La certeza y lo desconocido en la cuentística de Lezama Lima

Francisco López Sacha

Tal vez sea cierto que José Lezama Lima no prestó suficiente atención a sus cuentos, como sugiere el editor de su única colección publicada en Cuba en 1987. Más allá de tres piezas narrativas —“Fugados”, “El patio morado” y “Juego de las decapitaciones”— Lezama se negó a definir con claridad esa zona de su trabajo y prefirió que sus antólogos y críticos se ocuparan de esa tarea. Todos los testimonios de que dispongo establecen el criterio de que el gran escritor cubano se desentendió de sus relatos y los mezcló entre sí en diversos libros. Para el editor cubano de sus cuentos se trata inequívocamente de una manifestación de desinterés, mientras que para Jorge Llópiz Cudel, autor de La región olvidada de José Lezama Lima, la primera y hasta ahora única investigación de su cuentística, esto puede confirmar una estrategia, o al menos, parte de una búsqueda que obsesionó al poeta desde su temprana juventud. Como el investigador se esfuerza en demostrar su hallazgo, me inclino a pensar que este punto de vista abre una puerta a lo desconocido y multiplica todavía más ese misterio.

Para nosotros hoy el misterio se bifurca, y hay que encontrarlo en los numerosos apuntes que el poeta nos dejó, y en las barrocas sinuosidades de su prosa. Como se sabe, la prosa de Lezama tenía una cualidad transparente, dejaba pasar sin transiciones las ideas y las imágenes. Su condición de poeta le imponía a la prosa una extraña movilidad, un discurso sin riberas que traspasaba continuamente los límites entre los géneros. La causa de su desinterés pudiera estar cimentada en ese propósito. Por eso no resulta sospechoso que los criterios del investigador sean atendibles y hasta verificables, aunque no concuerden en apariencia con los del editor.

En mi opinión, unos y otros forman parte de un hilo de continuidad del cual se conservan las dos puntas extremas. Es cierto que Lezama no mostró interés en conformar una colección de relatos como género aparte, e incluso dejo de publicarlos en revistas desde 1946. Los pocos cuentos que autorizó después aparecen en antologías y forman parte de libros tan disímiles como La fijeza y la cantidad hechizada. La dispersión es más notable y casi aterradora porque Lezama nunca precisó con propiedad cuántos eran sus cuentos. Sin embargo, este desinterés no debe confundirnos. Lezama tenía una noción particular del cuento y los pocos que escribió son suficientes para establecer una poética. La penetración de la imago en la prosa, y la progresiva distorsión de los géneros, han sido una constante en su escritura y por eso no debe extrañarnos que su cuentística se haya bifurcado dentro del cuerpo de toda su obra. A diferencia de un Cortázar, o de un Borges, que provenían de tradiciones de contar, Lezama entra al cuento por la puerta de la poesía. Es en este camino donde López Cudel toma la punta final y se aventura en su certeza.

Lo primero que puedo apreciar en La región olvidada de José Lezama Lima es el interés manifiesto por demostrar que Lezama era un excelente cuentista, un renovador del género. Con verdadera independencia de criterio, el autor polemiza con los antólogos que no han terminado de precisar los límites del cuentista Lezama, y por si fuera poco, polemiza también con Lezama y desentraña no pocos misterios. Para el lector interesado en seguir sus argumentos, se hace visible en la investigación que el gran escritor creó algunas piezas memorables para la cuentística cubana, amplió notablemente la frontera del género en idioma español, y llevó muy lejos su concepción del relato hasta encontrar esa aleta caudal que le permitía pasar sin transiciones de la poesía a la prosa, y viceversa. El narrador Lezama y el poeta Lezama (y en ocasiones el ensayista Lezama) mantenían una comunidad de intereses, y es en este enfoque donde el libro se torna imprescindible.

Considero que el investigador realiza una tarea cabal cuando dilucida los rasgos fundamentales del cuento y los aplica a la cuentística de Lezama. El autor recurre a una definición por causalidad, aquella que parte de los estudios de Vladimir Propp y llega hasta la semiología contemporánea. Esta definición establece en el nexo causal la base específica del progreso de la acción, la narratividad, por así decirlo. El argumento progresa hacia un sentido, impulsado por series o secuencias de acciones. La causalidad del texto se encuentra entonces en el texto mismo, en el plano o nivel sintagmático. Esta definición, que Llópiz Cudel sintetiza muy bien, ampliándola hasta el concepto de argumento formulado por Lotmann, no toma en cuenta la extensión ni el tiempo de lectura del relato, tampoco el criterio de síntesis o unidad de impresión, tan caro a Poe, Maupassant y Chejov, los denominados cuentistas clásicos. Pienso que esta formulación ha sido superada por la práctica del género en este siglo y que sería un error seguirla utilizando después de Kafka, Kipling, Borges y Cortázar. Por eso me atrevo a afirmar que el investigador trabaja su criterio con lo más avanzado en teoría literaria, con la experiencia y el discurso teórico que ya toma en cuenta los modelos creados después de la vanguardia y la alta modernidad.

Sin embargo, no todo puede ser explicado por los nexos causales, el nivel sintagmático o el texto de argumento. Siento que estos estudios han subestimado el valor del tiempo en el acto narrativo, y este es, a mi juicio, el factor esencial para determinar el género. Considero que la definición por continuidad —que incluye, desde luego, los nexos causales— se acerca más a la naturaleza de un género que se construye alrededor del tiempo, que establece una historia, una fábula o una manera de contar, dentro de un tiempo narrativo específico. Incluso, llegado a un extremo, cuando estos componentes llegan a faltar, siempre es posible distinguir una continuidad o, por lo menos, un suceso. Desde esta órbita el cuento puede crecer hacia cualquier dirección, incluyendo el nivel paradigmático. De esto se desprende que, si eliminamos el tiempo del sujeto, entonces no sería visible el progreso de la acción, nos quedaríamos exclusivamente con la sensación del poema y con la escurridiza posesión de la imagen.

Esto es en gran medida lo que ocurre con un texto como “Noche dichosa” de Lezama Lima, el cual, como afirma el investigador, se aproxima a la narración sin llegar a ser un cuento. El único suceso del relato —el encuentro del pescador con la Divinidad— aparece difuminado por la cadena de imágenes, por tropos que remiten a otras zonas de sentido que se encuentran situadas fuera del texto. Llópiz Cudel realiza un brillante análisis de esta obra y llega a la conclusión de la existencia de una no causalidad que impide la verdadera progresión narrativa. Hay, desde luego, un tiempo —la noche— y hasta una secuencia temporal muy reducida y casi invisible —el pescador sale del sueño, se levanta y cruza a la otra orilla—, pero esto no basta para lograr una entera continuidad de la cual dimane un sentido o una línea de problemas temáticos. “Noche dichosa” llega como poema todo lo lejos posible, pero no como historia narrada, pues sus ideas temáticas no son consecuencia de lo que se relata, sino de la presencia de la imagen. Este texto anfibio queda descartado de la cuentística por Llópiz Cudel con entera razón y entra en una dimensión sui generis, en esa especie de tiempo coagulado que Lezama quería hacer pasar hacia la prosa.

Esta pequeña digresión quiere confirmar que Llópiz Cudel se acerca a un terreno movedizo al descubrir en sucesivos y posteriores análisis que la cuentística de Lezama se aparta de los modelos clásicos. A partir de esta separación entre poesía y prosa, que el investigador practica sobre ese texto iluminador de La fijeza (1949), salta en pedazos la concepción tradicional del cuento y la llamada impresión de redondez que tanto defendieran Poe, Quiroga y Cortázar. Llópiz Cudel descubre una intención, el deseo manifiesto por Lezama de doblegar el tiempo contraído de la poesía para ser utilizado por la relación causal de la prosa. Este descubrimiento —que es la fundamentación teórica más importante del libro, la cita que abre la búsqueda del investigador— resulta el hilo conductor para interpretar un modelo de cuento que se resiste aún hoy a cualquier tipo de clasificación. Esta es la primera observación de aliento en el trabajo y uno de los hallazgos más reveladores de los últimos años dentro de los estudios del cuento cubano. El autor del libro atisba la crisis de una discursividad por intención manifiesta del creador, o lo que es lo mismo, una voluntad de estilo, un caricioso deseo de confundir los límites entre un género y otro. Cuando el trabajo avanza hacia el estudio de los verdaderos cuentos de Lezama, es posible seguir ese hilo invisible de la babosa dentro de las estructuras del relato, esa no causalidad que tanto inquieta al investigador. Ahora empieza a resultar comprensible el lenguaje metafórico de Lezama dentro de la prosa, la forma en que concibe el argumento y los manejos causales indeterminados que han confundido a más de un crítico.

Me parece que el cuerpo del libro es consecuente con el punto de partida, tan consecuente a veces que encuentra no causalidades manifiestas donde opera otro tipo de causalidad. Cuando estudia “Fugados” y “Para un final presto”, el discurso teórico opera con afectividad y llega a conclusiones muy saludables del tipo de cuento que practica Lezama. La tendencia más evidente que descubre en estos cuentos es una difuminación de las causas lógicas para el progreso de la acción, una especie de entrada a una región diferente de la vida y las intenciones de los personajes. La presencia de la imago es todavía una digresión, un espacio cifrado donde Lezama concentra toda la carga temática. La imago no aparece de súbito, como podía ocurrir en “Noche dichosa”, sino que se va preparando a lo largo del texto con elementos sutiles, con alusiones argumentales o metafóricas, sin que pueda encontrarse una evidencia demasiado llamativa o sobresaliente. En realidad, en esta etapa, que puede ubicarse entre 1936 y 1946, la imago forma un tejido paralelo con el argumento, entra y sale de él, y muchas veces lo cierra, como ocurre en “Juego de las decapitaciones”. Es por eso que Llópiz Cudel presiente una no causalidad en diferentes planos, pero no los asocia a uno de los conceptos capitales de Lezama, el azar concurrente.

Quiero detenerme en este concepto imantado que se manifiesta de forma muy clara en “Para un final presto”, pero antes debo exponer el argumento de este cuento y hacerlo visible. En Atenas, en un tiempo impreciso, Galópanes de Numidia educa a un grupo de jóvenes estoicos para la muerte. Cerca de los jardines de la academia, un grupo de conspiradores trama un golpe de Estado contra el rey. Su objetivo es colocar en el trono al hijo del Jefe y permitir que éste disfrute con su querida de un verano en Long Beach. El día señalado llega y los jóvenes estoicos salen a la plaza para efectuar el suicidio colectivo. La policía los confunde con los conspiradores y dispara sobre ellos. A partir de este instante el cúmulo de casualidades comienza a operar de forma concurrente, pues el capitán de la gendarmería percibe su error y los invita a beber vino en ánforas griegas para establecer la paz. Esta salida estaba prevista por Galópanes, quien previamente había envenenado el vino. El rey, que observa la escena desde lo alto, considera que ha sido traicionado y llama a las tropas de un cuartel leal. Cuando éstas llegan y disparan, los jóvenes que aún sobreviven comienzan a caer, pero no por los disparos, sino por el efecto del veneno. Ahora sabemos que un pacifista furibundo conocía el día del suicidio colectivo y había quitado el tornillo de presión a los fusiles. Las armas no funcionan, pero la muerte no cesa de ocurrir. La confusión creciente lleva a los conspiradores a Palacio, y allí, cómodamente, derrocan al rey e instalan al hijo del Jefe. El colofón de tantos accidentes es que un año después, el Jefe y su querida se desperezan en una blanca playa.

Más allá de la comicidad de este relato, que Lezama maneja con mano maestra, de un sentido del humor que juega con la muerte y el poder, se encuentra una cadena de accidentes que concurren en el tiempo y determinan ese rápido final que su título anuncia. Llópiz Cudel observa la no causalidad a través de la retrospectiva y la retención de información, y hace bien en delimitar este campo a la visión del narrador, quien, engañosamente, nos va presentando los datos a medida que los necesita. Cada suceso sale de la manga del narrador de una forma consecuente y simultánea. Como los sucesos son insólitos, se crea una ilusión de no causalidad, advertida por el investigador en la conclusión de su análisis.

Sin embargo, para completar este juicio, es necesario situarse en dos posiciones a la vez. Lo que ocurre es perfectamente lógico desde el punto de vista del narrador, e ilógico y sorprendente desde el punto de vista de lo narrado. Lo que se cuenta es una cadena de sorpresas que se engarzan unas con otras y se desconocen mutuamente. Lo accidental sustituye a lo verosímil, o dicho de otro modo, lo verosímil es lo accidental. Hay, por tanto, una doble perspectiva, una mirada ubicua y risueña que hace que los estoicos, la policía, Galópanes de Numidia, el rey, las tropas del cuartel y el pacifista faciliten la tarea de los conspiradores y lleven a feliz término el desenlace. Lo que sucede en términos narrativos es la ruptura de la lógica del realismo y el establecimiento causal de las concurrencias accidentales. Este es —o puede ser— un nuevo tipo de causalidad, una zona espejeante donde todo es posible gracias a la magia del azar concurrente. Esta voluntad asociativa resulta nueva, distinta por completo a otros procedimientos literarios que comenzaban a ponerse en práctica durante ese mismo período en Cuba e Hispanoamérica. En ella, la acción se compromete con el azar, y en ese tiempo imantado el accidente sustituye a la causa. La ironía que se desprende del final invita a una serie de reflexiones sobre el destino y su carácter cifrado, pero sobre todo establece que las verdaderas causas nunca son visibles y sólo podemos percibir sus efectos.

Esta concepción de la trama, o por lo menos, del movimiento de la acción, es la que permite un suave tránsito de la poesía a la prosa, pues con ella se logra un alto nivel de indeterminación en los sucesos narrativos. En el cuento clásico la acción discurre sobre accidentes lógicos que pueden tener una explicación ulterior. Los sucesos están justificados, incluso hasta en los cuentos fantásticos. La indeterminación lezamiana opera con sucesos difusos o con acciones que obedecen a otro tipo de lógica. La forma de narrar está determinada por el lenguaje tropológico, la omisión de los hechos y esa adjetivación asociativa que, como afirma Llópiz Cudel, no tiene una relación directa con el argumento. Por eso es mucho mayor el crecimiento horizontal de la trama en las pequeñas digresiones poéticas que oscurecen los acontecimientos o los separan de la cadena causal.

Esa cualidad de su prosa, o más bien de su discurso narrativo, obedece a razones conceptuales. Para Lezama, como para Cortázar, la excepción es más importante que la regla, lo casual adquiere una relevancia trascendente y llega a ser más decisivo que lo causal. La diferencia entre ellos es sólo un problema de estilo, pues Cortázar, por ejemplo, cuenta a la manera clásica, desarrollando un argumento con todos los principios de la lógica, pero con una sutil extrañeza y una continuidad interior que luego se traslada hacia lo insólito —por eso conserva la unidad de impresión, la sensación de redondez—, mientras que Lezama cuenta desde el comienzo mismo una realidad fabulada o fuera de lo común que luego se va quebrando en una suerte de historia increíble que progresa a saltos y hace posible que se escondan en esos agujeros negros los verdaderos motivos que impulsan la acción.

Esto sucede de manera magistral en “Juego de las decapitaciones”, el texto más profundo e innovador de su cuentística. El argumento se ubica en China, en un extraño cuadrilátero de personajes en que participan con igual jerarquía un mago, un emperador, un bandido y una emperatriz. Por supuesto, se trata de un país fabulado, estilizado en su proceso histórico, reconocible en la imaginación y en la leyenda. La secuencia de acciones está comprometida con los juegos del mago, con la pelea de lo conocido y lo desconocido, con la tensión entre los resortes que mueven el poder y la libertad. En este cuento, Lezama está fijando como en ningún otro el estilo de la fabulación poética, que consiste en crear una historia y en hacerla crecer con sucesos ambiguos y con el uso de planos metafóricos. En realidad, el suceso se carga de sentido no en la continuidad de su desarrollo, como ocurre en el cuento clásico, sino en su crecimiento horizontal, en la adjetivación o en la descripción de cadenas análogas de acontecimientos. Así opera “Juego de las decapitaciones” dentro de un hilo argumental que crece a la vez en sucesos objetivos y en sucesos poéticos e indeterminados.

En la historia, Wang Lung tiene un propósito como mago, que es liberar sus ejercicios de los círculos concéntricos. Su trabajo se divide entre los trucos groseros, como el juego de las decapitaciones, y la esoteria, que es la voluntad concurrente entre la magia y la naturaleza. La esoteria indica un principio de libertad, algo que no puede estar sometido ni a la autoridad ni al poder.

Wang Lung ha sido invitado a la corte y allí el emperador le obliga a realizar su acto más conocido sobre el cuello de la emperatriz. El emperador cambia una regla del juego, pues ese acto se realizaba siempre sobre una doncella o cortesana de bajo nivel, lo que indica en la orden la presencia de una razón política. Como Wang Lung se atreve a separar en el truco de espejos la cabeza de la emperatriz, se estima que ofende su dignidad real y esa es la causa oculta que lo lleva a la cárcel. El emperador quiere demostrar la superioridad de la autoridad sobre la magia y ahora el conflicto se hace visible.

Lezama ha llegado a ese enfrentamiento con procedimientos muy sutiles, con pasos indeterminados y con nexos ocultos que sólo se manifiestan parcialmente. La emperatriz se conduele del mago y facilita su fuga hacia las tierras del Norte, donde habita El Real, bandido y pretendiente al trono. En su campamento, Wang Lung puede realizar su sueño. Aquí se libera de un juego formal y de sus ambiciones secretas por el poder, y entra en la dimensión de la verdadera magia, cuando convoca a una gaviota que vuela en su bandada a entrar en la campana de su manga, y no a salir, que es lo habitual, lo típico.

A partir de ahora, el cuento opera con dos causalidades a la vez. Una visible, que no relata exactamente las causas sino las consecuencias de los hechos y que puede comprobarse en la secuencia de acciones que llevan a Wang Lung de nuevo a la cárcel, a su liberación, al asesinato de la emperatriz y al suicidio. Wang Lung soluciona su conflicto en la muerte y desde ella comienza a actuar, imponiendo entonces sus propias reglas. Hasta ahora el emperador, la emperatriz y El Real participaban del círculo de poder y se sucedían unos a otros en una rutina. Sólo la muerte del mago puede iniciar otra cadena de acontecimientos que rompe o quiebra la autoridad reinante. Los sucesos del relato ocultan hábilmente este motivo al pasar por una superficie de juegos, fugas y rescates que no hacen más que confirmar los poderes que Wang Lung desea destruir.

La otra causalidad, la invisible, aparece de pronto. El emperador descubre los cadáveres del mago y la emperatriz y entra en una especie de locura. “Alzados los brazos, pasaba con rostro invariable de las canciones infantiles a los cantos guerreros. Salió de la tienda, y manteniendo el mismo canto ligero y grave, se dirigió al pozo, que es siempre la peligrosa encrucijada de todo campamento, y se precipito”. La muerte del emperador deja el camino abierto para el pretendiente. El poder se impone de nuevo, pero no puede vencer a la magia ni siquiera en los restantes cincuenta años en que El Real se acuesta en el trono. Los gestos fluyen a la naturaleza y el juego termina con la muerte de El Real y el fin de toda autoridad sobre la magia. Lo que ocurre después no está justificado por la acción dramática sino por la metáfora que se desprende de la muerte del mago, por la fábula que nace y desemboca en el halcón, en la liberación de los círculos concéntricos al final del relato.

Lezama realiza una obra maestra con un procedimiento nuevo. Desarrolla una línea de acción con un conflicto interno —el del mago— y una oposición visible entre el emperador, la emperatriz y El Real. El juego de las decapitaciones pasa de un ciclo a otro, de la cabeza de la emperatriz a la cabeza del último emperador y allí concluye. Cada uno de los personajes que luchan por imponer su autoridad comprende que ésta puede reforzarse si el juego se practica a un nivel más alto de poder. Esto no puede contener a la magia, que ya se ha liberado por sí misma y lo único que provoca es la locura, la muerte y el caos. Cada uno descubre la futilidad del poder y la línea se quiebra en el acto final. El halcón rompe el círculo. La magia se hace autónoma, no necesita de nadie para existir, sólo de la naturaleza de las cosas.

En este cuento, y en el que le sigue en orden cronológico, “Cangrejos, golondrinas”, Lezama cierra un ciclo dentro de su narrativa breve, muere allí como el mago Wang Lung y resucita en Paradiso. Ahora conocemos el resto del camino y ya no importa el supuesto desinterés del poeta. Su sueño de convocar para la prosa una misma intensidad que para la poesía se ha hecho realidad. En este caso, la yuxtaposición de sucesos en el argumento y la adición de metáforas permiten el milagro de un tipo de relato que desbarata la causalidad lógica del realismo para ingresar en el reino de la fábula. Lezama sólo dibuja el acto, o simplemente lo insinúa. La sugerencia vale para el progreso de la acción, que ahora parece indeterminada, cuando, en el fondo, está unida por otro tipo de nexos causales, aquellos que nacen de la imaginación poética. El juego estilístico también libera a la prosa de sus empastes lógicos y permite a la metáfora entrar sin cortapisas a la narración. Estos ejercicios son un sumando de lo que el autor logrará en Paradiso y en Oppiano Licario. Allí Lezama se reirá de nosotros —de mí y de todos sus críticos— con la certeza de que no aprenderemos la lección, porque su camino, sembrado de migas de pan, ya fue devorado por el pájaro de la poesía.

 

Ensayo publicado en Tropo 33, primera época, 2004.

 

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