Congéneres

Gerardo Deniz

 

Anhelaba salir, sin decírmelo. Tanto,

que la alcé en vilo

y desde el balcón tras la cocina

nos asomamos a la medianoche

entre escobas, dos lazos de tender

y un quemador de gas.

 

Abrazada a mi cuello, erguía la cabeza

para otear lo oscuro, respirar el frescor

oloroso a fantasmas recién planchados.

Abría grandes ojos pulidos en berilo

con pasmo cómplice. Yo sólo le besaba la frente.

Me rozaba con orejas cónicas y yertas,

pero nada decíamos —hasta que no resistí

sin susurrar sus dos sílabas, tres,

y al acariciarle la garganta con los dedos

sentí vibrar el torno de su dicha. Media hora.

 

Retorné adentro con ella, cerré el balcón sin ruido.

Se posó dulcemente, restregó mis tobillos, cola enhiesta,

antes de marchar majestuosa hacia nuestra alcoba.

 

—No es común tal riqueza, opulencia sedosa,

después de catorce años amándonos,

gata mía.

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