La dimensión lírica en Jaime Sabines

Óscar Wong

Como reflejo de la realidad que expresa a través del lenguaje una serie de pensamientos y sentimientos, la Poesía se erige como la voz más entera del hombre. En tal sentido, este objeto particular, este discurso lírico revela el basamento histórico, geográfico y filosófico de cada autor en un acto único e irrepetible. Más que un ejercicio de escritura, la Poesía constituye una experiencia existencial. Un giro del lenguaje, la intención de las palabras y hasta el sentido visual de las metáforas traduce en el poema la personalidad del escritor. El arte es, más que nada, una forma de conocer. Por ello, la perdurabilidad de los objetos artísticos se encuentra en relación directa a la profundidad de la visión filosófica, estética, que el autor entrega en su obra; a la capacidad de expresión, a sus valores cualitativos dispuestos de manera que trascienda su propio tiempo de creación.

           En el caso de la Poesía, forma y contenido logran esa unidad única, inseparable, de tal modo que el discurso poético transforme el sentimiento y lo entregue renovado. Así cada lectura es novedosa, siempre. “La palabra aclara la relación entre hombre y mundo; hace consciente el objeto “natural” ahora trabajando por la sociedad humana, al reproducirlo por un sistema de señales estrictamente humano: el de los sonidos articulados. Si bien, entonces, la palabra cambia el modo de ser de lo natural, lo hace para elevarlo al nivel de la conciencia: lo vuelve objeto humano. La palabra “altera” la realidad, es cierto; pero lo hace porque, a su vez, es fruto de una relación originaria: la que el hombre establece, al nivel del trabajo, con la naturaleza”[1].

           La transformación se logra, necesariamente, siempre a través del lenguaje; pero esta refiguración de la realidad determina, desde luego, el sentido estético impreso en la obra, partiendo de los valores inherentes a la misma, como son el estrato fónico, la estructura sintáctica —el contexto, las frases, etcétera—, el ambiente o representación del mundo -lo que los alemanes determinan en tanto Weltanschauung-, las cualidades metafísicas y sus rasgos internos de intensidad e intencionalidad[2]. Es decir, lo que Ezra Pound precisa como melopea, fanopea y logopea, puesto que en el primer caso las palabras, además del significado, tienen alguna propiedad musical, lograda gracias a los pies, a los períodos rítmicos determinados por el golpeteo silábico; en el segundo se refiere a la proyección de las imágenes sobre la imaginación visual y, por último, a la intencionalidad del escritor sobre el corpus semántico, esto es: el dominio peculiar de la manifestación verbal que contiene la esencia estética[3]. El poeta, a través de sus recursos estilísticos, entrega un contenido ideal, irrepetible e insustituible. “El reflejo estético, al igual que el cognoscitivo, aspira a recoger la totalidad de la realidad en su desplegada riqueza de contenido y forma, a descubrirla y a reproducirla con sus medios específicos”, expresa Lukács de manera acertada[4].

           En Poesía cada giro, cada palabra, es esencial. O como bien sostiene Gorostiza, luego de señalar la misión “infinitamente delicada” del poeta: “En poesía, como sucede con el milagro, lo que importa es la intensidad”[5]. Por supuesto que estudiar la obra de un escritor es tanto como reconocer en él las propias preocupaciones y particularidades. Acaso es hacerle un guiño al lector que atisba, gozoso, desde las parameras del espíritu. ¿Por qué leer a Jaime Sabines? Y la respuesta se revuelve impacientemente intransigente: Porque en él observo, con justeza, la emoción de ese Yo poético trascendiendo su propia particularidad a partir de su visión singularizada del mundo.

           Busco a Sabines porque en gran parte de su discurso expresivo reconozco mi intención particular, mi propia propuesta estética: invocar la existencia, conjurarla, exaltarla, como símbolo de transitoriedad. El rito de la lectura es individual, aunque a veces se comparta con otros fieles oficiantes. Cada libro complementa la búsqueda emotiva, espiritual; llena espacios anímicos, exterioriza la necesidad interna, intensa.

           Cierto: la obra de Sabines provoca en más de uno desconcierto e irritación. Pero son posiciones y actitudes que parten del gusto y de la sensibilidad (y el gusto, aceptémoslo, es social y responde a un modo histórico determinado). Invariable, decepcionante en ocasiones, Sabines ha conseguido momentos luminosos de conmoción intensa, a través de una técnica que concilia el verso directo, con un ritmo enteramente estético y expresivo. Sabines logra significar, perpetuándolos, vigorosos instantes de su existencia, padeciendo el dolor y el desgarramiento, como ocurre en Algo sobre la muerte del mayor Sabines, o bien enhebrando la virtual confesión a la conciencia-hijo que es Tarumba.

           El aspecto formal se fundamenta, necesariamente, en una categoría estética. Sin ella, los textos son simples palabras, textos que buscan un centro vital. La emoción, desde los tiempos aristotélicos, determina el ritmo. Hay ritmos pausados, contemplativos. Pero también existe la expresión contundente, reveladora, como del mar frente a las rocas. Horal, por ejemplo, contiene otros poemas sólidos, sinceros, transparentes, perdurables. Frente al poeta inigualable, se yergue el otro, de tono chocante, menor, capaz de forjar lo que Paz denomina “artefactos literarios”, no poemas[6].

           En Sabines se advierten diversas actitudes fácilmente identificables: el de la intención sensitiva por cantar la emoción, descubriendo el mundo a cada instante, y el autor que cae en el ánimo desmitificador, en el tono desgarrado, en la inconsistencia formal, aunque siempre busca ofrecer, generosamente, su íntima singularidad sensitiva. Un Sabines que testimonia la creación del Universo y el otro que presencia con impotencia el aguijón de la muerte cotidiana[7]. Belleza e iluminación, instantes terriblemente desoladores, resplandecientes, impresionan y conmocionan. Sabines, desde esta perspectiva, se deja llevar más por la exaltación que por la esencia del lenguaje: la representación. En ocasiones no consigue a plenitud conjuntar la técnica con el contenido. El Sabines que reconozco y que me complace es el que consigue con emoción, sensibilidad, peculiar intuición para con el lenguaje, expresar, con el sentido necesario e insólito equilibro, relaciones humanas universales. Sinceramente frágil, cotidianamente primordial, tiernamente violento y apasionado, es el Sabines que indudablemente tiene un sitio privilegiado en la literatura de México y de Hispanoamérica. Es el Sabines perdurable y digno de encomio. Sabines, el poeta “impiadoso con él mismo” que entrega “una poesía del más descarado y solidario análisis de los sentimientos, al margen de jerarquías y prestigios adquiridos, sin miedo a mostrar, a exhibir el afecto desde su raíz individual y familiar”[8].

           Como poeta, Sabines ha sabido captar —y cantar— las particularidades del individuo. La fuente donde abreva este autor es lo cotidiano. Y es que, como reconoce Ramón Xirau, para Sabines la vida misma es “una forma corporal para intervenir en la realidad”[9]. De lenguaje claro, directo, el discurso lírico de Sabines está atenaceado por la ternura y la desolación. La vida, la existencia es el núcleo axiológico en esta poética que provoca fervor y admiración inusitados, mientras que sus temas esenciales se remiten al amor, la muerte, Dios. Los matices que adopta son variados y variables. Van desde el tono sosegado, como en Horal, hasta la imprecación y la blasfemia en Algo sobre la muerte del mayor Sabines.

           Pero por sobre todas las cosas, el tema único de este poeta es la existencia y la transitoriedad. El hombre y la vida, o la vitalidad del individuo, vista desde su propia perspectiva limitada: tal es, insisto, la preocupación de Sabines y que exterioriza líricamente, lo que Unamuno ofrece en sus reflexiones filosóficas[10]. Si convenimos, junto con Lukács, que la Poesía, en tanto obra de arte constituye una unidad única que revela un contenido ideal, vale la pena resaltar las diversas maneras en que manifiesta, estéticamente, ese contenido. Cada obra evidencia la actitud ideológica del escritor, cómo observa al mundo, cuál es su posición histórica-filosófica de la realidad. Ramón Xirau, por ejemplo, sostiene que existen poetas contemplativos que sitúan al mundo a distancia para percibirlo en sus rasgos esenciales (“poetas del mirar” los llama) y otros que intervienen en el mundo “con la voracidad de quien desea poseerlo” (a estos los designa en tanto “poetas del cuerpo”). De acuerdo con esta clasificación, Sabines se ubicaría en la segunda tendencia, aunque en última instancia jamás deja de contemplar su entorno. “La vista misma” —puntualiza Xirau— “es, para Sabines, forma corporal de intervenir en la realidad”[11].

           En Sabines se advierte esa visión del mundo trágica y tierna, donde la carne le teme a la degradación física y dolorosa. Para este autor el poema es, más que nada, “un diálogo doloroso y abierto entre el poeta y sus semejantes, con el que éste hace que su mundo pertenezca a todos en su reflejo de lo cotidiano desde una amarga y tierna, descarnada y profunda subjetividad”[12]. Esta relación con el entorno hace que la poesía de Sabines toque algunas zonas cotidianas con pasión e intensidad. Cada poema, sobre todo los elegíacos, desgarran y nos enriquecen. Desgarramiento interior, que entrega esa particularidad dolida y sensible; enriquecimiento espiritual cuando ofrece la dimensión interior del sentimiento de manera nueva, con sentido vigoroso; es decir, esta poesía suscita en los lectores toda esa gama de motivos y cualidades emocionales que le dieron movimiento. Es, desde luego, una expresión, un contenido novedoso, transformado, revelado, por el corpus semántico: la poesía comunica algo que anteriormente no existía.

           Para Sabines nada hay más allá de los sentidos. Todo lo que toca, todo lo que contempla, es valioso para él. Lo mínimo y cotidiano es, justamente, una constante en su obra; pero también su pasión por reflejar sus conflictos interiores, su ironía, su gravedad ante la muerte, el humor ante las explosiones vitales que, en ocasiones, padece el mundo (el nacimiento de su hijo en Tarumba, por citar un ejemplo). Sabines es un poeta lírico con una enorme conciencia de la carne y de su desaparición física. Adorador de la existencia, es incapaz de soportar la degradación de los cuerpos. Por eso su discurso es claro, directo, pleno de ternura y pesadumbre. En su primer libro —Horal (1950)—, adopta a veces el ritmo natural hispano (octasílabos), alternando un metro de 7 con otro de 11 sílabas, utilizando la asonancia. Con respecto al contenido éste refleja la imago mundi del poeta, de la misma manera en que, más tarde, será considerada como su cualidad substancial: ese darse, y rebelarse, al mundo frente a la verdad cotidiana y perentoria. Sabines, en virtud de su visión del mundo, se presenta como un hombre angustiado por el transcurrir de la existencia, amargado por la certeza de la incertidumbre.

           En este poeta también persiste el humor, transformado en sarcasmo. Aunque tampoco cae en la solemnidad: su apenas sonrisa se metamorfosea en movimiento trágico (¿cómo reír, entonces, de la fugacidad de la vida?). La presencia de la muerte, temática que desarrollará más adelante, se encuentra ya en La señal (1952). La desaparición física, como eventualidad real, se advierte como esa contingencia que adopta características concretas. Desde luego que la muerte es observable: en Adán y Eva (1952) llega subrepticiamente; el encuentro es natural: el primer hombre conoce la vulnerabilidad de la mujer primigenia y descubre la trascendencia de este acto biológico. Pero no hay que adelantar juicios: en Adán y Eva el poeta se revela como un cronista del paraíso mítico, bíblico, donde el erotismo se manifiesta en su naturaleza plena, sensual; por otra parte, la frescura, la ingenuidad primordial, el candoroso descubrimiento de saberse diferentes el uno del otro, y a la vez iguales, o similares, se transparenta en los diálogos, casi monólogos:

Cuando estoy en ti, cuando me hago pequeño y me abrazas y me envuelve y te cierras como la flor con el insecto, sé algo, sabemos algo. La hembra es siempre más grande, de algún modo[13].
(p. 88)

La presencia de la muerte es constante, sólo que ésta, la de Eva, se aposenta en el mundo por primera vez. La descripción de este “descubrimiento” es sugestiva, sugerente:

Eva ya no está. De un momento a otro dejó de hablar, se quedó quieta y dura. En un principio pensé que dormía. Más tarde la toqué y no tenía calor. La moví, le hablé. La dejé allí tirada.

“Pasaron varios días y no se levantó. Empezó a oler mal. Se estaba pudriendo como la fruta, y tenía moscas y hormigas. Estaba fea.

“La arrastré afuera y le puse bastante paja encima. Diariamente iba a ver cómo estaba, hasta que me cansé y la llevé más lejos. Nunca volvió a hablar. Era como una rama seca”.

La visión del cadáver es evidente. El cuerpo está ahí, sin aliento. Eva es, pero al mismo tiempo ya no es. El cuerpo, inerme, no es más que un objeto inservible, nauseabundo:

No sirve para nada, no hace nada. Poco a poco se la come la tierra. Allí está.

Se la come el sol. No me gusta. No se levanta, no habla, no retoña
Yo la he estado mirando. Es inútil. Cada vez es menos, pesa menos, se acaba
.[14]

           Adán y Eva ha sido soslayado por la crítica. Pese a que formalmente hablando es un poema en prosa, por su acentuación asume su condición poética. El hombre primigenio observa al mundo con asombro y sencillez. La visión del mar, como un padre casi todopoderoso, es insólitamente similar a la del Creador. La contundencia para expresar la voz poética es arrebatadamente perturbadora. En este cántico primordial, la presencia de la muerte es brutalmente conmocionante y el significado que se revela es el mismo: la manifestación de una realidad crudelísima; la misma visión de las cosas que expresará, más tarde, en su poema cumbre[15]. Lo inexorable manifestado con la sencillez de la mirada del primer hombre, con la madurez del individuo que ha vivido —y observado— con profundidad y detenimiento este paso trascendental. No lamentos, por cuanto el peso temático es aplastante.

           Tarumba (1956) es, en mi criterio, su obra más personal, más rabiosamente propia; es el sentimiento de una criatura identificada con el sentimiento de todos los hombres, de ahí la intimidad, de ahí la objetividad. Flexible, apasionado y tierno, Tarumba representa la relación entre un hombre y su hijo, un intercambio de afectos, un darse al Yo íntimo, último del poeta; una virtual confesión a la conciencia-hijo, al Tarumba que sirve de pretexto para enhebrar su pathos. ¡Y qué es Tarumba sino una conjunción de anhelos, de deseos vehementes de la más estricta cotidianidad que van de la queja vital a la alegría quejumbrosa, con apóstrofes, onomatopeyas, anáforas, epítomes y conjunciones? Y la enumeración, casi letanía, como parte de un ritual:

El lamento no es el dolor.
El canto no es el pájaro.
El libro no soy yo, ni es mi hijo,
ni la sombra de mi hijo.
El libro es sólo el tiempo,
un tiempo mío entre todos mis tiempos
un pedazo de mazorca
un pedazo de hiedra.

(p. 93)

           Sabines, en este poema-prólogo, puntualiza su objetivo: se sabe cronista de los sucesos diarios que narra a través de la poesía, por cuanto sabe que, a través de ésta, la vida se transfigura y cobra relieve. Festivo, pleno, grave en ocasiones, pero siempre matizado por la alegría. Sabines se desenvuelve en este poemario con naturalidad: es un hombre que acecha y vigila el transcurrir del mundo, sólo que su mirada es serena, perenne.
En Diario semanario y poemas en prosa (1961), la realidad circundante se acrecienta. ¿Qué es la vida, qué la existencia? ¿Acaso un simple transcurrir hacia el mañana -la muerte- y nada más? ¿Cuál el papel del hombre? Sabines responde:

Yo quiero cantar algún día esta inmensa pobreza de nuestra vida, esta nostalgia de las cosas simples, este viaje suntuoso que hemos emprendido hacia el mañana sin haber amado lo suficiente nuestro ayer.
(p. 127)

Previamente, ya el autor ha dejado claro el sentido de un concepto que sobrevuela, como sin ninguna importancia, en su poesía: la divinidad.

Preocupado, afligido de Dios, que tiene la cara blanca y vacía, sin una sola palabra ni un gesto, preocupado de la piedra que es la cabeza de Dios (la piedra sobre la mesa de madera, la piedra sobre el agua, la piedra que tienen en la mano los muertos), uno podría hablar de Dios interminablemente, con ternura y con odio, como de un hijo perdido. Uno podría quedarse callado de Dios sin cesar, como se queda callado de la sangre el corazón trabajador y silencioso.
(p. 119)

Poemas sueltos (1951-1961) es la continuidad de Tarumba, antecedente y consecuencia a la vez del volumen referido. La voz del poeta constituye un rito cotidiano: va de lo sencillo y rotundo como es el amor, la relación sensual y sexual (“Miro mi cuerpo, el muslo/ en que descansa tu cansancio,/ tu blando seno oculto y apretado/ y el bajo y suave respirar de tu vientre/ sin mis labios”), a la trascendencia del alma y de la divinidad, aun cuando esta salvedad constituya una preocupación semántica:

¡Qué hermosa palabra “Dios”, larga
y útil al miedo, salvadora!
Aprendemos a cerrar los labios del corazón
cuando quiera decirla,
y enseñémosle a vivir en su sangre,
y revolcarse en su sangre limitada.

(p. 191)

           En cambio, Yuria (1967) contiene una expresión más concreta y real; refleja una situación, un contexto histórico plenamente identificado (la posición cubana, castrista, frente al poderío estadounidense en plena Guerra Fría); en Yuria no existe la queja existencial, sino la crónica de los acontecimientos, de lo que se dice, de lo que se oye (aun cuando el poeta lo expresa de una manera singular). En este poemario Sabines se preocupa por relatar lo visto y oído en Cuba, por lo mismo, el libro está delimitado por exigencias más sociales, pese a que conserva el tono, la visión del mundo cotidiana y vital representativa en este autor. Sabines se reconoce, se toca, se palpa y hasta se atreve a curarse, ideológicamente, en salud:

Quiero aclarar que no me paga un sueldo el partido comunista,
ni recibo dólares de la embajada norteamericana
(¡Qué bien la están haciendo los gringos
en Vietnam y en Santo Domingo!)
No acostumbro meterme con la poesía política
ni trato de arreglar el mundo.
Más bien soy un burgués acomodado a todo,
a la vida, a la muerte y a la desesperanza.
No tengo hábitos sanos
ni he aprendido a reír ni a conversar con nadie
.
(p.195)

Su posición, a distancia de los acontecimientos vistos y oídos es clara; pero también su actitud frente al discurso poético:

(He aquí el primer error. No quiero atarme
a las palabras ni al ritmo.
Líbreme Dios de mí
igual que me he librado de Dios)
.
(p. 195)

El poeta, pese a todo, insiste: sabe que la vida es este transcurrir, una evasión de la muerte. El tiempo del hombre, como tal, es único. Hay que vivir la vida, parece ser la consigna sabineana.

Si sobrevives, si persistes, canta,
sueña, emborráchate.
Es el tiempo del frío: ama,
apresúrate, el viento de las horas
barre las calles, los caminos.
Los árboles esperan: tú no esperes,
éste es el tiempo de vivir, el único.

(p. 206)

           En su poema cumbre, Algo sobre la muerte del mayor Sabines (1973), la concepción es vital, materialista. La angustia sobrecoge; ante los sucesos, ante la visión de la muerte física, el poeta se rebela, impreca, denuncia. Una larga letanía se impone. A Sabines la técnica literaria le importa un comino, porque ¿quién ante un profundo dolor -la muerte del padre- se preocuparía por la excelencia en la expresión? Por ende, los sonetos incluidos en el poema acusan graves deficiencias, como son versos con acentuación inadecuada y mal medidos. Esta conciencia corporal representa, inobjetablemente, una actitud, una postura estética que determina a su poesí[16].

           En Maltiempo (1972) Sabines vuelve a la temática gozosa, transgrediendo al mundo, atreviéndose incluso a teorizar. En este volumen se encuentra el peor Sabines, con sus grandes contrastes y altibajos. Poesía más testimonial que intimista, menos personal, menos singularizada, aun cuando su tono característico no se pierde del todo. El volumen se salva por ese poema de Algo sobre la muerte del mayor Sabines. Maltiempo constituye un período de receso, una pequeña pausa que se continua en Otros poemas sueltos (1973-1977), donde la fuerza lírica de Sabines se reconcentra, se inhibe en ocasiones, para volver al punto de fisión. El tono elegíaco persiste, sobre todo en el poema “Recado a Rosario Castellanos”. La expresión visceral, la imprecación, el amor, Dios, la trascendencia de las pequeñas cosas, la muerte misma, la mujer como un elemento central en la poética de Sabines, adquieren un relieve inusitado. Esta pasión por reflejar sus conflictos interiores, su ironía a veces, la gravedad ante la muerte y la expresividad para exaltar la existencia, suscita en los lectores toda esa gama de motivos y cualidades emocionales que se erigen en fervor e idolatría. El temperamento del autor, su ímpetu profundo, confiere a esta poética un excesivo deslumbramiento, un fulgor que ciega el juicio crítico de sus seguidores. Por ello conviene examinar esta voz vigorosa, los desbordamientos propios de la afinidad y simpatía. Evodio Escalante, por ejemplo, observa una serie de rasgos anómalos, más de un elemento “inquietante” que caracterizan a la poética de Sabines y, desde luego, la separan de la tradición literaria mexicana.

           Violencia antiliteraria, “metáforas que estilizan la realidad y la deforman a veces de manera ridícula”, puntualizan esa ruptura fundamental, según Escalante[17]. “No más el lenguaje de una casta sacerdotal, no más las formas cerradas y hieráticas de los oficiantes del verso, no más la temática taciturna de los poetas atormentados por la muerte de Dios y por la multiplicidad de sus secuelas. Al alejarse de sus antecesores, el romper con una forma de practicar la poesía, la forma canónica o consagrada, Sabines abría viejas puertas selladas por el rigor de los oficiantes. En esa misma medida, se convertía en el representante de una nueva autenticidad literaria. Frente a lo almibarado y lo fantasioso, frente a lo sublime y lo relamido, una voz bronca que hablaba desde la realidad. Frente a la retórica decadente de los exquisitos, una expresividad directa y contundente”[18].

           Esta novedosa propuesta estética, apoyada siempre en la sinceridad emotiva, en la fuerza que imprime a sus palabras, es calificada por el crítico como una “subversión”, un cambio en el sentido de la comunicación poética. “En lugar de descender, en lugar de abrirse camino desde las alturas, la poesía surgía acá abajo, en la entrada del hombre, y comenzaba a ascender por la voz del poeta”, acota Escalante para explicar el mito, la leyenda, el fulgor Sabines, la fuerza de la admiración colectiva. Según el crítico que me ocupa, hay en Sabines cuatro protagonistas o sujetos líricos que establecen un tejido contrastante, de contradicciones, aunque dotado de una intuición artística tal que consigue, muchas veces, un equilibrio estético. El primer sujeto se expresa en formas arromanzadas, con giros populares; su mensaje es terrenal y afirmativo, sin más complicaciones. Es el Sabines de Horal. El segundo sujeto lírico canta el amor carnal como la única recompensa en esta tierra. Cuenta con matices amargos de soledad y desamparo, aunque exhibe un “materialismo gozoso”, un materialismo de lo inmediato, que se ubica sin reservas en el dominio de lo terrenal. Este protagonista estético tiene suficiente capacidad de violencia y su fuerza “se despliega en los bordes mismos de la autodestrucción de la pareja”; aún en los textos amorosos, Sabines evoca la presencia de la muerte.

           El tercer sujeto lírico es el más profundo y aborda el tema de la muerte de Dios. La presencia de la muerte le confiere a los versos sabineanos una densidad específica. Escalante precisa que un sentido de incertidumbre, basado en “tegumentos metafísicos” gorosticianos por la muerte de la divinidad, mina su sentido de identidad. El cuarto sujeto lírico, eminentemente ideológico, utiliza la ironía como “una defensa instantánea que el poeta levanta para proteger sus posiciones”, aunque muchas veces incurre en la prosa periodística, denotativa, con lugares comunes. El matiz léxico y el matiz emotivo, sonoro, a pesar de todo no se contraponen pese al ámbito discursivo. A mi juicio la lectura de Escalante es correcta, exacta; estos cuatro sujetos, con características particulares, y peculiares, esta pluralidad de voces, conforman el discurso lírico de Sabines. Eso, también, explica las caídas técnico-expresivas, pero también la pujanza que ocurre en el campo semántico, consiguiendo ese tono que gusta y apasiona a sus lectores.

           El fulgor Sabines continúa moviendo, y cegando, a más de uno. Es un cantor popular, indudablemente, con el que la mayoría se identifica. Y es que en un u otra forma todo poema busca llenar vacíos emotivos, existenciales, en los lectores. Por eso la identificación de Sabines con el espectador. Tal es el impacto, la repercusión de esta obra lírica conseguida en el cuarto sujeto del arte. El sentido comunicativo de su lenguaje, la acentuación silábica, la estructura léxica, en el ámbito enunciativo, que prevalece frente a los tropos, así como el grado de organización fónica —elección y combinación de vocablos— le dan el carácter definitorio a su obra. Sabines representa una postura franca, enérgica en su expresividad, basada en la acentuación silábica, encabalgamientos y, sobre todo, en la diversidad de asonancias y consonancias que desliza en versos directos, tocando casi el ámbito de los enunciados. Es un poeta que se distingue de los demás y provoca admiración desmesurada, a grado tal que una lectura objetiva puede resultar contraproducente para quien se atreva a exteriorizar una opinión crítica, contraria a la mayoría[19].

           El riesgo está asumido de antemano: sigo leyendo a Sabines por la contundencia de su expresión, por la pesadumbre y desamparo que adoptan a veces sus poemas, por la hondura de sus sentimientos, por el amor sensual que externa y por la exaltación hacia la mujer que determina a su obra. Este es el Sabines que busco y que me entrega contenidos universales.

NOTAS:

[1]. Cfr. Jaime Labastida, El amor, el sueño y la muerte en la poesía mexicana, Edit. Novaro, Méx., 1974, p. 15. Es evidente el contenido luckacsiano en Labastida, por lo tanto, remito al lector a Georg Lukács, Prolegómenos a una estética marxista, Edit. Grijalbo, Barcelona, 1969
[2] Véase René Wellek y Austin Warren, Teoría literaria, Edit. Gredos, Madrid, 1966, 4ª edic., pp. 179-180
[3] Cfr. El arte de la poesía, Edit. Joaquín Mortiz-Planeta, Méx., 1983, 2ª edic., pp. 40-41. También es conveniente recordar los diversos Noes que puntualiza Pound, a manera de decálogo.
[4] Lo particular constituye una categoría. Cfr. Georg Lukács, Prolegómenos a una estética marxista, Edit. Grijalbo, Barcelona, 1969, 2ª. edic., p.167. Al modificarse el aspecto subjetivo, se realizan “modificaciones cualitativas” a la imagen estéticamente reflejada del mundo, acota el filósofo alemán
[5] Véase José Gorostiza, “Notas sobre poesía. Prólogo”, Poesía, FCE, Colec. Letras Mexicanas, Méx., 1977, 1ª. reimp. de la 2ª. edic., p. 24
[6] “El estilo es el punto de partida de todo intento creador; y por eso mismo, todo artista aspira a trascender ese estilo comunal o histórico. Cuando un poeta adquiere un estilo, una manera, deja de ser poeta y se convierte en constructor de artefactos literarios”, destaca Octavio Paz en El arco y la lira, FCE, Méx., 1953, 2ª edic., p. 17. Sabines abusa de su estilo y limita su capacidad innata para transfigurar el lenguaje literario
[7] Cfr. Marco Antonio Campos, “Jaime Sabines; por la vida y por la muerte”, en Señales en el camino, Premiá Edit., Méx., 1983, p. 52
[8] Véase Carlos Monsiváis, Poesía mexicana, 1915-1979, Promexa, Méx., 1979, p. XLII Como casi todos los que se han ocupado de Sabines, el escritor se apoya en el contenido de la poesía del autor chiapaneco, soslayando las irregularidades formales en que incurre
[9] Cfr. Poesía iberoamericana contemporánea, SEP/Setentas, Méx., 1972
[10] Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, Proyectos Editoriales, Los Grandes Pensadores, Madrid, 1983
[11] “Jaime Sabines”, Poesía iberoamericana contemporánea, SEP/Setentas, Méx., 1972
[12] Juan García Ponce, “Viaje superficial por la poesía mexicana de hoy”, Cinco ensayos, Universidad de Guanajuato, Méx., 1969, p. 27
[13]Ibidem. Pág. 88
[14] Op. cit. ibid
[15] Para destacar más esta apreciación, compárese la estrofa anterior con esta de Algo sobre la muerte del mayor Sabines: “Mientras los niños crecen y las horas nos hablan/ tú, subterráneamente, lentamente te apagas”
[16] Los seres humanos tememos a la muerte. El cuerpo padece el deterioro normal con el transcurso del tiempo, tal vez por ello Merleau-Ponty utiliza una metáfora para destacar esta forma de relacionarse del mundo “la carne del mundo” representa la conciencia de la carne, característica del discurso sabineano. Apud Ramón Xirau, Poesía iberoamericana contemporánea SEP/Setentas, Méx., 1972
[17] Véase Evodio Escalante, “Jaime Sabines o la subversión arcaica”, Sábado, No. 478, Supl. de UnoMásUno, 6 de diciembre de 1986, pp. 1-6
[18] Op. cit., ib
[19] Hablo de categorías estéticas, literarias, independientemente del gusto. Y aquí habría que resaltar el cambio en la concepción estética predominante en los años 50, cuando Sabines irrumpe, frente a las décadas subsiguientes: de una poesía cultista, cuidadosa de la forma —Paz, García Terrés, Bonifaz Nuño, Segovia—, a la que postula la denuncia social, con acentos duros, casi irracionales, y un tono coloquial enraizado más a la realidad circundante, como es el caso de Efraín Huerta y el propio Sabines, lo que más tarde conduciría a la irrupción del grupo conocido como La espiga amotinada (1960), con una poética de la revolución. De la “orgía de la forma” que proponía José Gorostiza por la solidez formal y exquisiteces lingüísticas, al coloquialismo pasional como retórica que prevaleció en su momento.

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ENSAYO PUBLICADO EN TROPO 30, PRIMERA ÉPOCA, 2003.

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