Susana Reisz
Cada día se me hace más claro que cuando un crítico comenta un libro, no puede evitar el hacer público algún aspecto de su personalidad o de su propia historia, incluso en el caso de que tal perspectiva le parezca totalmente ajena a sus intenciones o incluso incompatible con sus premisas de trabajo. Amparada en esta revelación, que me sobrevino algo tardíamente, me parece oportuno comenzar por ubicar estas reflexiones en el marco autobiográfico del que nacen: no hablaré de Cien años de soledad, sino de mi enamoramiento inicial de la novela (cuando apenas había salido de las prensas y ya todo el mundo la celebraba), y de una cautelosa relectura que ocurrió hace poco tiempo.
Ya transcurridos treinta años desde mi infatuación juvenil, volví a la novela hace poco, motivada por una invitación a participar en un ciclo de conferencias dedicadas a ella. Su organizador las había diseñado como incitaciones a la lectura, dirigidas a un público no académico. Aunque el proyecto era bastante atractivo para mí, esta vez regresé al texto no sólo desprovista del incentivo de la novedad sino con profunda desconfianza, casi segura de que lo encontraría mucho menos interesante que en mi primer contacto.
Anticipo que no fue así, pese a que mi óptica de hoy y mi perspectiva crítica han variado radicalmente, pues, entre otras muchas cosas que me han ocurrido en esos treinta años, mi interés técnico en los géneros literarios se ha desplazado a las imágenes literarias de los géneros (en el sentido, relativamente nuevo en castellano, de “roles sexuales”). Trataré, pues, de meterme en el espinoso terreno de los valores perdurables y explicar por qué la novela todavía se sostiene en mi gusto (y en el de muchísima gente).
Lo primero que se me hizo claro en esta relectura de la madurez es que la galería de tipos humanos que el narrador pone ante nuestros ojos (a la manera de un animador de feria de diversiones) es muy colorida pero, al mismo tiempo, bastante simplista: allí están el chiflado inventor y fantasioso (el patriarca J. A. Buendía), el solitario, austero y aguerrido (Aureliano), el gigante brutal e hipersexuado (José Arcadio), el pendenciero abusivo (su hijo Arcadio), la matrona autoritaria, realista y trabajadora como una hormiga (Úrsula), la chica rara y misteriosa de origen desconocido (Rebeca), la virgen histérica que se autocondena a la virginidad (Amaranta), la prostituta buena que se prodiga a los hombres (Pilar Ternera), la niña preciosa e ingenua que inspira pedofilia y muere temprano en un parto (Remedios), las beldades irreales, inalcanzables por su frigidez desdeñosa (como Fernanda del Carpio) o por su autismo (Remedios la bella). En relación con estas dos figuras femeninas, pensé por asociación, en uno de los máximos iconos de belleza del siglo XX: activado por la fantasía de una hermosura levitando entre las nubes, se impuso en mi memoria el rostro perfecto de Greta Garbo en Reina Cristina y el contraste entre el halo casi sobrenatural que emanaba de esa imagen y una serie de anécdotas que leí recientemente sobre la total estolidez de la diva fuera de los sets cinematográficos.
Comprobé también que, en un pensamiento atribuido a la madre fundadora del clan, Úrsula, se pone en evidencia el carácter elemental, fijo y recurrente de las personalidades de los miembros de la familia, así como los binomios, oposiciones y repeticiones propios de la lógica tradicional patriarcal en la que se sustenta la descripción de tipos psicológicos:
Mientras los Aureliano eran retraídos, pero de mentalidad lúcida, los José Arcadio eran impulsivos y emprendedores, pero estaban marcados por un signo trágico (p. 148) [1]
En otro pasaje emanado del narrador primario, que alude a las obsesiones y a la obstinación en el error de la estirpe Buendía, descubrí con cierto fastidio una repartición estereotipada de virtudes, según una línea divisoria genérico-sexual:
Con la temeridad atroz con que José Arcadio Buendía atravesó la sierra para fundar Macondo, con el orgullo ciego con que el coronel Aureliano Buendía promovió sus guerras inútiles, con la tenacidad insensata con que Úrsula aseguró la supervivencia de la estirpe, así buscó Aureliano Segundo a Fernanda, sin un solo instante de desaliento (p. 167).
Aquí se ve claramente que para el narrador la aventura y la guerra son actividades esencialmente masculinas, que exigen cualidades y habilidades propias de hombres, mientras que la alimentación y la crianza de la prole (y las habilidades correspondientes) son actividades “naturales” de la mujer.
“(…) la mulata adolescente, con sus teticas de perra, estaba desnuda en la cama” (p.48) (Este personaje es un esbozo de la Cándida Eréndira).
“(…) una negra, de huesos sólidos, caderas de yegua y tetas de melones vivos, y una cabeza redonda, perfecta, acorazada por un duro capacete de pelos de alambre, que parecía el almófar de un guerrero medieval. Se llamaba Nigromanta.” (p. 301).
“Nigromanta lo llevó (…) a su cuerpo de perra brava, empedernida, desalmada, que se preparó para despacharlo como si fuera un niño asustado” (p. 302).
Intenté darle una explicación similar a los mitos machistas que pululan en el texto, como el de un pene gigantesco, que enloquece de deseo a las mujeres[2] o el del supuesto placer que produce a una virgen el dolor de ser violentamente desflorada por un hombre brutal. (Rebeca agradece al cielo haber nacido para poder vivir eso.) (cf. p.80).
La última mujer de la estirpe, Úrsula Amaranta, goza con el fetiche como una gata en celo: “Ella jugaba a las muñecas con la portentosa criatura de Aureliano, y le pintaba ojos de payaso con carmín de labios y bigotes de turco con carboncillo de las cejas, y le ponía corbatines de organza y sombreritos de papel plateado” (p.317)
Me incliné, asimismo, a darle una interpretación parecida a los motivos incestuosos que se repiten en la novela como los caracteres de la familia: [3] me apoyé una vez más en el supuesto de que estaba ante la mímesis de una cosmovisión arcaica, entrada en los amores, odios y pulsiones sexuales en el interior del clan.
Una de mis muchas tentativas por resolver la tensión que creaba en mí el contraste entre el placer irreflexivo de dejarme llevar por las desmesuradas historias de los Buendía y el disgusto de gozar con lo que juzgaba como simplezas o abiertas “incorrecciones políticas”, encontré una clave para entender mi fascinación. Comprendí de pronto que, como al Edipo sofocleo o como a los inspectores de “La carta robada” de Poe, se me había escapado lo más obvio: que el parentesco más próximo de Cien años de soledad no es con el cuento de hadas o con la literatura maravillosa sino con la tragedia griega clásica, cuyos personajes de formato simple y monumental representan simbólicamente las grandes pasiones y las grandes angustias humanas.
Vi con nitidez lo que había tenido desde el comienzo a la vista pero que, paradójicamente, no había podido ver en la época en que estudiaba filología clásica y dedicaba mis esfuerzos a descifrar los textos de Sófocles y Esquilo. Vi, finalmente, que toda la parafernalia mágica de Cien años de soledad, los aparecidos y desaparecidos, los muertos que hablan, el hombre —ángel— becerro o “judío errante” con las alas mochadas (esbozo del cuento “Un señor muy grande con unas alas enormes”) tienen en la novela un estatuto similar al de los dioses y monstruos míticos de la tragedia, cuyo tema de fondo —y cuyo sentido último— no había buscado en esas peregrinas figuras sino en la soledad humana ante el dolor y la muerte.
Ahora veo también que la estructura anticipativa de la novela, la insistencia en recordarle al lector lo que ocurrirá más adelante en la historia, guarda un estrecho parentesco con el horizonte de expectativas de la tragedia griega clásica, cuyo impacto en el público no se derivaba de la sorpresa de un desenlace imprevisto sino del cumplimiento fiel de un fin preestablecido.
Sin embargo, el reconocimiento de este ilustre parentesco entre la narrativa de García Márquez y la poesía trágica de los griegos (parentesco que ya alguien señaló a propósito de Crónica de una muerte anunciada, donde el final catastrófico se conoce desde la primera línea), no acaba de aclarar del todo por qué esas proyecciones de la mentalidad mítico-mágica del mundo antiguo (o de los pueblos “primitivos” de hoy) siguen teniendo atractivo y vigencia moral para un público de sociedades superdesarrolladas y supertecnificadas, sociedades que, como la europea o la norteamericana, no guardan ningún parentesco con Macondo.
Así como el “märchen” les permite a los niños (y a la mentalidad adulta premoderna) la resolución simbólica de conflictos personales en virtud de su lejanía temporal y espacial (“Érase una vez”. “Había un rey que…”, etc.), otro tanto podría decirse sobre los efectos de lo real maravilloso sobre el público lector de finales del siglo XX: estamos necesitados de relatos entretenidos, conmovedores, apasionantes, que nos ayuden a neutralizar la grisura y el anonimato de nuestras vidas, y, que, al mismo tiempo, nos permitan entender mejor nuestra situación histórica y nuestra identidad en un mundo cada vez más móvil y globalizado, en el que tienden a borrarse las diferencias entre las naciones, entre las culturas, entre los individuos.
Cien años de soledad nos confronta con desplazamientos y procesos de desarrollo alucinantes (comparables a los que se están produciendo en este fin de milenio) pero vistos desde una perspectiva arcaica, que rescata la parte de pensamiento mítico-mágico aún activa y operante en todos nosotros y que, a la vez, nos preserva de sumergirnos en la angustia del presente inmediato. El pasmoso descubrimiento del hielo, de la luz eléctrica o del cinematógrafo (símbolos de una modernidad que pone a los fundadores de Macondo entre la exultación y el terror) es comparable a lo que la gente de mi generación siente ahora frente a las innovaciones y los cambios cada vez más acelerados de la era cibernética…
La novela tiene virtudes catárticas, en el sentido estrictamente aristotélico del término, porque facilita el doble juego complementario de identificación y distanciamiento. No hay catarsis ni alivio placentero cuando el receptor queda atrapado en un espacio y un tiempo imaginarios que se parecen demasiado a su espacio-tiempo real.
Frecuentemente se ha observado que la historia de Macondo y de la familia Buendía puede entenderse como una metáfora de la historia de toda la América Latina. Cabría añadir que es el proceso de metaforización el que propicia la dialéctica de identificación/distanciamiento capaz de provocar la catarsis. De la misma manera que los escenarios de la tragedia griega sugerían al espectador ateniense una familiaridad distante, Macondo se parece y no se parece a un pueblo hispanoamericano del siglo XX.
Asimismo, los rasgos de carácter elementales y recurrentes de los miembros de la familia Buendía recuerdan el formato arquetípico de los héroes trágicos y su ciega determinación en caminar hacia la propia ruina. En todos ellos encuentra ideal aplicación la idea aristotélica de la “hamartia”, el fallo de una inteligencia humana media o incluso superior, que no emana de un vicio moral pero que, al mismo tiempo, implica una forma de responsabilidad en relación con la propia catástrofe.
Huelga decir que casi todos los miembros de la familia Buendía corresponden a esta definición: pueden ser excesivos en muchos aspectos, pero nunca se ubican en los extremos de la bondad justiciera o de la perversión. Sus excesos son los propios de los héroes y heroínas de tragedia y se pueden englobar en la noción tan típicamente griega de “hybris”. El término denota en primer lugar la obnubilación en la creencia de que se tienen poderes que superan las naturales limitaciones humanas, y abarca toda una gama de comportamientos y sentimientos que se derivan de esa creencia: la cólera, el orgullo, la inflexibilidad, la obstinación en los propios designios, aunque lleven a la perdición, la incapacidad de cambiar o de ceder ante una fuerza superior a la propia. En suma: conductas y emociones típicas de los Buendía.
Como la historia de Edipo, que mata a su padre y se casa con su madre en el mismo intento de huir del cumplimiento de un oráculo que le anunciaba ambos hechos, las historias de los Buendía son “imposibles que convencen”, sucesiones de acontecimientos a cuál más extravagantes y anómalos pero que, pese a ello, representan verdades humanas generales en las que todos los lectores podemos vernos reflejados.
Como Edipo, como Antígona, como Áyax, que se caracterizan por su total y tremenda soledad en el momento de asumir su destino (o, en una versión más moderna: en el momento de dar un sentido último a su trayectoria vital y hacerse dueños de su propia muerte), los miembros del clan Buendía están irremisiblemente solos ante el misterio de su existencia y de su final, y son cifras de todos nosotros, no solo los latinoamericanos, sino los “mortales” en general (para utilizar el término griego definidor de la humanidad).
Si el único valor transhistórico o “esencial” de los textos clásicos es, como creo, su posibilidad de ser reinventados a través de los siglos por los lectores de cada época (que descubren, es decir construyen, en cada nueva lectura del viejo texto “su” Homero, “su” Sófocles, o “su” Cervantes), mi relectura de Cien años de soledad, treinta años después del primer deslumbramiento, me sugirió que estaba ante una obra con un gran potencial de desarrollo, que contenía los gérmenes de su propio renacer.
Me pregunto, sin embargo, si no será inevitable (y, desde mi propia perspectiva, deseable) que una parte de ese desarrollo incluya la borradura de las rígidas fronteras genéricas que el narrador de Cien años de soledad parece asumir sin cuestionamiento alguno.
La barrera entre los sexos y el sojuzgamiento del principio femenino al masculino encontró su más eficaz y perdurable formulación artística en ese texto fundador de la cultura occidental que es la Orestíada de Esquilo, esa gran trilogía trágica que glorifica “la ley del padre Zeus” mediante el expediente de mostrar la irracionalidad de las viejas divinidades femeninas del antiguo orden subterráneo (las “monstruosas” Erinias) y de imponer y al mismo tiempo perdonar el matricidio como la única manera de restablecer el equilibrio moral en el interior de una familia manchada por el crimen.
Clitemnestra, mujer “de designios viriles”, como la caracteriza el poeta ateniense a través de la palabra del vigía en el prólogo, parece seguir funcionando, en el imaginario colectivo hispanoamericano (y en el trasfondo de la mitología de Macondo) como la “negación” o la cara abominable de la especie femenina por su semejanza con los impulsos vindicativos del varón.
Si García Márquez sobrevive como un clásico en los siglos por venir, es muy probable que la posteridad reinvente la soledad de las criaturas de Macondo como una variante, típica del siglo XX, de aquella otra soledad de las mujeres frente a los hombres y de los hombres frente a las mujeres que la gran tragedia griega cantó como parte de la condición humana e inmortalizó en una escena de brutales contrastes, incesantemente remodelada por la imaginación popular y por las más diversas tradiciones artísticas: la de la llegada triunfal de Agamenón a Argos, después de diez años de guerra, mientras su mujer Clitemnestra, lo aguarda en palacio con odio en el corazón y un hacha en la mano.
Revivamos la escena. Agamenón llega de Troya cansado de matar enemigos, cubierto de polvo y de sangre, trayendo como botín a Casandra, una virgen violada por él y que caerá junto a él bajo el hacha de Clitemnestra. Diez años atrás, la sangre de otra virgen inocente, su hija Ifigenia, ha sido derramada por orden suya en Aulis para negociar el apoyo de los dioses en su empresa contra los troyanos. El motivo de tantas muertes y de tantos sufrimientos ha sido la infidelidad de una “mala” esposa, Helena, y la perdida honra de los varones griegos. El honor ha quedado restablecido después de que Troya entera ha sido arrasada, sus hombres pasados a cuchillo y sus mujeres violadas y esclavizadas. Pero en este preciso momento comienza un nuevo ciclo de crímenes: Clitemnestra vengará a su hija asesinando a su marido y a su forzada concubina. Luego regresará el único hijo varón, Orestes, y asesinará a la madre “desnaturalizada” para vengar al padre. Luego vendrán las horrendas Erinias y perseguirán a Orestes para enloquecerlo y chuparle la sangre…
Los protagonistas de los mitos no cesan de matar y de morir antes de tiempo, de sufrir y causar sufrimiento, de odiar y ser víctimas del odio. Son feroces en su determinación de caminar hacia la ruina y, a diferencia de los seres comunes, están serenos porque aceptan la inexorabilidad del dolor. El abismo que separa a mujeres y hombres y que condena a unos y otras a la alienación parece ser una manifestación más de esa radical desesperanza.
Recientemente tuve la ocasión de asistir a una representación del conocido grupo de teatro Odín, inspirada en el tema de los mitos y su relación con la historia de este siglo que se acaba. En el volante que distribuían entre el público para orientar a los espectadores en ese laberinto de personajes terribles y de historias pavorosas, como las de Edipo, Medea o Casandra, el director del conjunto, Eugenio Barba, planteaba un par de ideas que me parecieron luminosas.
Señalaba que los mitos griegos, con su violencia y su fatalismo, sugieren el sentido de inevitabilidad que tiene el devenir histórico cuando se lo juzga retrospectivamente como la victoria de la fuerza sobre la justicia, como el avasallamiento repetido de ideales revolucionarios y el triunfo reiterado de sistemas que se burlan de las utopías. Por eso, en su montaje, esos arquetipos desprovistos de fe en el futuro dialogan, sin entenderse, con el “mito” moderno del revolucionario que arriesga su vida por cambiar el mundo. La filosofía subyacente a ese diálogo de sordos es, en palabras de Barba, que “hay mitos que encarnan la ferocidad de la Historia y mitos que, por el contrario, nos enseñan a no aceptarla”.
Los personajes de Cien años de soledad parecen aceptar esa “ferocidad de la historia” en todos los aspectos de su vida, incluidas las relaciones entre mujeres y hombres. También en este sentido Gabriel García Márquez suma su voz al coro de los clásicos de Occidente.
No puedo dejar de recordar, para concluir con una nota optimista, que cada vez son más las escritoras hispanoamericanas que desde la poesía, el drama, la narrativa o el ensayo están enseñando a no aceptar, a deconstruir, a remodelar los viejos mitos sobre las relaciones entre los sexos y a crear otros nuevos, con moderada fe en las utopías. ¿Llegarán a clásicas alguna vez?
NOTAS
[1] Ibidem. Todas las citas y referencias a pasajes de la novela proceden de la siguiente edición: Gabriel García Márquez, Cien años de soledad. Bogotá: Editorial Oveja Negra, 1985, decimotercera edición.
[2] Ibidem. Tal es el caso de José Arcadio, el hijo mayor del patriarca o el del penúltimo varón de la estirpe, el bastardo Arcadio, hijo de Meme y el menestral Mauricio Babilonia, cuyos atributos fálicos quedan glorificados con esta hipérbole: “y recorrió la casa llevando en equilibrio una botella de cerveza sobre su masculinidad inconcebible.” (p. 304).
[3] Ibidem. José Arcadio (el prodigio fálico) y Rebeca, quienes han sido criados como hermanos, tienen una unión sexual apasionada sin importarles su parentesco (Cf. p. 80).
—Aureliano José (el hijo de Aureliano y de Pilar Ternera) tiene una fijación erótica con su tía Amaranta, que lo crió. Ambos se entregan a juegos sensuales desde que él es niño y están a punto de consumar el acto sexual, pero ella, ya madura, lo impide. (118)
—Arcadio está obsesionado con Pilar Ternera, su madre, y ésta, para evitar el incesto, se hace sustituir por una virgen, Santa Sofía de la Piedad.
—Amaranta Úrsula, la hija menor de Aureliano Segundo y Fernanda del Carpio, tiene un hijo con su sobrino, el último Aureliano (el hijo natural de Meme, la hermana mayor de Amaranta Úrsula). Ella muere desangrada en y su hijo. El último representante de la estirpe de los Buendía nace con cola de cerdo y es comido por las hormigas carniceras poco antes del apocalipsis de Macondo. Una respuesta posible es que la única manera que tenemos, como lectores, de aceptar una reflexión sobre esos temas tan radicalmente amenazantes para nuestro bienestar psicológico, es a través del extrañamiento y la catarsis de que hablaba Aristóteles a propósito de la tragedia. Y, como es sabido, no hay catarsis allí donde no es posible encontrar ningún resquicio por donde distanciarse de la conmoción y del horror.
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Ilustración de Luisa Rivera para Cien años de soledad (Web).
ENSAYO PUBLICADO EN TROPO 28, PRIMERA ÉPOCA, 2003.