Soy fotógrafa, ¿profesional?

 

Angélica Mercado

 

Yo no soy licenciada en fotografía. Tampoco por escribir en este espacio soy escritora, menos aún soy doctora por googlear el vademécum, como tampoco comprarme un Stradivarus me hará violinista, obvio. Pero sí soy fotógrafa. Vago durante día y noche. Soy vaga según la premisa de JRRT: “no todos los que vagamos estamos perdidos”; creo que es una cualidad común entre los de mi especie. Ser fotógrafo se define como aquel que toma fotos. Nada más.

Totalmente de acuerdo: quienes operamos una cámara, somos fotógrafos. Es oportuno mencionar que los creadores de imágenes o artistas, o los conocidos como fotógrafos, además de operar una cámara, crean y producen imágenes originales que relatan historias. Ser fotógrafo es una actividad muy peculiar, las actividades son múltiples y a cada una le corresponde una forma de llevarlas a cabo. Por ejemplo, en el caso de un fotógrafo de guerra, la prioridad es acercarse, estar involucrado en el espacio donde suceden los hechos; en contraste, el fotógrafo de naturaleza debe mantener distancia para no interferir en algún suceso. A veces, el fotógrafo debe ser pasivo y otras, en extremo activo. Pensemos en los fotógrafos que hacen el registro fotográfico de tu existencia: títulos, certificados, y más, o bien, el fotorreportero que vive en acción. La forma de hacer fotografía es tan particular como cada individuo y proporcional a la dimensión de su actividad, por lo que aquí, no caben las generalidades, solo causalidades del oficio. Sin embargo, sea cual sea la disciplina fotográfica, hay constantes que nos identifican como si fuéramos una tribu ajena al sistema. Vivimos una realidad aparte, no solo por los superpoderes que noblemente nos brinda la fotografía, como el don de ver y de traducir lo que vemos en declaraciones contundentes sobre nosotros y el mundo alrededor, sino también porque podemos, en una sola imagen, interpretar todo un suceso y hacerlo legible, o visible, para todos. Una gran responsabilidad. La fotografía lleva consigo el poder de sensibilizar, impactar, embelesar, conquistar, informar, avalar, documentar, escribir la historia inmediata, y más. Poderes que confiere al fotógrafo, claro, no a todos. Somos muchos y estamos de moda. Somos diversos, versátiles, inclusivos e igualitarios, empáticos, solitarios, sensibles, fuertes, divertidos, audaces, omnipresentes (si algo sucede, ahí estamos), somos mirones empedernidos, patas de perro y ante todo, nos importa lo que vemos y creemos en el poder de la fotografía. La realidad del fotógrafo que vive haciendo fotografía, es una de apariencia ligera, tan ligera que se siente como si se flotara en el limbo con rumbo paralelo a los demás que toman fotos. El trabajo del fotógrafo seduce, no se deduce. Tal vez porque su forma de mirar es honesta, o porque a veces, expone sus pensamientos o secretos con gran dominio del lenguaje y la técnica. Supongo que cualquier médico se sentiría confundido si le preguntasen a qué se dedica: ¿médico profesional? Bueno, tal vez como sí existe la licenciatura en medicina, eso no se pregunta. Imagino también, que el escritor se sentiría ofendido si le preguntaran qué computadora usó para escribir tan bellas historias, si eso sucediera. En el caso de la fotografía, es válido hacer estas preguntas, y a 181 años de su invención, todavía algunos discuten si es arte o no; hasta abundan en la red consejos básicos sobre cómo hacer fotografías como un profesional, regularmente en 10 pasos. Así de popular es la fotografía. Todo fotógrafo está expuesto a preguntas que solo se pueden interpretar de una manera y que comúnmente son inofensivas. La mayoría de los fotógrafos nos reímos al respecto o simplemente lo ignoramos porque entendemos que no es con intención de ofender. Sin embargo, detrás de frases como esas, se esconde una verdad que debemos erradicar. Así, que, sin agresión, solo por diversión, querido lector, compartiré tan recurrente experiencia que hace tiempo dejó de ser anécdota. Responderé consiente del riesgo de que me leas con la misma intensidad que me han mirado cuando las respondo en persona: —¿Qué cámara usas que salen tan bonitas tus fotos? —Una baratísima que se desplaza sola con un sistema similar al de los drones, expone la luz bajo logaritmos automatizados e incrusta datos sobre composición y el significado anhelado, previamente programado para darle estilo propio a la foto; además, algunos modelos traen paquetes de 10, 20 y 30 años de experiencia; es decir, trabaja sola mientras yo veo Netflix. —Ah, pero todo eso lo puedes retocar, ¿no? —Sí claro, la magia de la fotografía consiste en herramientas de software que se han entrenado profesionalmente para transformar un escenario. Y todo dentro de él, en un mundo paralelo de luz y de color (aunque ya se haya ocultado el sol), ropa impecable, seres sin arrugas ni sobrepeso, y mucho más, como las fotografías construidas o el arte digital. ¿Lo mejor? Es instantáneo, solo presionas un botón y voila, la magia está hecha. —Estoy muy gastado emprendiendo mi negocio. ¿Me puedes tomar unas fotos nomás así rápido, para que sea más barato y menos trabajo para ti? —Sí, con gusto te apoyo, gracias por tu consideración. Al cabo yo soy un ser anormal. Sospecho que de otro planeta, donde no pago recibos, ni compro equipo, no como y ando descalza, no estudio para actualizarme, ni tengo familia. Mis servicios los pago con la sonrisa de las satisfacciones derivadas de la fotografía. Lo que me sobra es tiempo, no necesito hacerlo rápido. Después de todo, este hobby me aligera los días y, como a ti, no me importa cómo “salgan” tus fotos. Así que ni le echaría ganas ni talento. Es tan fácil: solo debo bloquear de mi mente lo que sé. —¿Me prestas tu cámara? —Inhalo. Carcajadas de mis hijos al fondo acompañan un silencio penetrante. Exhalo. (Y mi favorita, sobre todo cuando es tema durante una reunión): —¿Qué hace un fotógrafo todo el día? —Eso no lo podría responder, y eso que conozco y convivo con varios. Lo que sí puedo, es relatar uno de mis días y una de mis noches. Sucede algo así: Durante la luz de día, me levanto tempranito, agradecida y un tanto desvelada. Recargo pila con algo de ejercicio físico, que sirve como entrenamiento para las horas de actividad física que implica una sesión fotográfica. No necesariamente de forma simultánea ni en este orden, busco, realizo y entrego trabajo. Me dispongo a iniciar mi día laboral. Respondo correos y llamadas, escucho atentamente cada audio que me envían mis clientes, alumnos, o colaboradores y los respondo. Si agendé citas, asisto, si tengo casting programado, voy. No necesariamente en quincena, cobro. Edito trabajos, recojo impresiones, planeo sesiones. Pago recibos. Whassapeo. Hago tareas, comida, convivo con la familia, paseo con nuestra mascota, aseo algunas partes de mi casa, riego mis plantas, resuelvo imprevistos cotidianos (hoy cambié el cespol del lavabo que se tapó), voy al mercado. A veces imparto curso, clase o taller. Sigo cobrando y pagando, editando y buscando trabajo. Si es día previo a una sesión, alisto todo lo necesario y repaso la propuesta. Y si es día de sesión, llega el equipo de colaboradores. A veces trabajo con estilistas, modelos, diseñadores; otras veces con artesanos, chefs o biólogos, aunque la mayoría del tiempo, trabajo sola. Hago foto, y ya sea en estudio, exteriores, publicitaria, comercial o documental, siempre subo, bajo, corro, me quedo de pie, espero, proceso, espero. Llego entusiasmada a descargar las imágenes y compartirlas con mis chamacos, que siempre son los primeros en verlas. Las ordeno, las preparo para edición. En ocasiones termino el trabajo mientras lo realizo: la inmediatez lo es todo en un fotorreportaje, así que hay que incluir en el equipo, una cámara wireless y un celular que soporte las apps correspondientes. Envío desde el sitio y listo. Platico con mis amigos. Ah, a veces, cuando me siento cansada, atareada o confundida, vago. Descubro lugares y personas y casi todo cobra sentido. Compartimos nuestro día en familia y doy las buenas noches. Por la noche: varía. A veces decido dormir; muchas otras, preparo químicos para imprimir escuchando música, me entrego al momento que dura toda la noche. O edito, hasta que la ojera se marca y la raya se borra. No necesariamente a diario, estudio e investigo, por mera curiosidad, hay tanto que no entiendo. Leo, escribo. Sueño e ideo propuestas, que a veces, debo escribir en formatos que parecen reportes del FBI, según vi en algunas películas. Whassapeo. Pienso que tal vez debería comprar una televisión. Sigo editando lo que inicié por la tarde y respaldo en nubes que nadie sabe dónde están y cobran renta. Otras veces hago cosas sociales como ir de fiesta o bailar (no me llevo la cámara). Platico con colegas, la noche es nuestra. Mientras se carga el trabajo ya retocado para su envío, decido limpiar un poco el archivo digital. Hace tiempo que no tengo chance de bucear por mis archivos. Veo, recuerdo. Esta noche, saco el mezcal, ayer fue té, antier agua de chaya, y otros días cerveza (todo fotógrafo debe mantenerse hidratado), veo y bebo. Valioso momento, pocas veces nos damos el tiempo de volver a ver nuestras creaciones, y claro, vagas por ahí. Me distraigo viendo cómo la humedad ha entrado a la pared y semeja un pequeño cráter lunar azul pálido, lo miro fijamente y lo retoco mentalmente con el pincel corrector de Photoshop. Es momento de cerrar los programas de retoque por hoy. Ya dispersa, decido salir a la terraza a orearme, pues es buen momento para la introspección. Regreso por el mezcal, me topo con una estrella que se asoma entre las nubes y me retrato con ella. Vagamos. Y mientras floto en la satisfacción de ser fotógrafa, escucho cómo la noche se va. Envío exitosamente el correo con el enlace al trabajo por entregar y doy por terminado mi día laboral. Plancho mi pantalón de fotógrafa (ese tipo cargo, que tiene muchos bolsillos y es holgado), para la reporteada de mañana, me baño, aplico ungüentos en la espalda, muñeca y rodilla para aminorar esos dolorcitos propios de las poses que esta pasiva profesión exige. Me acuesto feliz. Y entonces, vago en mis sueños, como toda una profesional. Angélica Mercado. Fotógrafa independiente desde 1992. Estudia y enseña fotografía. Experimenta y escribe en distintos medios lo que descubre sobre ella. “Soy topo de cuartoscuro”, se confiesa. Además de sus colaboraciones como reportera gráfica, también es directora de arte en producciones de moda y coordinadora de proyectos de cultura comunitaria. Fue responsable de la Fototeca del Archivo Histórico del Estado de Colima, gestora cultural y colaboradora en la Secretaría de Cultura de aquella entidad. Como teórica de esta disciplina, se ha especializado en la difusión cultural de la fotografía. Fotografía: Gustavo Vilchis. Angélica Mercado en acción. ______________________ Ensayo publicado en TROPO 25, Nueva Época, octubre de 2020.
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