El arte en nuestras vidas

Eduardo Huchín Sosa

 

  1. En 1915, el escritor norteamericano Ezra Pound hizo la versión de un poema de Wang Wei escrito cerca de 1200 años antes. El punto central es que Pound no sabía chino en ese entonces y se basó en unas traducciones literales hechas por un orientalista apellidado Fenollosa. Quienes leen y escriben poesía saben que una traducción palabra por palabra no encierra la verdadera esencia de un poema. Fenollosa podría saber chino, pero Ezra Pound era poeta y tenía sensibilidad poética. Lo curioso es que tiempo después, el también poeta y crítico Win-lim Yip demostró que Pound, sin saberlo, corrigió los errores que tenía la versión de la cual se valió. Es decir, que Pound intuitivamente entendió la poesía de Wei y la trasladó a su lengua sin comprender siquiera los caracteres chinos.

Hay algo misterioso en sentir el arte sin ser experto, sin conocer los andamiajes, sin analizar metódicamente los elementos. El arte no sólo se reduce a una técnica impecable, sino que es además un sacudimiento, un nudo en la garganta, una comezón en las vértebras. Puedo ser un ignorante en las innovaciones orquestales, pero Stravinsky me deja sin aliento. Puedo no entender cuál es la diferencia entre un poema sinfónico o un lieder, pero “Así habló Zaratustra” de Richard Strauss me aísla de mi cotidianidad. Es el arte lo que no puede definirse simplemente con decir que una pieza es perfecta o que un texto está bien escrito. Hay algo detrás de la buena redacción o la ejecución precisa: por eso las obras maestras siguen siéndolo a pesar de las tesis universitarias. Es el arte lo que sobrevive a la disección más erudita.

El talento puede estar hasta detrás de los errores ortográficos: José Lezama Lima los tuvo y eso quizá lo hace más grande todavía. El talento asoma como un desconocido e inexplicable sabor después de la lectura: me entusiasma Ibargüengoitia a pesar de que José de la Colina lo acusó de no saber utilizar los gerundios. Si hasta los expertos se equivocan (lo han hecho muchas veces) sólo queda la alternativa de nuestras propias exigencias vitales. Nadie es el mismo después del “encuentro” con un gran libro, con una gran pintura o con una maravillosa melodía. Nuestra mirada de la realidad es diferente cuando Dalí o Cortázar se han entrometido en ella. Y es que se necesita talento también para apreciar las genialidades artísticas; se necesita sensibilidad para comprender lo expresado en otros lenguajes. Por eso decía Octavio Paz que “cada lector es un poeta y cada poema es un poema distinto”. Quizás nuestra novela preferida no sea la mejor novela de tal o cual autor; pero si representa una referencia ineludible para entender nuestra vida, sí lo es. Comencé a enterarme de esto cuando leí que Ibargüengoitia y yo teníamos más coincidencias que la simple frustración amorosa; cuando me reí con él porque tácitamente me reveló mi propia estupidez en materia sentimental. “La poesía no es de quien la escribe sino de quien la necesita” dice el cartero de Neruda en la película del mismo nombre. Y no es para menos si pensamos en la cantidad de reproducciones manuscritas que tienen los poemas de Sabines o en las populares canciones compuestas a partir de letras de Mario Benedetti.

El arte está donde menos lo imaginamos: Pessoa anuncia chocolates Carlos V y la “Sinfonía 40” de Mozart suena hasta en los celulares. Pero el arte supera lo mero memorizable. No está en que escuchemos “Pompa y circunstancia” y pensemos automáticamente en un comercial de “Doritos”. El arte es una vibración. Un reconocimiento. El arte nos revela lo que no sabíamos que sabíamos. Aunque ciertamente el arte tiene sus propios límites (los límites de la literatura son los límites del lenguaje), las obras maestras parecen demostrarnos que la imaginación es infinita. En ciencia, Copérnico corrige a Ptolomeo, pero en literatura Homero tiene tanta validez como Joyce. No son cuestiones de intemporalidad sino de esencia humana. La vida misma es una novela bien escrita.

 

  1. Oliver W. Sacks describe en su libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, el singular caso de Rebeca, una retardada mental que no sabía leer ni escribir pero que era poeta. Su incapacidad para manejar conceptos abstractos la obligaba a utilizar metáforas sorprendentes para expresarse. Cuando murió su abuela, dijo: “Es invierno. Me siento muerta. Pero sé que vendrá de nuevo la primavera”. No se trata de una artificialidad. Rebeca no podía definir la tristeza ni el pesar porque dichas palabras pertenecen al universo de los abstractos. Su única manera de comunicarse era a través de elementos concretos que conocía y que amaba (la naturaleza, por ejemplo). Resulta paradójico que una mujer incapaz de abrir una puerta con la llave y de distinguir la derecha con la izquierda, pudiese en cambio comprender la poesía más profunda. Pero eso nos lleva a reflexionar sobre la misma naturaleza de aquello que denominamos “normalidad”. Sacks demuestra que nuestra intención de adaptar a los retardados a la vida cotidiana es un tanto megalómana. ¿Por qué no intentamos en lugar de eso comprender sus mundos propios? Y es precisamente a través del arte que Sacks encuentra a los “humanos” detrás de los enfermos. A los “humanos” detrás de las fichas clínicas. Me parece entonces que el arte es de las pocas formas que tenemos las personas para encontrar al “humano” detrás del “prójimo”. Más allá de la inteligencia, de la capacidad laboral, de la aptitud para un empleo o para una carrera, el arte es un elemento que debe valorarse con mayor insistencia. No sé de dónde se origina la postura de ver a los artistas en la familia como una calamidad, porque tal consideración se extiende como estigma en una sociedad obsesionada por el trabajo. Somos lo que trabajamos. Es la visión desencantada que expone Laurent Cantent en su película L’emploi du temps (Tiempo de mentir): la de la dignidad humana sometida al tipo de empleo que desempeñamos. Cuando el personaje Vincent va a visitar a un amigo músico que es mantenido por su mujer, siente un vacío enorme. Un malestar que le dice que no podrá experimentar esa experiencia de autenticidad, porque él vive atado a una obligación: ostentar un puesto importante. En una sociedad que no te pregunta “¿quién eres?” sino “¿en dónde estás trabajando?”, la posición del artista puede llegar incluso a ser asfixiante. Es un sobreentendido social que el escritor no trabaja, porque algo como la literatura, que cause tanto placer, no puede ser un trabajo. Es un hobby. Quizás el hobby perfecto para la burguesía, pero no para quienes el futuro no está definido por el apellido. En un chiste de Condorito encontramos el siguiente diálogo:

 

—¡Qué rápido ha madurado Coné!

—¡Sí, padre, hasta tiene decidido lo que piensa hacer cuando sea grande!

—¿Qué cosa?

—¡Poeta!

—¿Y tiene vocación para eso?

—Indudablemente… ¡Puede resistir tres días sin comer!

 

El cuento es al mismo tiempo cómico y amargo porque evidencia una valoración social mínima a la actividad poética. “El amor y la poesía son marginales”, decía Paz. Por eso tanto amor como poesía pueden redimirnos de ser unos autómatas. Por eso mi confianza absoluta en el arte para dejarnos ver la porción de humanidad que aún nos sobrevive.

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Imagen tomada del sitio valenciaplaza.com “Un artista en su estudio rodeado de sus pinturas” (detalle). Thomas Van Apshoven (Siglo XVII).

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Ensayo publicado en Tropo 33, primera época, 2004.

 

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