La obra poética de Luis Miguel Aguilar

Norma Quintana Padrón

 

Luis Miguel Aguilar (1956) nació en Chetumal, pero fue llevado a vivir a México, D. F. siendo aún muy pequeño; es, por tanto, otro de los autores cuya formación intelectual tuvo lugar fuera de Quintana Roo.

En su primer poemario —Medio de construcción (1979)—, donde reúne textos escritos desde 1975, se encuentran ya todos los elementos que habrán de caracterizarlo en el futuro: rigor compositivo, singular cultura poética, naturalidad, sentido lúdico, proclividad a lo anecdótico o narrativo, manejo controlado de la emotividad y empleo de los recursos humorísticos.

La cultura poética, el gran conocimiento que Luis Miguel Aguilar posee de las tradiciones líricas de raíz latina y, sobre todo, anglosajona —de la cual provienen sus más notables influencias— le permitió retomar modelos y actualizar formas estróficas como la vilanela y la sextina, siguiendo a su modo personal un camino ya transitado desde comienzos del siglo XX por autores de lengua inglesa como W. H. Auden, William Empson, Dylan Thomas, James Joyce y Ezra Pound, y de lengua castellana como Jaime Gil de Biedma.

Advirtamos que, en primera instancia, el propósito de nuestro autor no es halagar a entendidos con una versión “mexicanizada” de viejas y exóticas formas poéticas, en un alarde de erudición retórica, sino aprovechar esa retórica para decir cosas de nuestros días, del amor y el desamor en estos tiempos, con ese aire fresco que la forma juguetona, y sólo ella, puede arrojar sobre tales contenidos.

Aunque de connotaciones mucho más amplias, en buena medida el ludismo de Aguilar encuentra su justo cauce en el juego de paralelismos, alternancias y repeticiones implicado en la reelaboración de estas antiguas estructuras, lo cual permite inferir un gusto por las demostraciones del ingenio y ello nos conduce también a su gran sentido del humor, que navega con fortuna por las aguas de la ironía y aún de la sátira, con una lúcida conciencia del ridículo y de los pequeños absurdos cotidianos; pero humor sin vitriolo, amablemente burlón, para ver el lado chusco de la vida aun cuando se enfrente a la enfermedad, a la sombra de la muerte:

 

Entre las nieblas radiográficas, el médico

Reafirmó su lectura: apuntes, asomos de cavernas

Ya iluminadas por las luces del cultivo.

Tomó, casi con gusto, el recetario.

Habló. Habló de garbanzos de a libra,

Habló de la India: la mayor incidencia

En todo el mundo, masas condenadas

Al regreso del bacilo

A veces por su propia indolencia ante el remedio. (…)

 

(…) Me puse a esperar la joya roja

Sobre el pañuelo de Luis Miguel Aguilar.

Pasé varias semanas en compañía

De Madame Stretomycin: tiránica y celosa

—A veces práctica— guardiana de talentos.

Manos amigas

Me sacaron del charco de Chopín

Y me pusieron

Más cerca de las tendencias

Artísticas modernas: micoplasma.

 

Pero mi idea de la clausura tiene ya

Esa forma del siglo XIX: del último boqueo

Saldrá la joya roja hacia el pañuelo;

O si el temperamento romántico

Arrecia y se desborda

habrá sobre la almohada

-O bien sobre la sábana intestada-

Un rayo de coral

Tallado entre las minas

Marinas

de los bronquios: la línea que me divida

—Como lo hace el Caribe—

Entre la costa de la vida

y mar adentro.

 

(El diagnóstico.)

 

Esta suerte de extrañamiento a partir de lo humorístico, unido a una desenfadada naturalidad, le permite sujetar las riendas del discurso que de otra manera resbalaría tal vez hacia el sentimentalismo dada su tendencia a evocar sucesos, a rearmar fragmentos del devenir como una colección de escenas, en iluminaciones repentinas donde el enunciado escueto, la expresión sin artificios —lo que no quiere decir pobreza expresiva—, la frase natural, la palabra humilde lanzada como al desgaire —pero situada en el momento exacto— desplazan el efecto poético de los significantes a lo semántico y cargan toda la fuerza connotativa sobre la situación misma, sobre ese instante recobrado en lo esencial, gracias al rotundo dominio de la imagen y la síntesis, y permitiendo al lector a su vez repetir la experiencia y compartirla. De manera que Luis Miguel Aguilar se atreve a hacer poesía sin alardes verbales. Laboriosa y difícil lección de sencillez, que no de simplismo.

 

Don Pablo advirtió sobre los mosquitos y las brujas

Las vigas rotas del techo y las goteras

De modo que optamos por bajar al descampado.

 

La tetera debía llenarse todos los días

En una canal de piedra cuya agua

Aún reflejaba caras de cristeros

Abajo al sacar la tetera del fuego

Había que colar grillos calcinados (…)

 

(…) No entiendo qué hacía yo ese mediodía

En que no fui de excursión a la cascada

Me tumbé sobre las maleras y las chamarras

Junto a la tienda y bajo el sol

Pasó una campesina con su vaca

Me dijo Buenos Días

Pasó otro hombre y también me saludó

Como todos los hombres Buenos Días

Y yo con una camiseta de turbante

Leyendo a Maquiavelo (…)

 

(Excursión…)

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(…) Quién sabe qué veían los ojos bizcos de Milagros

En esas tres películas del cine Gloria

Las tardes de los sábados. Se agitaba en el temor

Se jalaba la faldita a ras de la butaca

 

Y decía “ya no”, muy quedo

Un rayo estaba a punto de fulminar a Atila

Que desafiaba a Dios.

El relámpago encendía la pantalla

Y la mano se retiraba de inmediato

Junto con los respingos de los caballos

Y el humo que subía del árbol calcinado.

La mano intentaría su regreso

Cuando la calma de la noche

Cayera sobre las almas negras de los humos.

Milagros se escalofriaba de emoción

Y esto le servía para quitar la mano hurgona

O hundir en el pecho de alguno de nosotros

Los dos ojitos bizcos. (…)

 

(La llave de oro ilustrada del saber.)

 

Lo narrativo no está en Luis Miguel Aguilar reñido con el lirismo, sus poemas arman la historia de un proceso íntimo, muestran el crecimiento espiritual de una individualidad a partir de sus vivencias; así, el pasado, los orígenes lejanos en el espacio y el tiempo, la infancia, los amores, la familia —sus inefables mujeres—, algunos momentos cruciales, ciertas experiencias y situaciones, desfilan ante nuestros ojos para entregarnos las claves de su sensibilidad, y también de una poética:

(…) “Siento que, si los lectores no entendieron un verso, es porque el verso no se entendía; y que, si los lectores bostezaron con un poema mío, es porque seguramente yo había bostezado antes que ellos, y sólo el orgullo me llevó a publicarlo: el orgullo según el cual los propios bostezos deben ser interesantes para los otros.

“Hay, no obstante, algo que no se llama oscuridad sino reticencia, y algo que no se llama gratuidad sino paciencia. Supongo que uno sigue escribiendo para lograr eso algún día: un poema que sea al tiempo paciente y reticente ante el lector. Paciente, porque el poema debe ser muy claro contra la propia soberbia “expresiva”, de modo que deje entrar al lector sin estorbarle con las manías del redactor del poema. Reticente, para que esa facilidad no haga que el lector abandone el poema a la primera lectura, sino que conserve en la cabeza la idea de que, en alguna parte de esa claridad, algo le quedó oculto, y deba, por lo tanto, averiguarlo nuevamente”. (Aguilar, 1990:10)

            Medio de Construcción, que es, según el poeta y crítico Juan Domingo Argüelles, “el mejor libro individual que haya publicado un poeta quintanarroense” y “sin exageración alguna, el primer fruto maduro de una historia literaria que apenas iniciaba”, es una colección de textos singulares en el panorama de la poesía joven mexicana de los años setenta; pues, como bien señala José Joaquín Blanco (1996:616)

“La poesía de Aguilar no se parece a ninguna otra que se esté escribiendo o se haya escrito en México durante las últimas décadas. Tal vez resulte arrogante una posición tan adrede aislada y tan autosuficiente. No comparte sus dioses ni sus reinos; sus influencias y solidaridades se ven, por desusadas, un tanto excéntricas: la poesía inglesa clásica, por ejemplo, nulamente aprehendida por mexicanos, o esa extraña manera de acercarse a la canción popular buscando en ésta, más que una facilidad emotiva, una lección de rigor estilístico”.

Y continúa el crítico al comentar que actitudes como ésta implican un aliento renovador no siempre comprendido por la gran masa de lectores; que suele, por comodidad, ignorar o desconocer a quien así se arriesga: “La grandeza de la apuesta de Aguilar es que no cede su intimidad, ni su deseo de conversación y camaradería, ni sus asuntos amorosos y cotidianos los compromete en el riesgo de la expresión laboriosa. Nuevo lenguaje y nueva intimidad: todas las cartas al albur desde un principio”.

La fidelidad de Luis Miguel Aguilar a este hallazgo de lo que él llama “un tono” (1990:9), que en realidad puede ser considerado con toda justicia como un estilo, quedará demostrada en su siguiente libro Chetumal Bay Anthology, publicado en 1983 por el Gobierno del Estado de Quintana Roo.

Inspirados en la Spoon River Anthology de Edgar Lee Masters —quien a su vez tomó la idea de la Greek Anthology, una colección clásica de epitafios griegos—, los textos aquí reunidos sobrepasan la necesaria brevedad del epitafio y devienen anécdotas encapsuladas cuyo conjunto arma la historia de una ciudad provinciana metida entre la selva y el agua; donde, como en el Macondo garciamarquiano, el calor sofocante, la humedad, el aislamiento, la ausencia de alicientes y de perspectivas alientan las pasiones y los vicios, preparando el camino  a la violencia. Es, por tanto, un libro épico, la épica sin gloria de un pueblo en donde se libra una guerra sorda contra la soledad, la maledicencia, el desamor, el engaño, la intolerancia, el aburrimiento, la abulia, la falta de horizontes… una guerra en la que todos los personajes salen derrotados:

 

El comercio, los despachos y las casas:

A las siete muere todo en Chetumal;

No queda, entonces, más que entrarle al guaro

Y luego aterrizar en el Xel-há.

Me enamoré de Ignacia, que atendía

—Como todo lo bueno— en el Xel-há

Más bien ya comenzaba a enamorarme

Hasta que un día me espanté del rumbo fijo

Que tomaban las cosas. Un amigo

Me ayudó a salir del trance. Dejé a Ignacia. Y me dolía

Entonces vino a Chihuahua un vendedor

De seguros, sacó a la Ignacia del Xel-há

Y le puso casa. Yo pude haber sido él

—Lo pensé entonces—; como si en esa unión viera el futuro

Que finalmente no era para mí. Ya libre de eso,

Seguí acostándome con ella varias veces

Porque el marido siempre estaba en otra parte.

O siempre estuvo en otra parte

Hasta esa tarde. Supongo que alguien le avisó,

Supongo que fingió algún viaje a Mérida

Que se escondió enfrente de su casa

Y que me vio salir de ahí justo a las siete;

Cuando todo se muere en Chetumal.

 

(Marcos, putañero.)

 

La conquista más notoria de este libro es que logra capturar en pocos trazos la atmósfera de la ciudad, que sentimos no como espacio o telón de fondo, sino como presencia viva, avasalladora y letal:

 

(…) Y así yo con Rose-Helen y el buen pan

Hasta que el viejo olor de Chetumal

A estero inexpugnable y a presidio

Atrajo al fugitivo delahuertista

Quien no hizo mejor cosa que obstinarse

En ver de qué estaba hecho el pan de olor

Que Rose Helen horneaba entre las piernas

Ahora Chetumal les cuenta el cuento del cobarde

Que frente a los cortejos de aquel sardo

No defendía el perfume de Rose-Helen

Y horneaba pan en vez de hornear la honra (…)

 

(El griego, medroso.)

 

(…) Nació mi amor por López;

Me cortejó hábilmente

Y yo no pude más que hacerle caso.

Chetumal dijo también que mi pasión

Era más turbia que el mar de la bahía. (…)

 

(Rosalía, adúltera.)

 

(…) Yo preferí callarme que un fuereño

Me había desvirginado, dejándome

Idiota y provinciana, aunque

Por todo Chetumal corriera el chisme

De que Pechy se había vuelto ya tan puta

Y descarada y lerda y atrevida

Que ni siquiera era capaz de precisar

Al padre de su hijo. Chetumal: repara en mí,

Que soy hija

Del Janet y del espanto; quien pudiera

Cazar a tus mujeres como quien caza

Chachalacas quebrándolas al vuelo

Y en lo que dura el vuelo de sus lenguas.

 

(Pechy, trastornada.)

 

Del mismo modo traza también los rasgos psicológicos de los personajes que hablan al lector desde una muerte moral, más que física. De alguna manera, esos testimonios-confesiones conjuran los excesos y las culpas de aquellos seres desamparados e incapaces de controlar en vida su propio destino. Sin embargo, el laconismo del discurso y la distancia creada por el autor entre los sucesos y sus protagonistas, que ahora los evocan desde el tiempo sin remisión de la muerte, eliminan toda posibilidad de manipulación melodramática o moralista.

Formalmente, esta síntesis se logra reduciendo a lo imprescindible los procedimientos retóricos y los recursos tropológicos convencionales en beneficio de la imagen, aferrada ésta a lo contingente, a los objetos y lugares captados en su rasgo más esencial y característico. Este modo de hacer poesía objetiva, narrativa y anecdótica, hecha con elementos de la vida real y cosas concretas, donde el recurso poético por excelencia es la imagen, tiene vínculos con cierto sector de la poesía de corte americana de la década de 1950, cuyo representante más distinguido en nuestro ámbito cultural fue Ezra Pound, pero sus raíces se deben buscar en Walt Whitman, el gran cantor de Manhattan y maestro indiscutible de aquella generación; a ello probablemente deba sumársele el conocimiento de la lengua inglesa, cuyo carácter sintético puede haber sido tomado como paradigma por el chetumaleño. El resultado es ese discurso de un alto contenido dramático, hecho para nombrar las cosas con la fuerza y la intensidad de las propias palabras sin recurrir a subterfugios retóricos, que saca a flote las posibilidades poéticas de los contingentes sin hinchar el texto con la descarga emocional o los desbordes metafóricos.

Muy distinto de lo anteriormente escrito por él, es Conversaciones con La Xtabay, un conjunto de poemas —o más bien una unidad cerrada en torno a un tema, un poema largo estructurado en varios textos que debe haberse concebido como cuaderno independiente— incluido al final de Todo lo que sé (1990), libro donde reúne quince años de trabajo poético, desde 1975 hasta 1989.

En Conversaciones…, Aguilar abandona de alguna manera su modo directo de decir para incursionar en el proceloso mar del signo estético. Navegación afortunada que lo conduce al molde apropiado donde verter las inquietantes fugas de lo real, los desvaríos, las alucinaciones… carne y espíritu del deseo y el horror que el hombre ha sentido a lo largo de los siglos ante el lado oscuro del ser femenino.

 

Dentro de mí, la noche

Construye el escenario

Adverso de otras veces.

Sobre el espacio ciego

Mis pisadas intuyen

Subida de barranco hacia el pie en vilo.

Al borde vive el agua,

Sonámbulo cenote.

Me asomo

Y desde el fondo

Por el cuello del cenote

Sube la cara de Xtabay.

Bajo mi pie mental,

Huesos que pensé piedras,

Los piso y hablan:

Por el agua también vendría Xtabay

 

Se sumerge otra vez.

El cielo amurallado del cenote

Se estrecha: el cuello es horca. Por ese aro

Su cara reaparece entre burbujas

Que acompañan su beso a ras de agua.

Sabe bien que no puedo soportarlo:

Se va al fondo satisfecha

Mientras la boca del cenote se rehace;

El nudo de agua se disuelve

En un canto de cristales cafés. (…)

 

(La prueba.)

 

Es, como oportunamente aclara el propio autor y comenta el crítico José Joaquín Blanco: “(…) una exuberante y enigmática inmersión en el mundo mítico de la mujer, apoyado en tradiciones yucatecas, pero, de hecho, en coincidentes mitos de otras partes del mundo.

“La mujer como locura y muerte, como atracción y sueño, como esperanza y abismo, como madre y hermana; como misterio de vida con un perfil apenas tejido de entresueños, pero con una presencia visceral y ubicua. “(1996:620).

Lo que separa a Conversaciones con La Xtabay del resto de su obra es la condición onírica de sus predicamentos. Ahora el poeta se desplaza por un universo de claroscuros, los objetos antes nombrados en la carnalidad de su concertación reverberan aquí ante nuestros ojos como en la caverna platónica, donde la realidad no es sino su sombra proyectada en nuestro inconsciente. Y para hablar del misterio es necesario acceder al lenguaje cifrado de los conjuros, a los procesos verbales que sustituyen la realidad y la representan iluminada desde otro ángulo. No otra cosa hace el símbolo y la metáfora llamados por Aguilar para asumir el papel a ellos asignado en esta aventura sibilina.

Este libro es también un viaje a los orígenes, a la infancia perdida en los recuerdos propios y ajenos, un viaje al encuentro con los secretos familiares, la identidad y la poesía:

 

(…) Aguilar  Si meto el brazo ahí

Encuentro el núcleo breve, el nance

 

De la infancia. El tocadiscos como cofre de pirata

Junto a un aparatoso aparato Motorola.

El balón armable de buey con residuos de sol

Llegado de Belice hasta mis manos.

Hundo el brazo y toco pesadas

Texturas de caqui; la ropa torpe, intensa

Vivida día tras día. Cosas que me cubrieron

De intimidad y carencia (…)

 

(…) Xtabay  En otras ocasiones te oí hablar

De esa mirada innumerable como algo proclive

A la evasión y el riesgo de pérdida

En cuanto se impone sobre ella

El sesgo de la boca.

 

Aguilar  Es la apuesta de mi padre:

El coco es rumbo perdurable para el ojo

Pero en las inmediaciones de la boca

El coco es coincidente y monotemático;

Se busca entonces la acidez o el accidente.

El regusto terroso.

 

Xtabay  buscar lo innumerable de la boca

Aunque vaya contra el rumbo de los ojos.

 

Aguilar  La discontinuidad del tamarindo.

Xtabay/Aguilar  En este punto las cosas han de ser

Como esa vez en que Xtabay llegó a la plaza

Y al primero preguntó si alguno de ellos

Sería como la madre Aguilar

Cuyo hombre iba a dejarla

Y buscó el careo final, las justificaciones.

Ella se le interpuso: “Si he de llorar tres días

—Nadie, de amor. Ha de llorar más de tres días—

Empezaré a llorarlos de una vez

Para llegar al fin lo antes posible”.

 

(El dueto.)

 

En alguna medida, y salvando ciertas distancias, hay coincidencias entre el poemario de Aguilar y el Paradiso de José Lezama Lima: la manera en que construye algunas imágenes —obsérvese toda la parrafada acerca del coco y “la discontinuidad del tamarindo” para referirse a las decisiones paternales—; la presencia de las mujeres familiares, definitiva en la educación sentimental; el padre ausente, los desplazamientos simbólicos a mundos de pesadilla en busca de la verdad y el conocimiento, el aprendizaje como derrotero que lleva finalmente a la creación literaria y el hallazgo de un sistema poético convertido en fundamento del cuerpo textual. La diferencia está en la magnitud que para ambos creadores tiene ese sistema, toda una concepción del mundo en el autor de Muerte de Narciso.

En reciente entrevista Aguilar ha comentado: “Cuando entregué el libro, los editores me pidieron que hiciese algunas anotaciones sobre ese mito del mundo maya, y señalé sus analogías con otros mitos como Diana (ya que en su origen era una deidad de la caza); Venus y Melusina comparten escamas cuando Xtabay se vuelve culebra; es Lilith, el demonio femenino de los sumerios; y es la Ishtar asirio babilónica, del bosque y el amor voluptuoso. Es un instante, la visión de una mujer hermosísima, y yo quise explorarlo como sistema poético a través de un poema largo”.

En todo caso, ese viaje por los vericuetos del misterio femenino viene a ser el descendimiento órfico del poeta y Xtabay es para Aguilar —sujeto lírico en Conversaciones a… lo que Oppiano Licario para José Cemí en Paradiso: la fuente del conocimiento y el camino que lo llevará hacia su yo recóndito:

 

(…) Me enlazo a La Xtabay, la enlazadora:

Se anima la saliva en las paredes,

Suben sabores verdes por la soga.

Sube el saber del cielo por las horas.

 

Baja el saber del mar:

En ningún verbo simple cabe el mar

Pero se sabe terso y envolvente

En el oído interno de Xtabay.

 

Sobre una forma de agua el sol no baila,

Agua restada al sol, suero logrado

En combos de calypso y de curvato:

Bebe Xtabay suero de lluvia en una paila.

 

Pata de chivo, Xtabay, pata de pavo

De monte, andar estrábico;

 

Lo omito mientras lleve entre las piernas

Impresa la pezuña del venado.

Me gusta el pan de dulce,

Me gusta el pan de sal,

Me gusta mucho más el pan de nance

Que está bajo el ombligo de Xtabay.

 

—Interesante —dice La Xtabay— Podemos empezar.

 

(El comienzo.)

 

Conversaciones con La Xtabay es un extenso poema cuidadosamente orquestado en el cual, aunque de un modo distinto a sus libros anteriores, también se cuenta algo. Es, en efecto, un sistema parecido a los mitos de origen yoruba donde las deidades, los “orishas”, tienen varios “caminos” o historias en las cuales se cumplen hechos que las definen —podría decirse que las retratan— ante situaciones específicas, creando personalidades diferentes. En este libro, Xtabay, como Yemayá, Ochún o Elegguá, es un caso de personalidad múltiple que se desdobla según el momento: animal, vegetal, seductora, acuática, terrestre, sabia, polémica, consejera, amorosa, traicionera, inquietante, inocente. Es definitivamente, la mujer; o lo que los hombres han querido desde siempre ver, desde su perspectiva genérica, en la mujer.

Luis Miguel Aguilar, quien también ha incursionado con singular fortuna en el periodismo cultural, la prosa narrativa, el ensayo y la crítica literaria, es, según la crítica, uno de los poetas más brillantes de su generación por la forma en que su poesía conjuga el trabajo y el rigor estilístico con una original manera de sentir y decir. Figura en: Poesía mexicana, vol. II, compilación de Carlos Monsiváis; Asamblea de poetas jóvenes, de Gabriel Zaid; Poetas de una generación, 1950-1959, de Evodio Escalante; La rosa de los vientos: antología de poesía mexicana actual, de Francisco Serrano; Recuento de voces, de Ramón Iván Suárez (1987): y Quintana Roo: una literatura sin pasado, de Juan Domingo Argüelles (1990.)

 
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Imagen tomada de antoniomiranda.com.br
 

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Ensayo publicado en Tropo 8, primera época, 1999.

 

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