Alberto Blanco: a las musas no se les puede llamar dos veces con el mismo truco

 

Agustín Labrada

 

Alberto Blanco reflexiona sobre el tiempo y escribe poemas de diversa arquitectura. Su nombre está ligado al estudio de la poesía norteamericana y la experimentación con el verso, en una aureola de música e imagen visual. Ha viajado por Europa y Estados Unidos, y por esos laberintos interiores, donde se lee el misterio y se traduce en luz.

Egresado de una maestría de estudios orientales en el área de China por el Colegio de México, docente en universidades de California y Texas, ha publicado doce libros de poemas, entre los cuales esplenden Giro de faros, El largo camino hacia ti, Antes de nacer, Tras el rayo, Canto a la sombra de los animales y Triángulo amoroso.

Su devoción por las artes plásticas, que prefiere llamar visuales, lo ha llevado a escribir más de 50 ensayos sobre pintura, que aparecen en catálogos, revistas y libros. Ha ilustrado con sus collages portadas de 60 títulos de la colección Letras Mexicanas, y ha dictado conferencias en torno a las obras de Rodolfo Morales y Francisco Toledo. En 1988 representó a México en el Festival de Poesía de París.

“…Los poetas están haciendo un trabajo esencial con la palabra, un trabajo ecológico en el lenguaje, de purificación y reciclaje de limpiar, sanar, curar las palabras y devolverlas a sus raíces, extendiendo los campos semánticos y haciendo más libre y transitable ese lenguaje. Y esto es una responsabilidad muy enorme.”

 

—¿Crees en la llamada necesidad interior de la escritura?

Sí, es una bonita manera de expresar algo que no acabamos de entender. Es como una brújula que nos mide escrupulosamente las posibilidades que tenemos para ser felices. Esa brújula para mí es sagrada. Un poema o una obra de arte que surge de esa necesidad no tiene reparos. Yo dejo que los poemas me digan por dónde hay que ir.

—¿Cómo ordenas entonces un libro?

Si los poemas se empiezan a juntar y agrupar en una serie, yo lo acepto. Si están solos, los dejo que sigan solos. Si se quieren formar como libro, los dejo que se formen como libro. Recuerdo un hermoso poema prehispánico del gran Ayocuán Cuetzaltzin que dice: “¡Ay!, que no eche yo a perder el canto con mi inventiva”. Eso es, no debemos mezclar nuestras opiniones con el canto.

—¿Quieres decir que el verdadero poeta está al servicio de la poesía y no al revés?

Así es.

—¿Qué entiendes por poesía?

La poesía es una forma de ser. Mi manera de estar solo. Una alianza del ojo y el oído en el campo abierto del lenguaje. Es una racha de buena suerte. Es un don. Es una vocación. Es una maldición. Es una fatalidad que se puede convertir en destino. Es una tradición que exige ser renovada. Es un arte. Es el lado oscuro del lenguaje. Es “la otra forma” de usar las palabras.

—Tú hablas con frecuencia de dos conceptos básicos respecto de la poesía: Poesía con mayúsculas y poesía con minúsculas: ¿podrías aclararlos?

La poesía tiene, cuando menos, dos acepciones distintas. La palabra poesía se usa para designar la esencia que subyace en todas las artes o incluso para significar cualquier cosa bella, cualquier inspiración verdadera, o bien la vida del espíritu; pero se le llama también poesía a un género literario que se manifiesta a través de los poemas. A la primera yo le llamo La Poesía, así, con mayúsculas, y a la segunda, la poesía, con minúsculas.

La primera está en la música, está en las artes, en una puesta de sol… En muchos sentidos, era eso lo que entendían las sociedades tradicionales por arte, no los objetos producidos por un artista, tal y como nosotros lo entendemos ahora. Decimos que una pintura es arte, que un poema es arte y eso es, desde un punto de vista tradicional, una aberración. Son, en el mejor de los casos, artefactos; es decir, objetos hechos con arte.

La poesía con minúsculas ocupa toda una mitad del campo de la literatura, porque tanto el ensayo como el periodismo cultural, el cuento y la novela, las obras de teatro y las entrevistas trabajan con el lenguaje como vehículo de expresión. La literatura consiste en un uso más o menos sutil o especializado o artístico de usar el lenguaje para decir lo que ya sabemos. La poesía es la otra manera de usar el lenguaje para decir lo que no sabemos, para entrar en lo desconocido.

Un poema no quiere decir, un poema dice, tal y como lo reconoce Octavio Paz en El arco y la lira. Nosotros, en la forma en que usamos cotidianamente el lenguaje, siempre queremos decir. Ahora mismo, en esta entrevista, yo quiero decir. Pero un poema no quiere decir: usa el lenguaje al revés, y no porque quisiera decir algo, sino porque lo dice. En ese sentido es el lenguaje que utiliza al poeta.

—¿Puedes regresar a un mismo suceso y una misma emoción, ya tratadas literariamente, para convertirlas en nuevos poemas?

Este instante es siempre distinto, continuamente renovado. No hay adónde regresar, es imposible volver a una misma emoción. Hay un poema de mi primer libro Giros de faros, que termina diciendo: “Las ranas que cantan/ los aires del verano/nos recuerdan tristemente/ que no existe lugar para volver”. Ello, en un sentido estricto, es muy cierto.

Observa que aquello que llamamos tiempo tiene que ver con nuestra noción de pasado y de futuro. No quiero decir que no existan la memoria y la posibilidad del recuerdo, sino que la poesía, la creación, o es nueva y fresca o no es. ¿Para qué redescubrir entonces el hilo negro y escribir lo que ya se escribió en otro instante?

A Jorge Luis Borges le encantaba decir una frase de Whistler, el pintor impresionista inglés: “El arte sucede”. A mí me gusta retomar esa frase y decir: “La felicidad sucede”. Cuando el arte y la felicidad suceden no ocurren por voluntad del hombre, sino a pesar del hombre. No puede uno buscarlos, ellos llegan o no y a veces no se anuncian.

—Mirado así, no tendrían sentido los talleres de poesía.

Los talleres de poesía en última instancia no funcionan, porque en esos talleres lo único que se puede hacer es enseñar lo que se puede enseñar. El arte verdadero se da o no se da, sucede o no sucede, se concede o no se concede al margen de uno.

Así, por ejemplo, cuando fui a trabajar a la Universidad de Texas en un programa de creación bilingüe, las autoridades universitarias me preguntaron si podía sacar por los menos dos o tres buenos poetas en cada generación. Mi respuesta fue: “Si tenemos una suerte infinita es probable que logremos meter, no sacar, a dos o tres poetas por generación”.

—Te formularon una pregunta consecuente con los proyectos pedagógicos tradicionales de una universidad.

Mira, en una ocasión se acerca un muchacho a Chagall, el gran pintor, para pedirle su opinión sobre sus cuadros, porque el muchacho también pinta y Chagall se niega rotundamente. Entonces el muchacho se siente dolido y le reclama a Chagall por tanto egoísmo, y Chagall le pregunta al muchacho que por qué quiere su opinión, y el muchacho le dice que, porque Chagall es una autoridad, un maestro de la pintura.

Entonces Chagall le dice: “Mira, la cosa es muy sencilla. Si tienes una buena tela, un buen corte de casimir, por ejemplo, busca un buen sastre para que te haga un buen traje. Si tienes una tela horrenda, por mejor que sea el sastre, no vas a tener nunca un buen traje. Entonces, no te preocupes tanto por el sastre, observa más bien si la tela que tienes es de buena o mala calidad”. Tal vez esto explique un tanto aquella respuesta mía.

—Sin embargo, todo creador tiene sus referentes, sus influencias, su familia artística. ¿Cuáles son las tuyas?

Son demasiadas y en última instancia son todas. Es decir, yo entiendo un proceso de aprendizaje como la capacidad de aprender de todo y todos. Se supone que debo mencionar una serie de nombres célebres, ofrecer las credenciales de que provengo de una familia de linaje literario. La verdad es que me influye todo, lo malo y lo bueno.

Soy capaz de distinguir entre los maestros del oficio y los aprendices, claro, pero la capacidad de observar y de comprender no es selectiva. La atención no es selectiva, es lo que la vida te va trayendo, lo que te ofrecen el infinito o lo desconocido. Como dijo el poeta español Jorge Guillén: “A estas alturas, es de muy mal gusto tener buen gusto”.

—¿Qué es para ti la Ciudad de México?

El lugar donde nací, pasé mi infancia y mi adolescencia, me enamoré por primera vez, me casé, hice los primeros y más viejos amigos, nacieron mis hijos. He vivido la mayor parte de mi vida en la Ciudad de México. Si esto lo relacionas con la atención y el instante de los que te hablaba, he pasado muchos años en la Ciudad de México y la he observado mucho.

Es por eso que está presente en mi trabajo poético. Si uno no es capaz de ver y comprender el aquí y el ahora donde estamos, entonces ¿en dónde? Da igual si es Chetumal, Holguín (en Cuba, donde tú naciste), la Ciudad de México, Santiago de Compostela o el Desierto de Arizona. Es lo mismo. No importa adonde vayas. La limitación o lo maravilloso o lo triste es que a donde quiera que uno vaya, es uno el que va.

—¿Es como la ciudad interior que siempre viaja con uno, como señala en uno de sus textos el escritor griego Constantino Cavafis?

Eso lo entendí bien claro a mis veinte años cuando hice mi primer largo viaje. Estuve en la España todavía franquista, donde la pasé muy mal. Era yo motivo de agresiones constantes porque traía el cabello a media espalda y me vestía como hippie. No me atendían ni en cafés ni en bares, me insultaban en las calles y los policías eran siempre una amenaza.

Salí buscando Francia, y allí me sentí mejor. Me moví más al norte, pasé a Alemania y me sentí mejor aún. Pasé a Dinamarca y me sentí todavía mejor. Me fui a Suecia, a Noruega y tirando hacia el norte llegué al Círculo Polar Ártico. Fue un viaje maravilloso y comprendí, sin embargo, que era inútil viajar, porque adonde quiera que llegara ahí estaba yo.

—¿Qué temáticas abordas en tus versos?

El instante y las distintas manifestaciones del tiempo.

—¿Todo esto que llamamos poesía no es también el continuo cruce de unas pocas metáforas, como diría Borges?

Sí, he llegado a sentir como Borges que sólo hay unas cuantas metáforas en constante transformación. He sentido que hay algunas relaciones aparentemente ocultas o nos parecen ocultas porque se nos olvidan o porque por desatentos no las observamos, que están allí, aquí. Ellas no solo son recurrentes en la poesía, sino también en el habla cotidiana y en el sueño. Se nos olvida que hablamos constantemente en metáforas; que cuando se dice: “Vamos a la raíz del problema” estamos utilizando una metáfora, aunque ya no estemos conscientes de ella. La idea de que la vida es como un árbol es una metáfora. Es más, muchas de las palabras que usamos todos los días son en sí mismas metáforas.

Después de todo, ¿qué es una palabra? La palabra “árbol” no es el árbol; hay una enorme distancia, y podemos llamar a esa distancia “metafórica”, y ya aquí podríamos hablar de José Lezama Lima y toda su teoría de la imagen. No es lo mismo la luna que la palabra “luna”, que es una expresión del hombre.

—Muchos poemas suelen escribirse como un juego

¿Y quieres algo más riguroso que el juego? Si un juego no tiene límites perfectamente bien establecidos no hay juego. Un partido de fútbol sin porterías es un desatino total. Un niño tiene que creerse que unos son los indios y otros los vaqueros para poder jugar y los juegos son lo más serio que hay.

—¿Los poetas deben asumir alguna responsabilidad social?

¿Cuál es la responsabilidad de un panadero?

—Hacer buenos panes.

¿Y de un zapatero?

—Hacer buenos zapatos.

Entonces, la responsabilidad de un poeta es escribir buenos poemas. Sin embargo, parece ser un oficio vergonzante, porque con él se producen objetos que nadie, aparentemente, quiere. Es lo que se aduce para explicar por qué no hay dinero para la poesía. La idea subyacente es que a la comunidad no le interesan esos objetos extraños llamados poemas… y hay que decir que la comunidad está, o estaría, en todo su derecho de pensar así.

Pero es una verdad, un hecho, el que no hemos dejado de hacer poemas. Tenemos miles de años haciendo estos objetos extraños, estas cajitas de música construidas con palabras. Dudo mucho que sea por casualidad que los hemos hecho sistemáticamente, sin pausa, en todas las épocas en todos lados, a lo largo de tantísimo tiempo.

—Pero, ¿para qué sirve la poesía?

Cuando alguien hace esa pregunta, normalmente está esperando de todo corazón que le digan para nada. Desde luego que un poeta no puede pensar eso y hay muchas maneras de responder a esta pregunta, desde la clásica explicación de que el poeta es el médico del lenguaje hasta las explicaciones jungianas que nos hablan de la necesidad de mantener vivos y abiertos los vasos comunicantes con nuestro lado oscuro, con nuestra “otra mitad”. Después de todo, la poesía se mueve donde empieza lo desconocido del lenguaje.

La vitalidad de un lenguaje depende en gran medida del trabajo que se hace en sus límites, y ese lenguaje no es patrimonio de un escritor o de otro. Es el instrumento con el que toda una comunidad piensa y se comunica, se enamora, sueña, discute, se informa… Mantener vivo ese lenguaje es una labor primordial de la comunidad.

En ese sentido, los poetas están haciendo un trabajo esencial con la palabra, un trabajo ecológico con el lenguaje, de purificación y reciclaje, de limpiar, sanar, curar las palabras y devolverlas a sus raíces, extendiendo los campos semánticos y haciendo más libre y transitable ese lenguaje. Y esto es una responsabilidad muy enorme.

Se me ocurre otra manera de responder al decirte que la poesía nos da la oportunidad de entrar, de mantener contacto con lo que no entendemos, con lo que desconocemos, con lo que podemos calificar de irrazonable o irracional, imaginario o carente de razón, y que —sin embargo—forma parte de nuestra realidad cotidiana.

La sociedad pretende tener todo controlado mediante la técnica y una serie de mecanismos que pretenden hacer predecibles los resultados de cualquier acción. La poesía, en particular, y el arte, en general, nos recuerdan que no es así, que hay enormes zonas que no entendemos, que vienen de eso que llamamos “lo abstracto”.

—Desgraciadamente, muchas veces se le da la espalda.

Es muy peligroso darle la espalda a lo oscuro. Los psiquiatras lo saben bien. Necesitamos, como seres humanos, una comunicación entre lo visible y lo invisible, lo conocido y lo desconocido, lo luminoso y lo oscuro. El poeta cubano José Lezama Lima hablaba ya de dos grandes realidades en la vida de los hombres. Una es la de los seres de la razón, fundada en lo real del mundo cotidiano y predecible de la ciencia y la técnica y el sentido común. Otra es la de los poetas, que son seres de razón también, pero fundados en lo irreal. La poesía cumple con la función de mantener los vasos comunicantes entre ambos polos del conocimiento.

—¿Cuál es la situación del poeta en nuestro mundo?

Es muy frustrante si la comparamos con las de otros seres humanos que desarrollan otros oficios y profesiones, como las científicas. Si un científico encuentra un método de trabajo que le funciona, ése es el bueno y por ahí fluiría todo su trabajo. Si un poeta encuentra lo mismo, lo único que saca en claro es que ese camino ya no es el bueno. A las musas no se les puede llamar dos veces con el mismo truco.

Pero, por otro lado, es innegable que los poetas —y los artistas en general– disfrutan de una posición envidiable en la sociedad, si no con respecto a la remuneración económica por su trabajo, sí en lo que toca a la inmensa libertad de que disfrutan para realizar lo suyo.

—¿Has experimentado mucho en tu creación?

He experimentado mucho con muchas formas y muchos estilos, y he visto la manera de propiciar que la poesía aparezca, surja, se me conceda… que eso desconocido se manifieste de muchas maneras, de cuantas me ha sido dado imaginar. He intentado todas las formas y todos los estilos que han cruzado por mi mente, y más. He intentado las formas tradicionales, incluso arcaicas, como las más contemporáneas. Y ya no digamos el verso libre, que tiene 150 años de ser la moneda de curso. También he trabajado con la escritura automática de los surrealistas, con el haikú, con el poema en prosa y con el collage, al que, por cierto, le dedico mucho tiempo tanto en las artes visuales como en la poesía y en la música.

Busco otras maneras: los trabajos por series, la poesía de campo, el verso proyectivo, la poesía concreta y la poesía visual. Tengo curiosidad por acercarme a otras tradiciones, como la china. La economía del lenguaje de la poesía china me hizo mucho bien, fue un antídoto contra la verborrea que aqueja gran parte de la lírica latinoamericana.

—¿Existe la originalidad?

Sí, porque originalidad es volver al origen. No tenemos otra alternativa, buscamos lo que somos. Probablemente lo único que se le puede pedir a un artista como muestra de que su intento es serio y de que su trabajo vale la pena y está bien orientado en la sinceridad. La sinceridad comienza por expresar un conocimiento de la tradición. Un artista que no conoce su tradición, de entrada, está diciendo mentiras. Conocer la tradición es volver al origen. Además, hablar de arte es hablar de forma. Si en el arte lo que se va a decir no tiene una forma original, no tiene sentido. No hay manera de decir algo verdaderamente nuevo sin decirlo de una manera verdaderamente nueva.

—¿Es la sinceridad garantía para que perdure un poema?

No. Un poema es como la vida; la vida no ofrece garantías. Un poema es un anhelo, una apuesta, un salto mortal en el vacío de un artista que ha hecho su trabajo lo mejor posible. A mí me gusta muchísimo el modo en que dos hermanos pintores flamencos del siglo XV, los Van Eyck, firmaban sus cuadros. “Lo hice tan bien como pude”, añadían al final. Con esa misma conciencia trabajo yo. La suerte futura de un poema no le corresponde al poeta. Lo que pasará después es un enigma. En todo caso, si un poema es un fruto que se desprende de un artista cuando está maduro, aspiraríamos a que se lo comieran los pájaros o no, los seres humanos o no, dejar allí, en el campo abierto, las semillas que llevan dentro: la vida que late en su interior.

 

Cuando Alberto dice adiós a través de su paloma electrónica, recuerdo las palabras del afamado Carlos Monsiváis: “Alberto convoca tranquilamente a las predilecciones y fobias de las que clásicamente abjurará. Poesía desde la fascinación de las cosas, desde la transformación de sensaciones en proporciones visuales. El gusto de Blanco por la naturaleza es genuino y artificial”. O estas otras del colombiano Álvaro Mutis: “El minucioso y amoroso catálogo de instantes, animales, plantas, seres, soles y nocturnas revelaciones que nos presenta la poesía de Alberto Blanco constituye un oráculo terrible y un último grito de esperanza. Para decirlo de manera más simple y directa, una oración”. Gracias, poeta, por tal sabiduría.

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Entrevista publicada en Tropo 12, Primera Época, 2000.

 

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