El vértigo y la niebla. Las oscurísimas rosas de Gloria Gervitz

José Díaz Cervera

Temblando se abre el agua, madre y matriz de aquello que sabemos cuando el dolor también es pasajero en el viaje irreductible hacia lo fundamental; temblando se vierte como una poderosa sugerencia, como la cicatriz heredada por la tierra en sus batallas con la luz. Agua que se desgaja al consumar el sueño, agua que muere y se derrumba cuando la conciencia va de un lado a otro, comprobando la cifra contundente de la inoperancia del olvido. Agua que pide ser besada en una larga lamentación; vértigo de anclar al sueño el destino de consumir la eternidad en las altas migraciones del recuerdo.

Hilvanando las texturas múltiples del agua, Gloria Gervitz (México, D.F., 1943) nos entrega el compendio de una errancia que es en el fondo la más pura intuición de una raigambre que afina sus motivos en todo aquello que se quedó a medio camino entre el sueño y el recuerdo. Vida ensoñada, biografía habitada, memoria, suponen el itinerario de las varias Migraciones emprendidas por la poetisa en ese afán de desentrañar los misterios de todo lo que acontece detrás de la ventana.

Ante ello, lo concreto que se hace universal comienza a revelarse en la brutal inmediatez de sus propiedades transitorias: la calle de siempre se viste y se desviste, a veces se puebla de luz y de sonatas, a veces de polvo y de llovizna; nada se mueve, pero todo migra ante el ojo que es sólo soledad en la oración temprana de la sangre. Detrás de este recuento, la memoria que es fiel a la memoria comienza el periplo que ha de llevarla a esa habitación oscura donde la conciencia es ardor y encuentro.

Consagrada en el agua, la palabra poética de Gloria Gervitz se sumerge en un río de arterias que empiezan a punzar las más variadas entidades de lo humano, con una tonalidad que apenas esboza lo anecdótico para instalarse en la materia inaugural de la emoción. Vidas en tiempos y espacios muy diversos que se materializan en objetos sagrados (libros, fotografías, ventanas, rezos), se sincronizan buscando el eje alrededor del cual habrá de pronunciarse la palabra capaz de condensar los romas de la niebla. La conciencia como una forma del olvido y el olvido como una metáfora de la paz, constituyen en la poética de Gervitz la más cáustica aporía del recuerdo.

Con Migraciones, poemario publicado por el Fondo de Cultura Económica a mediados del 2002, Gloria Gervitz concluye un ciclo poético iniciado en 1979 con la publicación de Shajarit, su primer libro; en el compendio de estos años de reflexión y de trabajo la poetisa ha ido construyendo un cuerpo poético orgánico en el que caben lo mismo su espíritu judío o su historia familiar (dibujada con discreción suficiente en su obra), que sus anhelos más inconfesables y sus fantasías más evidentes. Desde una sensualidad compleja que comienza con la degustación de la mirada, Gloria Gervitz emprende su primera migración de lo mirado a lo táctil para reconocerse, de rodillas, en la dureza ansiosa de una intimidad henchida en las palabras de la sangre. En el dolor de ser agua, agua que busca humanizarse, agua que es sed y sal cuando asoman los recuerdos y no hay nada que decir porque todo está aún por recordarse, la palabra comienza a deletrear las razones de la compasión; se abre la ventana y el dolor dialoga con la sangre en un canto profundo y lácteo que sólo puede expresarse con las palabras desfondadas, madre y medusa en el ardor de amar y reclamar. Todo está aún por recordarse; el agua que se mira en las aguas del Leteo tiene las particularidades de una sed que procura saciar su tentación de olvido bebiendo las carnes del olvido.

Así, para olvidarse de olvidar, la poetisa curva las palabras, siguiendo el movimiento del sueño para entonar la epifanía del derrumbe:

 

Señora de las rosas

no me dejes

La noche se ovilla en su propia oscuridad como una lágrima

Y tú y las casas blancas con aleros rojos

quedaron anclados a un pedazo de corazón

 

Humedecido en las aguas del Leteo, el corazón descubre su vocación mayéutica emigrando de la luz a las preguntas y aún hasta el oráculo de las contradicciones. No hay paz, solamente hay una fervorosa necesidad de anclar en el silencio, para escuchar los designios de lo que augura el polvo. Sólo una ofrenda antes de la lamentación, un canto largo (dividido en dos estancias) que se entona casi como entre acezidos, para marcar ahora la migración del tiempo. Es el penúltimo capítulo (Equinoccio), titulado con un nombre aparentemente menos enigmático que los demás. Aquí la poetisa cambia el tono, abre las zonas blancas de la hoja y construye sus versos con las más austeras astillas de la significación, para obsequiarnos en un ambiguo relámpago de sílabas, los sueros del instante.

La siega pasó, el verano dio paso al otoño y nosotros, como afirmaba jeremías en sus lamentaciones, no estamos a salvo: nuestras cabezas convertidas en llanto y nuestros ojos en manantial de lágrimas para llorar día y noche a los muertos. Treno, agua hasta el polvo, agua hincada, puño cerrado, pesadilla; es verano de nuevo “y tan oscura el agua”. Es el retorno a los entresijos del olvido inoperante. Las aguas del Leteo tienen el lácteo sabor de la memoria: madre y agua, leche del ensueño, dolor de habitar en lo que huye. Migración. Condensación de aquello que hemos sido; vértigo de romperse en la edad de la sin razón. Es el provisional fin del movimiento, la desesperada lamentación que no termina y que siempre está a la espera con ansia y con angustia. Gloria Gervitz, ¿qué más nos vas a decir de las oscuras rosas que perdiste cuando te despertaron las palabras?

En la materia prima del territorio que habitamos, la migración es una forma de la inmovilidad, de la misma manera que la ausencia es la representación de aquello que siempre está presente. Al contemplar el espacio que hay entre todo lo que es y no es al mismo tiempo, se adivina la verdad del ser humano en el flujo sonoro de los nombres que articulamos para callar lo que decimos. Ahí las palabras, el nombre de aquello que no tiene nombre, celda tú en mí, diría Gloria Gervitz; ahí el sentido literal que hace de la memoria un agua transitoria. En la inmovilidad del caracol se va forjando el canto que escuchando en su concha. Toda esta migración es sólo un sueño, este sueño primero de vivir, este primero sueño que deja a luz más cierta el mundo iluminado.

Gloria Gervitz canta, y ésa es su manera de soñar y estar despierta. Tropo

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