Eduardo Huchín Sosa
Hay algo misterioso en sentir el arte sin ser experto, sin conocer los andamiajes, sin analizar metódicamente los elementos. El arte no sólo se reduce a una técnica impecable, sino que es además un sacudimiento, un nudo en la garganta, una comezón en las vértebras. Puedo ser un ignorante en las innovaciones orquestales, pero Stravinsky me deja sin aliento. Puedo no entender cuál es la diferencia entre un poema sinfónico o un lieder, pero “Así habló Zaratustra” de Richard Strauss me aísla de mi cotidianidad. Es el arte lo que no puede definirse simplemente con decir que una pieza es perfecta o que un texto está bien escrito. Hay algo detrás de la buena redacción o la ejecución precisa: por eso las obras maestras siguen siéndolo a pesar de las tesis universitarias. Es el arte lo que sobrevive a la disección más erudita.
El talento puede estar hasta detrás de los errores ortográficos: José Lezama Lima los tuvo y eso quizá lo hace más grande todavía. El talento asoma como un desconocido e inexplicable sabor después de la lectura: me entusiasma Ibargüengoitia a pesar de que José de la Colina lo acusó de no saber utilizar los gerundios. Si hasta los expertos se equivocan (lo han hecho muchas veces) sólo queda la alternativa de nuestras propias exigencias vitales. Nadie es el mismo después del “encuentro” con un gran libro, con una gran pintura o con una maravillosa melodía. Nuestra mirada de la realidad es diferente cuando Dalí o Cortázar se han entrometido en ella. Y es que se necesita talento también para apreciar las genialidades artísticas; se necesita sensibilidad para comprender lo expresado en otros lenguajes. Por eso decía Octavio Paz que “cada lector es un poeta y cada poema es un poema distinto”. Quizás nuestra novela preferida no sea la mejor novela de tal o cual autor; pero si representa una referencia ineludible para entender nuestra vida, sí lo es. Comencé a enterarme de esto cuando leí que Ibargüengoitia y yo teníamos más coincidencias que la simple frustración amorosa; cuando me reí con él porque tácitamente me reveló mi propia estupidez en materia sentimental. “La poesía no es de quien la escribe sino de quien la necesita” dice el cartero de Neruda en la película del mismo nombre. Y no es para menos si pensamos en la cantidad de reproducciones manuscritas que tienen los poemas de Sabines o en las populares canciones compuestas a partir de letras de Mario Benedetti.
El arte está donde menos lo imaginamos: Pessoa anuncia chocolates Carlos V y la “Sinfonía 40” de Mozart suena hasta en los celulares. Pero el arte supera lo mero memorizable. No está en que escuchemos “Pompa y circunstancia” y pensemos automáticamente en un comercial de “Doritos”. El arte es una vibración. Un reconocimiento. El arte nos revela lo que no sabíamos que sabíamos. Aunque ciertamente el arte tiene sus propios límites (los límites de la literatura son los límites del lenguaje), las obras maestras parecen demostrarnos que la imaginación es infinita. En ciencia, Copérnico corrige a Ptolomeo, pero en literatura Homero tiene tanta validez como Joyce. No son cuestiones de intemporalidad sino de esencia humana. La vida misma es una novela bien escrita.
—¡Qué rápido ha madurado Coné!
—¡Sí, padre, hasta tiene decidido lo que piensa hacer cuando sea grande!
—¿Qué cosa?
—¡Poeta!
—¿Y tiene vocación para eso?
—Indudablemente… ¡Puede resistir tres días sin comer!
El cuento es al mismo tiempo cómico y amargo porque evidencia una valoración social mínima a la actividad poética. “El amor y la poesía son marginales”, decía Paz. Por eso tanto amor como poesía pueden redimirnos de ser unos autómatas. Por eso mi confianza absoluta en el arte para dejarnos ver la porción de humanidad que aún nos sobrevive.
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Imagen tomada del sitio valenciaplaza.com “Un artista en su estudio rodeado de sus pinturas” (detalle). Thomas Van Apshoven (Siglo XVII).
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Ensayo publicado en Tropo 33, primera época, 2004.