistas, de las célebres escritoras, de la decadencia femenina, del amor realizado. Era el tema de mujeres con distintas aptitudes y no había yo hablado de mujeres comunes y corrientes, de las que siempre se olvidan, como esa de “El bistec”.
Otro cuento que me gusta de aquel volumen es Entrevista con una leyenda; trata de Pita Amor. Fui a entrevistarla, pero como no pude hacerlo elaboré una especie de reportaje con entrevista, que al final me resultó un cuento. Por esta mezcla es una lectura muy contemporánea: como sabes, a finales de este siglo se han corrompido los géneros.
—¿Y qué me dices del titulado Progreso?
—Se lo dedico a Elvia Rodríguez, Hernán Menéndez y Hernán Lara Zavala. Adoro mis recuerdos en Progreso. Bueno, en realidad nunca viví allí, tampoco en Veracruz. Iba a pasar mis vacaciones a esos lugares, pero nunca por más tiempo. Mi padre era yucateco y mi madre, veracruzana, aunque, lo digo abiertamente, me siento mucho más yucateca, incluso mi temperamento ¡y mi físico! Son más de Yucatán.
—Frente al público, a veces das la impresión de ser muy sobria, solemne.
—Tal vez porque soy muy sistemática y ordenada, ¿sabes? Incluso en mi casa. Quizá esto me haya limitado para escribir algunas cosas. Cierta vez, Enrique González Casanova, cuando yo empezaba mi tesis de doctorado, me dijo: “Mira Beatriz, los vidrios de tu casa están impecables; los de la casa de “X” escritora están todos sucios; pero ya ves cuántos libros ha escrito”. Esto es de lo mejor que me ha dicho un amigo. Tiene razón. Una dirigiendo una casa y cuidando que todo esté almidonado, no escribe más libros. Pero no puedo cambiar mucho. Me gusta el orden: en el desorden no trabajo. Si estoy escribiendo y veo un cuadro torcido, me levanto, lo compongo y continúo.
—Esa disciplina se refleja en tus textos…
—Sí, no creo en la inspiración que cae como un rayo que ilumina, sino en llevar una vida ordenada para prepararte y crear, para tener algo que te sostenga. Por ejemplo, cuando me dan algo para prologar, leo y releo; me ha llevado más de dos meses hacer un prólogo.
—Para finalizar, Beatriz, ¿cómo te preparas y capacitas para escribir?
—Soy una lectora feroz desde niña, desde que descubrí mi vocación. Mira, empecé a leer cuando mis padres hicieron un viaje al extranjero y me quedé en casa de mi abuela paterna, donde había una gran biblioteca. De repente, como en una explosión pasé de los cuentos infantiles a las novelas que leía mi tía Beatriz: Mujercitas, Cumbres Borrascosas. Y te repito, esto en un mes y medio, el tiempo que se ausentaron mis padres. Una noche, mi abuela se apareció en mi cuarto y me dijo: “¡Apaga la luz, te vas a volver loca de tanto leer!”. Luego me siguió diciendo que nadie se iba a casar conmigo y que yo iba a despreciar a las mujeres que no habían estudiado (a ella, a mi madre). Fíjate los conceptos de la época. Y luego mi mamá, preocupada, como si le hubieran dicho que padecía una enfermedad incurable. Cuando llegó mi padre, me llamó: “A ver, ¿cómo está eso de que lees hasta las dos de la mañana? No vas a crecer”; y toda una serie de cosas: que me iba a quedar chaparrita. “Debes dormir temprano”, sentenció. Fue entonces cuando contesté: “No, es que yo voy a ser escritora, ya lo decidí. Voy a estudiar en la Facultad de Filosofía y Letras.” (Una monja del colegio donde estudiaba me había dicho que eso era posible). A los dos o tres días papá me llevó un libro, Ciencia del lenguaje y arte del estilo, de Amado Alonso. Me dijo: “Si vas a estudiar, estudia bien”. A partir de allí, no tuve duda alguna.
Beatriz Espejo cursó la maestría y el doctorado en letras en la UNAM. Su colección de cuentos La otra hermana fue el primer libro editado por Juan José Arreola en los legendarios Cuadernos del Unicornio. Ha publicado Muros de Azogue (1979) y El cantar del pescador (1993), además de obra ensayística y de entrevista. Su obra le ha valido el Premio Nacional de Periodismo (1983), el Premio Magda Donato (1986), el Premio Nacional de Colima de Narrativa (1993), por citar algunos. Con Alta costura obtuvo en 1996 el Premio Nacional de Cuento que otorgan en Instituto Nacional de Bellas Artes y el Gobierno del Estado de San Luis Potosí.
Imagen tomada de www.sinembargo.mx
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Entrevista publicada en Tropo 9, Primera Época, 1999.