La obra poética de Javier España

Norma Quintana Padrón

 

Nacido en Chetumal en 1960, Javier España Novelo estudió en Mérida, Yucatán, donde maduró su formación intelectual, cultivada desde la infancia por un padre maestro, y se afirmó su vocación por las letras como instancia de vida. En los talleres literarios de la Universidad de Yucatán y la Normal Superior de Mérida, bajo la tutela de instructores responsables, comenzó a tomar forma un criterio muy personal sobre el oficio literario que hasta hoy lo distingue del panorama intelectual quintanarroense.

Su primer libro, Presencia de otra lluvia (1987), que obtuviera en 1988 el premio Especial de Literatura “Antonio Mediz Bolio” del Gobierno del Estado y el Instituto de Cultura de Yucatán, es ya un producto de madurez literaria con todos los rasgos que lo definirían en el futuro; poco o nada han cambiado desde entonces sus preocupaciones temáticas, sus obsesiones, su sistema de trabajo, sus recurrencias en cuanto a estructuración del texto, sus procedimientos verbales y su modo de encarar el momento creador; a lo sumo se observa una intensificación en el trabajo de ajustar la idea con la frase y el ritmo interno del verso y un aumento de las complejidades expresivas respecto al empleo de recursos tropológicos. Lo cual equivale a decir que España, al igual que poetas como Arthur Rimbaud y Dulce María Loynaz —por poner dos casos completamente distintos, pero igual de ilustres— pertenece a esa rara cofradía de escritores que alcanzan muy tempranamente un modo peculiar de expresión y casi no evolucionan, pues llegan al extremo de sus tendencias y elecciones personales al inicio de su camino; o, dicho de otro modo, consiguen su estilo y asumen una poética en etapas en las cuales otros poetas andan aún en los tanteos. Rara virtud que otorga una asombrosa coherencia a su obra.

El texto de España, por lo general breve e intenso, se enfila hacia la extrema depuración estilística, huye de lo anecdótico, se despoja de lo lingüísticamente accesorio y persigue, más que la vibración emotiva por el camino del sentimiento, hallar las claves del ser, el lugar del poeta y de la imagen poética en el universo por medio de un lenguaje tenso, reflexivo y conceptual.

En Presencia de otra lluvia se encuentran algunos de sus textos capitales y la llave para comprender toda su obra: en este poemario se inicia la exploración en la capacidad del hombre —representado aquí por el sujeto lírico— para inteligir algunos de los enigmas que lo han inquietado desde que pudo racionalizar sus vínculos con el universo: el sentido de la vida, el origen del conocimiento, la relación entre la realidad y el sueño, el amor y el deseo, la muerte, el papel del reflejo en el proceso del pensamiento, el lugar de este último en el engranaje universal y el misterio de la palabra, resumen de toda su ansiosa reflexión por ser ella misma el reflejo supremo de la conciencia, de ahí que le corresponda al poeta a través del verbo, de la imagen, restaurar los fragmentos dispersos del devenir, atrapar el tiempo; dar cuerpo a una realidad otra, especular, oculta y trascendente:

 

Segar aquel instante entre las manos,

aquella sed extraña en movimiento

bajo una lluvia ajena que se olvida

 

poder tocar la luz y deshacerse

en el espejo a solas descubierto,

donde ninguna espera es imposible;

 

desnudar la violencia de los mitos

el culto enmudecido del lenguaje

y fraguar el destello de la muerte:

 

el oficio sin rostro, la palabra.

 

(“El oficio”)

 

Como José Lezama Lima, uno de sus dioses tutelares, Javier España concede a la creación poética la categoría de camino hacia el conocimiento, conocimiento adquirido desde otra racionalidad, donde los vínculos causales pierden su rigidez cartesiana y se instala en lo que el delirante de Trocadero llamó “vivencia oblicua”, la relación inusitada entre las cosas, atrapada por la palabra y transformada en interrogante que es en sí misma una respuesta:

 

En la mirada que naufraga ante el asombro de la noche

no basta la razón en transparencia de acertijos

ni el pertinaz influjo del verano que circunda las presencias.

Es tiempo del vocablo nunca cierto en la pregunta de sí mismo,

del grito iluminando las heridas del espejo y la palabra.

 

(“Follaje de los muros”)

 

Lo cual quiere decir que el conocimiento poético es dúctil, dialéctico, responde al movimiento del espíritu y de lo fenoménico y es, por lo tanto, la constatación de que el ser no tiene asidero pues lo real es aparente, no hay fijeza, todo fluye en la lluvia pertinaz del transcurso, de lo movible y cambiante e inasible. En la poesía de España alientan los miedos más tremendos y avasallantes, a saber: el miedo a no saber quiénes somos ni de dónde procedemos, el miedo a la incertidumbre, el miedo a la soledad y el miedo a la muerte.

Poesía dolorosa en su indagar obsesivo, no está hecha de emociones epidérmicas, de tirones viscerales que se olvidan casi de inmediato, su angustia conmueve la zona de nuestro espíritu donde está la señal roja para las alarmas más antiguas; y aunque parezca un contrasentido, a pesar de su aparente exceso de racionalidad, la obra de Javier España desata nuestros atavismos.

 

Extraños los objetos se estremecen

al deseo de sangre ennegrecida,

como cadáveres hambrientos de sí mismos.

 

Se rompen pulsaciones del asombro

en manos inmortales de un suicida,

y el rostro de un instante se contempla

donde mueren los ojos de la espera.

Sin cesar, ¿quién murmura tras la puerta?

 

(“Circunstancia de muerte”)

 

Javier España ejerce su oficio de creador con una extrema conciencia de los riesgos y apuesta al rigor sin hacer concesiones, aun a costa de una renuncia a la dudosa accesibilidad que pondría sus textos al alcance de lectores no entrenados en la lectura de una poesía destilada hasta esos límites. Ha establecido, pues, sus propias reglas, reglas donde está implícita la existencia de un complejo simbólico a partir del cual se levanta un sistema significante; dicho sistema da sustento a su obra y la encauza de modo tal que la secuencia de sus libros parece ir apoderándose, por medio de la reflexión, de ciertas parcelas de la realidad para transformarlas en cuerpo verbal.

Desde ese entramado sígnico, podemos seguir la línea de un pensamiento que va desentrañando las claves del universo mientras penetra en el misterioso ámbito de la imagen; así, la lluvia se nos muestra como igualadora —y en esos casos se equipara con el tiempo y la muerte—, pero también representa la indefinición, origen de la paradoja, persistencia, obsesión y deseo; la lluvia, lo que llega sin ser pedido, lo casual e indeterminado: el agua, lo cambiante e inatrapable, lo fluyente, como el propio devenir.

Observando con atención los libros de España, se pueden determinar algo así como círculos o ámbitos semánticos asociados a sus preocupaciones recurrentes: la reflexión filosófica y su enlace con la poesía; el proceso creativo; y lo que podríamos definir como el contrapunto entre Eros y Tánatos, o la dialéctica del amor y la muerte.

A partir de esas tres grandes esferas temáticas se genera y arma su universo simbólico. En los textos que tratan sobre los vínculos entre filosofía y poesía, el elemento líquido —agua, lluvia— nos remite a las categorías de tiempo y movimiento, mientras que todo cuanto se refiere al ser y al pensar estará implícito en vocablos como espejo, que nos lleva a la idea de reflejo y de ahí a la de conciencia; y otros como tacto, cuerpo, manos, vientre, muslos, que representan la materia, lo fenoménico, la existencia de los sentidos como puente entre lo concreto y lo abstracto; o el término rostro, que se vincula a conocimientos e identidad, etc.

Una palabra clave en los textos de Javier España es imagen; es decir, visto desde el punto de vista filosófico, estación de tránsito en el camino de la percepción al pensamiento y por ello relacionada simbólicamente con conceptos como esencia y conciencia; y no es fortuito que su segundo libro Tras el biombo (1991) esté presidido por una cita de Lezama: “En esa conciencia de ser imagen, habitada de una esencia única y universal, surge el ser… Ese ser concebido en imagen como el fragmento que corresponde al hombre y donde hay que situar la esencia de su existir”.

Para Lezama la poesía, cuyo cuerpo es imagen, es la única posibilidad que tiene el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, de recuperar su parte en la unidad primera, de vislumbrar en iluminaciones súbitas los fragmentos del mundo primigenio —cuando no existía el tiempo, ni la caducidad, ni la muerte— destruido por el pecado original y oculto desde entonces detrás de lo fenoménico.

Por esa razón, en textos autorreflexivos, donde el tema es el propio mecanismo del pensar, imagen es también en el sistema simbólico de España un resumen del universo poético, la clave del tipo de pensamiento que lleva al poema, esa “realidad del mundo invisible” que revela el envés de los objetos y los hechos, la esencia oculta apenas entrevista en iluminaciones, como en el poema “Aproximación a la idea”, de Presencia de otra lluvia:

 

Abre el prólogo bocas invisibles

que en estrías emanan acechantes:

el perfil de la idea rasga el labio.

 

Bajo el sueño inconcluso de su imagen

se congela el reflejo de otros signos:

una letra, una voz, alguna cifra.

 

(Una fecha demora su estadía

en la orilla de un cuerpo que no existe.

Utensilios tenaces roen tactos).

 

En la piel de lo abstracto se reclama

de la próxima luz algún sentido,

el esbozo que vierta en transparencia.

 

Debido a que el sistema de trabajo de nuestro autor lo lleva a reflexionar en torno a definiciones que luego son elaboradas poéticamente, en los textos de Javier España los vínculos entre sus esferas de inquietudes temáticas más generales y recurrentes son extremadamente firmes, aunque sutiles, y se entrecruzan, superponen e interpretan, haciendo de sus textos verdaderos complejos polisémicos. Así se entreteje una trama de concurrencias y “resonancias” cada vez más abarcadoras que nos llevan de un texto a otro, de un libro a otro —como las ondas creadas por una piedra en el agua— en un viaje donde todo es a la vez igual y distinto. He aquí algunos de los símbolos más frecuentes:

 

—Fuego (o flama o incendio). Se asocia a la creación, a la intensidad de la búsqueda de las palabras.

—Boca. Se vincula a la idea de lo desconocido, es el umbral, la puerta por donde se penetra en lo ignoto, también de ella sale lo inesperado. Es la dispersión del verbo.

—Muro. Remite a encierro, impotencia, bloqueo, esterilidad (en el sentido más amplio).

—Rostro. Certidumbre, definición, identidad, certeza, conocimiento.

—Cuerpo. Lo tangible.

—Manos. Asidero.

—Cenizas. Destrucción.

—Párpados. Se vincula a la relación entre conceptos antitéticos como vida-muerte, luz-sombra, lo real y lo imaginal, lo tangible y lo intangible.

—Ventana. Como boca, más bien nos remite a lo que está más allá, es el límite entre lo que sabemos y lo que no sabemos, entre lo que se puede y no se puede, entre lo tangible y lo intangible, entre el afuera y el adentro, entre lo incógnito y lo revelado.

—Espejo. Capacidad de desdoblamiento, vehículo de la imagen, representa el poder de la inteligencia para lograr la abstracción y crear un mundo paralelo, el de lo imaginal, se asocia a reflejo, a la virtualidad, a lo que parece real pero no es.

—Sueño. Espacio de la realidad poética, liberación, vida paralela, se asocia a espejo, desdoblamiento, otredad; también a la muerte y al amor.

 

Toda la obra de Javier España es una persecución del cuerpo del poema; una ocupación por la imagen, al decir de Lezama, de la propia vida para fijarla de algún modo en la escritura en un intento por restaurar el equilibrio del yo en medio del caos y la fragmentación:

 

Aún sedienta de hastío la palabra,

se contempla en su forma el delirante

devenir que la cifra en agua y fuego.

 

Es entonces el nombre de la cosa,

de llamarse adjetivo en cada muerte

y romper con el grito la ceniza,

acunar el refugio del trastorno

la materia del sueño y de la angustia

que fecunda el dolor de los espejos.

 

En memoria del tacto no agoniza

la intemperie que nace del murmullo,

de la sombra ocupando la palabra.

 

(“El sitio, la palabra”, en Presencia de otra lluvia”)

 

La poesía es, entonces, liberación y amuleto contra el temor a lo innombrable, pero también acecho, cerco y espera, búsqueda ciega y parto doloroso, espejismo, desdoblamiento e incursión en el misterio con mucho de horror y de muerte, de ahí que aparezcan una y otra vez la palabra miedo y otros vocablos asociados a su campo semántico como sombra, pasadizo, insomnio, sonambulismo, suicidio, pesadilla, niebla, cifra, ceniza, sentencia, grito, cadáver, penumbra, cieno y podredumbre, entre otras. La poesía, en fin, es un viaje hacia la luz a través de las regiones en donde habita el lado oscuro de la naturaleza humana:

 

En sangre del insomnio

rumora la palabra su inclemencia,

atenaza entre sombras interiores

al horizonte de los párpados,

donde la sed del fuego en cólera

destruyente la promesa del silencio. (…)

 

(“En la inscripción del miedo”, en Tras el biombo)

 

Hay, por otra parte, un aspecto doloroso e intenso en su ejercicio de la sensualidad, aun en el encuentro con el paisaje y en la apreciación de la belleza, que proviene de su irreductible tendencia a la reflexión, a buscar más allá de lo aparente, y en ese esfuerzo intelectual el espíritu se tensa hasta el límite, en un estado semejante al de la angustia. Numerosos textos de las secciones Trazo en cristal y Varia, de Tras el Biombo (1991); poemas como “Marinas”, “Estío”, “Boceto de violinista verde”, y “Contornos sin luz”, de Travesía de fuegos perseguidos (1993); y los poemas de la sección Tintero del imaginante de Tributo del viandante (1998) poseen esa cualidad.

Se trata, como explica el autor en una entrevista, de derivaciones poéticas cuyo origen es lo que podríamos llamar “observación intelectiva”, un ejercicio para recrear la realidad, las vivencias, los referentes culturales partiendo de la experiencia sensorial y donde no se describen los objetos, los hechos o las sensaciones pues lo importante no es lo exterior y aparente; antes bien, se interpretan, porque se trata de expresar su esencia; o, para ser más exactos, el sentido profundo hallado a todas las cosas en la intimidad de un espíritu cuyo deseo es comprender, más que aprehender:

 

Un tigre escapa de sí mismo,

evade la prisión, su cuerpo;

vence a las rejas laberínticas

que en siglos lo apresaron.

Se fuga, viene a mí,

y la palabra le encadena otra piel:

victoria inútil, cárcel invencible.

 

(“Cárcel”, en Tras el biombo)

 

II

 

Boga en furor

sobre escarlata.

Implacable es el mar,

No el barco intuido

en el oculto trazo.

 

(“El barco rojo”, en Litografías de Redón, de Tributo…)

 

El amor, en consecuencia, no es nombrado desde una perspectiva gozosa o hedonista; antes bien el erotismo —en el sentido de carnalidad— y el componente sentimental del hecho amoroso participan de esa misma naturaleza cavilante, tan proclive a la angustia, que tiene en la poesía de España todo cuanto se refiere a la relación del hombre con sus sentidos.

Agonía de las máscaras (1998) viene a ser el resultado de una intensa búsqueda interior y de un largo meditar acerca del amor, sus cumbres y sus abismos, sus luces y sus sombras. En este libro se nos ofrece una visión del erotismo que va más allá de las comunes interpretaciones. No son el juego ni la expansión del instinto los signos determinantes en esta indagación morosa, reconcentrada, sino la dialéctica del dolor y el deseo, esa frontera imperceptible donde el gozo y la entrega traen palpitaciones de agonía, desde donde se contempla el abismo y se siente la ansiedad de la muerte:

 

Consumación del celo

en la emboscada turbia

que ninguna estación logra asir.

 

No el azul, nunca más.

Un solo cuerpo, los amantes.

Un llamador para el secreto

propaga en láudano doliente

su paisaje de manos en abismo.

 

A un frágil gesto

se templa el abandono,

claridad sin cumplirse:

oculta entraña de los ecos.

 

En su prólogo a Agonía de las máscaras, el poeta tabasqueño Francisco Magaña ha escrito al referirse a la segunda sección del poemario: “(…) es un vivo encuentro de la conciencia del pensamiento con la conciencia del deseo. En un mundo hostil, crece la encarnación de la sangre fustigada por la seducción de un cuerpo. En ese repentino segundo prodigioso en el que una habitación recobra sus encantos, el “acto respira/ en doble transparencia” esclarece el asombro, la contundencia de lo fugaz y la fascinación por el abismo: la magia del instinto nos brinda la posesión del cuerpo amado y una de las más profundas manifestaciones del éxtasis; también es manifestación del deseo nunca saciado y del silencio meditabundo y contemplativo…” y agrega: “Esta sección es una exaltación del acto amoroso, una apuesta por la nada, el sacrificio ofrendado a lo perdido, al mundo sin asidero. Y es la aceptación de que desde el primer momento todo tiene que ver con la fatal presencia de la ausencia, con la cólera impotente y con la aceptación del triunfo de lo efímero”.

Es precisamente esta conciencia de lo efímero en el deseo y en los sacudimientos del placer, como recordatorio implacable de que somos perecederos, lo que confiere a la poesía erótica de España su tono, su peculiar modulación; para llegar, finalmente al descubrimiento de la soledad como estado perenne del ser humano.

La poesía de Javier España es una rara flor crecida entre sueños y cavilaciones, un acto de exorcismo y un ejercicio espiritual que enriquece y honra a las letras quintanarroenses, su extensa bibliografía incluye, además de los libros ya citados. Siempre es tarde (1992), Pronunciar de ofrendas (1994) y el texto colectivo Tierra recién nacida (1998). Ha sido incluido en todas las antologías de poesía quintanarroense, así como en Tiempo vegetal (1993), antología de poetas del sureste de México, y en otras importantes complicaciones de poetas mexicanos contemporáneos. Ha dedicado durante años parte de su tiempo a la orientación de jóvenes con inquietudes literarias, coordina desde su creación el taller literario de Cultura, así como el de la Universidad de Quintana Roo.

 

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Imagen tomada de Revista La Otra (www.laotrarevista.com).
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Ensayo publicado en Tropo 11, primera época, 2000.

 

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