Enrique Serna: hay autoescarnio en mi retrato de la sociedad

 

Miguel Ángel Meza

Escritor satírico, feroz crítico de la cultura y la sociedad mexicana, argumentista para telenovelas, cuentista y novelista brillante, Enrique Serna será también recordado en Cancún como una persona sencilla que convivió afablemente con escritores locales. En esta conversación, este creador afirma que la cultura del autodesprecio marca una línea de continuidad en la historia de México, lamenta la hipocresía en la crítica mexicana actual y revela que se identifica con Petronio porque en la burla que éste hace de la sociedad se incluye a sí mismo.
En tu novela El seductor de la patria, Santa Anna expone una teoría política con tintes prácticos que rayan en el cinismo. En ella el lector parece escuchar a ciertos políticos mexicanos actuales. ¿Hay constancia de que así se expresaba el caudillo o actualizaste su pensamiento político para comprender mejor al personaje?

—Hay muchas constancias de que él se consideraba la encarnación de la patria. En su libro de memorias, Mi historia militar y política, él dice constantemente “mis enemigos”, o más bien “los enemigos de la patria”. Es una constante de los regímenes autoritarios de México: considerarse la encarnación de la nacionalidad mexicana. Por ejemplo, Díaz Ordaz perpetró la represión del ´68 en nombre de la Patria. Consideraba que la investidura presidencial lo hacía defensor de la Patria y que los estudiantes eran enemigos de México. Este discurso nacionalista se ha utilizado en la historia de México cuando una facción se apodera de la representación de la nacionalidad.

—¿Qué semejanzas encuentras entre la época que recreas y la nuestra?

—Entre Santa Anna y los políticos mexicanos actuales hay muchas semejanzas. Una es la idea del patrimonialismo, que considera el erario público como un botín. Sin embargo, la mayor semejanza es la pasividad de la sociedad que tolera esos regímenes. Cuando Santa Anna vence a Isidro Barradas en Tampico, se convierte en el caudillo más popular del país. Más adelante, cuando manda escribir el Himno Nacional, inserta una estrofa que lo exalta —y lo refuerza como imagen representativa de la nacionalidad mexicana—, y el pueblo lo permite. Cuando el pueblo cree esto, las debilidades y defectos del caudillo pasan a formar parte de la idiosincrasia popular y crean una política de autodesprecio. Es lo que pasó durante la época del PRI, que también se presentaba como la encarnación de la Patria y tenía los colores de la bandera en su escudo. La gente llegó a sentir que el PRI era una especie de fatalidad que teníamos que aceptar por una tara genética de los mexicanos. Por su parte, la gente que iba a Manga del Clavo a rogarle a Santa Anna que tomara la presidencia —altos mando del ejército, del clero, los hacendados— finalmente tenían una muy baja autoestima. Ellos sabían que Santa Anna era corrupto, oportunista y, sin embargo, pensaban que no había una mejor alternativa para el país. Esta cultura del autodesprecio es la analogía más grande entre las dos épocas y marca una línea de continuidad en la historia de México.

—¿Este autodesprecio explica totalmente que un personaje como Santa Anna pudiera seducir tantas veces a tantos mexicanos de ideologías tan opuestas? ¿Qué tenía el caudillo que podía hacer las alianzas más insólitas y contradictorias?

—Muchos de estos políticos utilizaban a Santa Anna. Tanto los liberales como los conservadores. Por ejemplo, Valentín Gómez Farías y sus padrinos creyeron que en cierto momento ellos podían utilizar a Santa Anna para lograr reformas que les interesaban: sobre todo secularizar las propiedades de la iglesia. Cuando Santa Anna llegaba al poder se les volteaba: traicionó varias a veces a Gómez Farías. Pero también les hizo lo mismo a los conservadores. El no aceptaba seguir el programa de ninguno de los partidos políticos: gobernaba a su capricho.

—¿Qué tuviste que hacer para volver de carne y hueso a un personaje histórico consagrado por la historia oficial como el gran villano?

—Mi novela no es una apología de Santa Anna. Aquí están expuestas todas las traiciones, las corruptelas, las cobardías y las ridiculeces en las que incurrió con tal de sentirse glorificado en la vida. Lo que pasa es que el personaje ha sido satanizado por la historia oficial, que el simple hecho de explicar las circunstancias de su actuación desde el punto de vista político y militar ya resulta un tanto reivindicatorio, porque eso muestra que los desastres políticos y económicos que ocurrieron en el país no son responsabilidad de un solo hombre: es una responsabilidad compartida con la sociedad, es decir, la gente de bien, la clase pudiente, que le rogaba que tomara la presidencia. El pueblo, es esa época solo era carne de cañón para leva: no tenía ni voz ni voto y ninguna oportunidad de participación política. Quise identificarme lo más posible con Santa Anna porque el tratamiento mi novela lo dan los términos de sus antagonistas incluyendo a sus propias mujeres. Así el lector tiene varias versiones, saca sus propias conclusiones y juzga.

—¿Por qué decides renunciar a las posibilidades de un narrador omnisciente y sacrificar la escenificación de ciertos episodios?

—Por la ventaja que da la novela epistolar, donde no hay intromisión del autor. Ahora, Giménez es un personaje que fue cobrando importancia mientras yo estaba escribiendo la novela. A él lo presento como un intermediario entre Santa Anna y su hijo Manuel. Como es un adorador de Santa Anna que perdió el brazo en la misma batalla que el caudillo, se siente con derecho a pulirle el estilo a Santa Anna, incluso a tomar las riendas del relato y convertirse a veces en protagonista. Giménez me sirvió, sobre todo, para relativizar y desmentir la versión de Santa Anna sobre su propia vida. A diferencia del historiador, que aspira a alcanzar una verdad objetiva (aunque siempre hay una fuerte carga de subjetividad en la historia), el novelista busca la verdad literaria, que a su vez exige que desconfíes en lo que te está diciendo el protagonista.

—¿No crees que el Santa Anna que nos ha legado la historia y la literatura es más una invención literaria de los historiadores y protagonistas?

—En gran parte lo es, sin duda alguna. Giménez, su secretario, dice constantemente que Santa Anna es una creación colectiva de todos los prestanombres que alguna vez le escribieron los discursos. En efecto, todos los testimonios escritos acera ce Santa Anna los escribieron algunos de sus secretarios: José María Tornel, Carlos María Bustamante, etcétera. Santa Anna era un hombre muy ignorante que se jactaba de haber leído solo un libro. De hecho, lo único que escribió (y en realidad dictó a su suegro) fue su libro de memorias, un libro muy pobre. Me di cuenta, durante la investigación, de que quienes primero hicieron ficción con la vida de Santa Anna fueron los propios historiadores empezando por los cronistas de su época. Por ejemplo, Carlos María Bustamante cuenta la entrada triunfal de Santa Anna a la ciudad de México. En esa crónica se mete en los pensamientos del personaje e inventa un monólogo de Santa Anna, quien habla de la chusma que lo vitorea. Estas son ya herramientas del novelista. Incluso, los historiadores modernos, supuestamente más apegados al rigor científico, se permiten utilizar elementos de ficción. Por ejemplo, el biógrafo gringo Wilfred Hardy Calkott. En su obra Santa Ana, la historia del enigma que alguna vez fue México, Calkott presenta un monólogo interior en el que Santa Anna piensa qué le conviene más —ante el ofrecimiento de algún título nobiliario del nuevo imperio por parte de Maximiliano—: si ser duque de Veracruz o duque de Tampico. Esto se debe a que los biógrafos se sienten tentados a novelar con la figura de Santa Anna. Quien sucumbió totalmente a esto fue Rafael F. Muñoz, en El dictador resplandeciente, la mejor novela de Santa Anna desde el punto de vista literario. En esta obra, desliza un hecho muy interesante. En la vejez de Santa Anna, cuando este estaba enfermo de cataratas, Dolores Tosta, su esposa, reclutaba a los vagabundos y los invitaba a su casa para que se hicieran pasar por embajadores y levantaran la moral al viejo caudillo quien así sentía que de nuevo lo tomaban en cuenta. Agoté todos los documentos que existen y no encontré jamás eso. Estoy seguro de que Rafael F. Muñoz se lo inventó. No lo incluí en mi novela porque no quise plagiarle ese gran hallazgo novelesco.

—Santa Anna es un auténtico personaje pícaro. ¿Pensaste en la novela picaresca cuando lo perfilabas?

—Sí, desde luego que sí. Él tiene ese ingrediente. Y también es un personaje muy cómico. Creo que en ese sentido quizá no se ajustara tanto a la definición del pícaro: es muy difícil que a un pícaro lo pongan en ridículo porque él constantemente está poniendo en ridículo a los demás. Pero en su sed de gloria, Santa Anna sí llegaba a caer en esa ridiculez porque se tomaba con una seriedad impresionante. Por ejemplo, el entierro de su pierna en el Panteón de Santa Paula. Él sentía realmente que la patria le rendía un homenaje muy merecido y que la posteridad iba a recordar aquello con un enorme respeto. Santa Anna era inconsciente del ridículo. Por eso y porque no se manchó las manos de sangre, es un personaje que se presta fabulosamente para la comedia. Yo no me imagino escribiendo una novela picaresca con Victoriano Huerta o Adolfo Hitler. Esas son palabras mayores: es gente muy canallesca.

—Es extraordinario el acopio de información histórica que se percibe tras la obra. En la novela, ¿qué porcentaje hay de imaginación y cuanto de apego a las verdades históricas?

—En la vida privada de Santa Anna, sus amoríos, etcétera, hay un amplio margen para la ficción porque se conoce muy poco de él. Sabemos que tuvo dos mujeres legítimas, Inés de la Paz García y Dolores Tosta, y sabemos que tuvo cinco hijos naturales con otras tantas mujeres, aparte de los hijos que tuvo en su matrimonio. Pero fuera de eso, se desconoce por completo su biografía sentimental. En cuanto a la actuación política y militar de Santa Anna, me ceñí a los documentos, pero también creo que ahí la novela puede hacer una aportación: por ejemplo, una radiografía de la conciencia del personaje. Los historiadores te dicen qué hizo Santa Anna, pero no siempre saben por qué lo hizo. La novela te permite conjeturar acerca de las motivaciones del personaje y llegar más a fondo de lo que pueden llegar los historiadores.

—¿Es legítima esta transgresión a la fidelidad histórica? ¿Hasta qué punto, teniendo tanta información, se puede mentir en una novela histórica?

—No se debe mentir en cuanto a la actuación pública del personaje, en cuanto a lo que se conoce. Pero además a Santa Anna no necesitas inventarle más peripecias, más aventuras ni vuelcos de la fortuna que los que tuvo en su vida, realmente novelesca. Por ejemplo, el cautiverio de Texas: es un episodio al que no ha que añadirle nada, porque eso está totalmente documentado. Incluso suprimí algunos hechos que me parecieron hasta disparatados. Por ejemplo, cuando pasaba por un pueblo, vio a una güerita texana y le gustó. Como ella se resistió a su acoso, llamó a un soldado del batallón para que se hiciera pasar por un cura y pudiera casarlos. El soldado los casó y entonces se pudo llevar a la texana. Esto lo cuenta Rafael F. Muñoz, pero yo tampoco encontré testimonio de esto.

—Es difícil no sentirse tentado de referir estos hechos.

—Es difícil, sí, pero también depende de sus intenciones. A mí me pareció que, en la campaña de Texas, Santa Anna se acerca a la tragedia, cuando realmente acomete la peor cobardía de su carrera militar al ordenar la retirada del ejército. Excluí aquel episodio cómico en un momento en que yo no lo quería en mi novela.

—Hay un episodio —cuando el caudillo está en la alcoba con la cantante de ópera— que refiere la impotencia sexual de Santa Anna y hace alusión a la relación entre la política y el sexo. ¿Crees que es afrodisíaca la política? ¿Cuál es la relación entre adulación, sexo y poder?

—Hay varias analogías a lo largo de la novela entre la capacidad de Santa Anna como seductor de mujeres y sus descalabros políticos. También cuando empieza a oscurecerse su estrella política, al final de su carrera, cuando presentan el Himno Nacional hay un episodio de una bailarina que representa a la Patria. Por eso, porque representa a la Patria, Santa Anna se lleva a la cama a esta bailarina —que resulta ser una murciana—, y ante ella se queda dormido porque ya es un hombre decrépito. Es decir, ni siquiera puede acostarse con la Patria.

—De hecho, en el episodio de Texas, Santa Ana considera a la patria como una prostituta veleidosa cuyos favores hay que obtener.

—Bueno, eso pertenece a la radiografía de la conciencia del personaje y tiene mucho de ficción. Eso significa cómo se pudo haber sentido Santa Anna en ese momento. Un hombre con una soberbia como la suya, de enorme vanidad, se justifica al momento de cometer un acto de cobardía y utiliza los artilugios sicológicos a su alcance para engañarse y hacerse creer que está en lo justo. Por eso viene toda esta transformación; por eso se dice a sí mismo: por qué tengo que guardarle fidelidad a una puta.

 

ES SANO BURLARSE DE UNO MISMO

—¿En dónde te sientes más cómodo? ¿En el ensayo, en la novela o en el cuento?

—Quizá en la novela, porque te permite digresiones. Si hay un capítulo flojo se puede compensar con los capítulos posteriores. Mientras que el cuento es un género más exigente que te obliga a tener historias muy redondas, en donde no puede haber ninguna caída, ninguna flaqueza porque el lector pierde interés. Me gusta más el cuento, lo disfruto mucho, pero me cuesta más trabajo. Sobre todo, porque para tener un cuento necesitas tener diez o doce ideas buenas. Soy muy crítico y autocrítico con los cuentos: no me gustan las historias obvias; por eso he publicado menos cuento que novela.

—Por tus novelas y tus cuentos, se te ha llamado cronista de lo grotesco. ¿Has suavizado tu retrato esperpéntico de la sociedad o hasta qué punto te regocijas en el lado caricaturesco del ser humano?

—No creo haberlo suavizado, como podrás ver ahora que leas mi libro El orgasmógrafo. He hecho un tipo de sátira en donde el propio autor se incluye, lo cual la diferencia de la sátira de tipo moralizante. Hay dos modelos de sátira: la de los griegos y la de los romanos. Juvenal y Petronio. Juvenal es un escritor satírico que censura los vicios de los ciudadanos con un tono grave, de regaño, un poco sermoneador. Y Petronio es un escritor que se burla de la sociedad de su tiempo, pero que se siente parte de ella. Ahí la burla es un poco autoescarnio. Me identifico mucho más con Petronio. Retratar algunos rasgos del propio carácter, que son perfectamente ridiculizables, te permite darles más vitalidad a los personajes.

—Aunque no es fácil burlarse de uno mismo.

—No es fácil, pero es sano. Es como una terapia: te ayuda a superar el defecto que estás ridiculizando. O si no, que al menos te duela.

—¿En qué momento decides pasar de la ironía al sarcasmo? ¿No te preocupa cargarte demasiado hacia lo burlesco?

—Depende de las graduaciones de la historia. Hay momentos en que siento que hay que exagerar más, en que hay que cargar el lado caricaturesco de los personajes. Lo que sí te digo es que nunca me he propuesto ser chistoso. No me considero humorista. Algunas personas han dicho, por ejemplo, que mis artículos ya no son tan divertidos como antes, que ya no echo desmadre. Yo creo que el humor es como hacer el amor: debe ser espontáneo y cuando tienes ganas.

 

LA BUROCRACIA CULTURAL HA INHIBIDO LA CRÍTICA LITERARIA

—¿Tienes amigos escritores? ¿Te gusta hacer vida literaria?

—Tengo pocos amigos escritores. Uno es Carlos Olmos, con quien he trabajado en varios guiones de telenovelas; nos conocemos desde hace veinte años. Pero en realidad rehúyo la vida literaria.

—Eres muy crítico de la cultura literaria mexicana. ¿Te ha ayudado el estar lejos?

—No creo que me haya ayudado. Por lo menos me sirvió como un desahogo. Algo terrible de la vida literaria mexicana es que vivimos en un país donde hay muy pocos lectores. La mayoría de los escritores están tratando de obtener el favor o el apoyo de otros escritores porque, finalmente, la valoración de su obra depende de eso, en lugar de que tuvieran un público, que es el que te respalda. Todo esto envenena y enturbia mucho la vida literaria en México. A esto hay que añadirle que es un medio literario muy burocratizado. Durante muchos años y hasta la fecha, la burocracia cultural sigue siendo uno de los campos de trabajo fundamentales para los escritores. Esto enturbia todavía más este tipo de relaciones. Cuando tú haces la crítica de un escritor, estás atentando casi contra su modus vivendi. Todo esto ha conducido a una inhibición de la crítica o a que la crítica se haga en las conversaciones privadas mientras que en público todo mundo se dice lindezas unos de otros. Esto ha generado una gran hipocresía, lógica tal vez en el medio político, pero que no debería existir en el medio literario.

—Menciona a algún crítico que consideres que no está incluido en este panorama.

—Evodio Escalante. Me parece que Evodio es un caso ejemplar porque siempre ha dicho lo que piensa. Le ha costado que lo excluyan de todo, prácticamente, pero ha mantenido rigor intelectual muy bueno pues es un crítico que fundamenta muy bien sus opiniones.

—¿Te granjeaste enemigos con tus artículos de crítica literaria?

—Me pasó muchísimo con mi libro El miedo a los animales. Hay personajes que se sintieron aludidos, se molestaron mucho y me cubrieron de insultos.

—¿Puedes relatar alguna anécdota específica?

—Recuerdo una anécdota muy divertida. Un amigo mío, actual director de la Casa Refugio de Citlaltepetl, me comentó que Gonzalo Celorio le dijo, después de que se publicó El miedo a los animales: “¡Qué retrato tan terrible hizo Serna de Adolfo Castañón y de toda la gente que está en Fondo de Cultura Económica! ¡Qué barbaridad!” Luego, Fabianne Bradu, que era la esposa de Guillermo Sheridan, muy cercana a Castañón, le dijo: “Oye, ¡Cómo ridiculizó Serna a Celorio y a su grupo en la novela!” En realidad, el retrato les queda a los dos grupos.

 

UN LIBRO AUTOBIOGRÁFICO, ASIGNATURA PENDIENTE

—¿Qué libro has querido escribir y no has podido?

—He querido escribir un libro autobiográfico donde mi madre aparezca como personaje central. Mi madre era una mujer extraordinariamente rica como personaje de novela. No he podido porque creo que necesito tener más distancia de ella para poder verla con la perspectiva necesaria.

—Piensas escribir una novela de época que ocurre en el virreinato, con un personaje real, Luis Sandoval Zapata, un poeta barroco anterior a Sor Juana. ¿Por qué este personaje?

—Me interesa mucho la situación de los escritores en esa época, que era terrible. Sandoval Zapata era uno de los pocos escritores independientes del virreinato. Es decir, no pertenecía a una orden religiosa ni al clero secular, pero también por eso nunca pudo publicar sus obras. Se sabe que escribió diez o quince obras, que están perdidas. Sólo sobrevivieron un romance, un sermón —que se llama El panegírico a la paciencia— y unos veinte sonetos que estudiantes compañeros suyos conservaron en unos cuadernos.

—En el cuento de El orgasmógrafo que leíste aquí en Cancún, hablas de un escritor incomprendido por su familia. ¿Hay algún rasgo autobiográfico?

—Hay muy poco. A pesar de que mi familia no es de literatos, me ha apoyado muchísimo. Siempre he tenido un gran respaldo de toda mi familia. Mi padre es mi principal promotor. Cada vez que publico un libro, compra cincuenta ejemplares para regalarlos a sus amigos (lo cual me da incluso pena pues siento que los leen por compromiso). Ahora bien, nunca he logrado que uno de mis hermanos me lea, pues no lee absolutamente nada, sólo ve televisión. Pero nunca he tenido una hostilidad. Con mi madre ocurrió algo curioso. Ella me inició en la lectura, pues era una lectora omnívora, que lo mismo leía best seller que obras clásicas de la literatura universal. Cuando entré a la adolescencia, me convertí en intelectualito odioso, marxista además. Mi madre vio en eso una transformación espantosa. Vio que me había convertido en un pedantuelo, en una especie de comisario político que la tildaba a ella de burguesa, que le criticaba todas sus manías y que se había vuelto insoportable. A raíz de esa transformación mía, ella dejó de leer. Le tuvo terror a los libros al ver en lo que me habían convertido a mí. Al final, en sus últimos años, cuando ya estaba muy enferma, le llevé libros, de poesía, sobre todo, y se reconcilió con la literatura: me dio mucho gusto que al final de su vida nos hayamos reconciliado en esto.

Imagen tomada del Blog Mario Casasus (mariocasasus.blogspot.com)

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Entrevista publicada en Tropo 21, Primera Época, 2001.

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