Carlos Torres (una semblanza)

Claudia Magli

Quería morir. No podía más. Y Carlos Torres vio el momento para irse; como fuera, a como diera lugar. El momento era preciso. Murió un sábado, 13 de junio de este año 2020. Era el Día del Escritor.


Era un hombre de letras, autodidacta, una flor en el desierto tropical de los Tuxtla, como la planta solitaria erguida en medio de la nada, la impresión más fuerte que relata sobre su niñez. Había llegado el momento de rendir cuentas. Estaba cansado, se sentía solo. Cuando un hombre grande, como él lo era, se siente solo, llega ese momento obsceno en que cualquier pretexto es bueno para irse.
           Una vez, recostado en la arena de una playa en Cancún, mientras miraba su mano izquierda retorcida me dijo: “Esto no me sirve”. Así trataba su cuerpo.
           Carlos Torres era alcohólico, adicto. Yo no lo sabía. Lo conocí cuando, con un puñado de escritos bajo el brazo, recorrí las pocas casas que separaban la mía de la del Por esto! de Quintana Roo, en la calle de Venado. Había ido a mostrarle mis escritos entre los cuales estaba “Sobre los que necesitan amor. Encuentro anual Biorregional”. Trataba de la fauna humana que poblaba los Consejos de Visiones de aquel entonces: los hippies, los que se drogan, los ecologistas y los perdidos que anhelaban un mundo mejor.
            Llegué medio temblorosa a aquella oficina de un metro y medio por dos donde se encontraba la sección cultural de aquel periódico. Me recibió un señor serio, alto y enjuto que infundía respeto y hasta cierto temor con sus ojos negrísimos, penetrantes, sarcásticos, que me miraban desde arriba, doblemente juez, por los escritos y por mi persona. Ciertamente no iba a agacharse a la altura de un insecto como yo. Por lo tanto, me tocaba mirar hacia arriba y leer en sus ojos su rápido e inapelable escrutinio. Se quedó con unos y solo rechazó dos. El primero que publicó fue “Sobre los que necesitan amor”, el 7 de marzo del 1998. Ya había publicado esporádicamente en el Por Esto! en años anteriores. Ahora me presentaba con el propósito de hacerlo más formalmente, con mayor continuidad.
            Cuando lo conocí no tomaba. Estaba en su periodo de recuperación, su fase sólida de encargado de la sección cultural de un periódico conocido en Yucatán y Campeche, pero naciente en Quintana Roo. Yo no sabía que recién había salido de su adicción. Después de cubrir algún evento en Cancún, a veces llegaba con un amigo y nos sentábamos en mi terraza llena de plantas, a tomar un café, un té y seguir la tertulia. Raras veces aceptaba comida. Era un hombre risueño, con la alegría del Trópico cuando el Trópico es alegre; inteligente, perspicaz, inmediato.
            Cuando lo invité a conocer Tulum, no la Tulum turística de ahora —cuando descubrieron Tulum, su extraordinaria belleza y Tulum cambió de vibra—-, sino mi salvaje Tulum de fuego y agua, el mundo de “los que necesitan amor” porque nunca lo han tenido, la “banda” de Tulum que tenía su cuartel general en el balneario Santa Fe cuando su dueño era Arturo, alias “Bob”, por Bob Marley: los forajidos, los “artezánganos”, como ellos se definían, los que para vivir viajaban de un lado al otro de la República por necesidad, por aventura, por inquietos.
            A nuestro regreso a Cancún, Carlos exclamó entusiasta: “¡Esos sí, son hombres!”, y allí empezó su debacle en el Por Esto!, que para entonces ya se había mudado a una gran manzana con un edificio adecuado a un periódico que ya era de gran tiraje. El Por Esto! de Quintana Roo ya se vendía en todos lados en el estado. Desde Cancún, presente dondequiera se vendieran revistas y periódicos, se distribuía hasta Chetumal, Playa del Carmen, Cozumel, Carrillo Puerto, en una capilaridad extensa que llegaba hasta las más remotas tortillerías de la zona maya. Su lenguaje era para todos.
            Su espíritu de hombre libre se había conectado nuevamente con aquella libertad auténtica y “desesperada” de los de la “banda” de Tulum; hombres irreductibles, a su manera, genuinos, sin duda. De la misma naturaleza de aquella región del Caribe donde todavía había jaguares al acecho en los cenotes y boas ondulando desde los techos de guano de los rustiquísimos restaurantes, que se asomaban a ver qué había de comer en las mesas entre el terror de los todavía escasos turistas.
            En aquel Quintana Roo recién estrenado para los extranjeros y los mexicanos de todas las regiones de la república que querían probar fortuna en tierra nueva, cada personaje de la “banda”, de paso o instalado, salía de una realidad dura, cualquiera que esta fuera. Todos cargando con una vida rica de experiencias, de esas que no se hacen a través de los libros, sino en el rudo camino andando de la realidad. Son ellos, finalmente, los personajes inspiradores de los libros… Ellos, como los hombres de la fiebre del oro de Jack London, que el gran escritor conoció porque fue parte de aquella epopeya.
            Conocer a los integrantes de la “banda” de Tulum despertó el padre gandalla que tenía en su sangre; el afiebrado lector adolescente del “Don Quijote”; el Carlos joven en busca de respuestas que tenía que cargar bultos en el puerto de Veracruz por un pedazo de pan. Volvió a despertar al hombre insumiso como los de la banda, el hombre irreductible que había en él, agazapado en un señor alto y delgado de modales serios y ojos que tenían el fuego de la eterna rebeldía, de la irrenunciable libertad del alma humana.
            Decía que su padre llegaba con su madre a sembrarle un hijo y se iba de nuevo, que los parientes pensaban que su mamá estaba ida, loca, una demente por amar a aquel hombre, “Pero ella sigue viva”, añadía, “Y ellos están muertos”. Como si la vida fuera un premio por aquel amor incondicional que la madre había probado por el padre de él, sin pensar en el “qué dirán “y sin esperarse nada, aparte de un nuevo ser en su vientre. Conectado otra vez con aquel origen, Carlos se olvidó de las apariencias, de la compostura. Arriesgó todo, de nuevo. Y lo perdió todo.
            Todavía en Cancún, sin trabajo, en aquel cuarto que tenía en un desorden imposible de describir, se enfermó. Estaba solo. Se dio cuenta de que debía cuidarse. En sus ojos negros azabache apareció el miedo. Nunca lo había visto así. No le conocía aquella expresión vulnerable, preocupada, desnuda frente a lo impredecible de una enfermedad. Ni nunca más la volví a ver. Recuperó pronto su natural ironía y su sonrisa cáustica, se recompuso en el caparazón conocido por todos. La máscara social que nos protege de que descubran nuestra fragilidad. O nuestra necesidad. Fue fuerte, aunque fuera un instante. Tal vez fue un presagio de su muerte, que acontecería varios años después en Chetumal. Después de que le cerraron las puertas en el Por Esto! por su comportamiento errático a partir de Tulum, encontró trabajo de nuevo.
            Se había trasladado a Chetumal a trabajar en lo que sabía: el mundo de las letras, del periodismo culto, de las revistas con un propósito, para no morir de inedia del espíritu en la soledad de unos trópicos que pueden resultar tristes, como escribió Claude Levi–Strauss, uno de los primeros etnólogos serios del Siglo XX, que se acercó a la verdad del ser humano primitivo. Levi – Strauss tituló uno de sus libros: “Tristes trópicos”. Así pueden llegar a ser. No hay soledad más grande que la de un espíritu solo en medio de la lujuria de los trópicos. Carlos Torres retomó su adicción y su trabajo. Su trabajo y su adicción. Hasta que ésta lo llevaría a sufrir del estómago e internarse en el hospital que lo contagió. Me avisaron que había muerto, este pasado sábado. Que se había sentido mal del estómago y había recurrido a un hospital. Allí se contagió de Covid-19, la enfermedad del Coronavirus que está haciendo estrago en todo el planeta. No lo resistió. Se rindió a la muerte.
            Es la primera persona que conozco que muere por Covid 19, cuyas siglas quieren decir, aunque quizá me lo estoy inventando: COronaVirusIDentification-año 2019, para identificarla de otras pestes generadas en los laboratorios, los cuales ya no sirven para salvar a la humanidad sino para masacrarla con el pretexto de que somos muchos o como armas bacteriológicas, sembrando el miedo, el caos.
            Vi por última vez a Carlos Torres en octubre del 2011. Yo pasaba en carro por Chetumal —no vivía en el Caribe desde el año 2006— para tomar camino a Belice y llegar a Nicaragua vía tierra, a donde ya había viajado antes cinco veces por avión; un sueño acariciado desde hacía tiempo. Iba con un compañero de viaje nicaragüense que deseaba también conocer el camino vía tierra a su patria cruzando los países centroamericanos. Una inconsciencia total, un viaje peligrosísimo, pero no lo sabíamos todavía. El día que me quedé en Chetumal llamé a Carlos y lo fui a buscar a su trabajo. Era impensable pasar por Chetumal y no verlo. Se encontraba en el Museo de la Cultura Maya en las oficinas de Comunicación Social. Grandes espacios, dignos de él. Me recibió un poco distante, parecía preocupado por algo, disperso. Nuestro encuentro fue breve. Yo retomé mi camino hacia Nicaragua, él se quedó en el suyo. Me llamó años después, no recuerdo para qué. El celular y el correo son lo más estable que tengo en mi vida de nómada, como Abel. Los de la verdadera estabilidad son los caínes, los fundadores de ciudades.
            La nueva de su muerte me fue dada por Daniela Palacios. “Hay una fea noticia… Hoy murió Carlos Torres”, me escribió. Me entró el veinte poco a poco, despacio, como un veneno sutil pero devastador. Daniela me anunció que prendería una veladora para acompañarlo en su viaje. Yo prendí la mía. Le añadí unas flores serias, de hombre, de colores blancos y morados, que corté en el patio aquí en San Miguel de Allende. Me acordé de que había escrito una entrevista en tres partes sobre él, que se publicó en el Por Esto! a finales de 2004, cuando él ya no trabajaba allí. La busqué, la encontré. La volví a leer. Sentí la necesidad de que se volviera a conocer, como un homenaje a este personaje en verdad único, como único había sido cada integrante de aquella “banda” de Tulum que desapareció, desde el momento que Tulum cambió de vibra, al igual que las aves migratorias cuando entra otra estación. De esencia única, completamente auténtico, totalmente sí mismo, había aportado mucho más que un granito de arena a la nueva cultura quintanarroense, pionero entre otros valientes que tuvieron el coraje de abrir canales a la inquietud y a la necesidad humana de satisfacer anhelos impalpables más allá de la pura sobrevivencia.
           Cuando pasé con unas galletas a la naranja por el pasillo junto al cuarto de la veladora, sentí una fuerza que me llamaba desde el pequeño altar. Deposité las galletas junto a las flores. Luego subí desde el comedor dos exquisitos mangos Manila y los puse frente a la luz de la veladora, porque seguro le recordarían a su trópico. Tenía hambre. Cuando llamé a Cancún para ofrecer las tres entrevistas publicadas en el 2004, me aconsejaron escribir algo sobre él “post mortem”, algo más personal. Venía pensando que me pondría a hacerlo en la mañana del lunes, cuando la veladora estuviera todavía prendida. Pero en plena noche del domingo, algo me despertó para escribir con urgencia: “Quería morir”. No fue posible volver a dormir. Empezaron a fluir las letras, una tras otra sin parar, hasta que llegué al final de este escrito. No hubo tiempo para buscar una hoja de papel; tenía que ser de inmediato, con lo que tenía a la mano, que era una pequeña libreta de post-it cuyas hojas se regaron por todos lados.
           Descansa en paz, Carlos Torres, amigo. Vamos a buscar la esperanza en donde hay. Aquí hay muchos que te queremos. (San Miguel de Allende, miércoles 17 de junio de 2020).



Fotrografía: Claudia Magli —————-

Claudia Magli (Florencia, Italia, 1949). Naturalizada mexicana en 1986. Etnóloga de pueblos indígenas de México; guionista y directora de cine. Periodista, poeta y escritora, escribió en “El día” de la Ciudad de México, y en “Por esto!”, “Novedades”, “Sacbé” y “Tropo a la uña” de Quintana Roo (donde vivió quince años y a donde piensa regresar). Pintora y muralista. Actualmente escribe un ensayo autobiográfico y realiza un mural en el Instituto Allende, San Miguel de Allende, Guanajuato, donde radica.

—————- Reseña publicada en TROPO 25, Nueva Época, 2020.
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