Miguel Ángel Meza
Tras años de haber sido soslayados por las modernas teorías de la Lingüística, por fin se ha consolidado un movimiento global que defiende el valor de los sentidos del oído y de la voz como elementos fundamentales para la apreciación de la lectura. Era urgente para la alfabetización global, la recuperación del arte de la lectura en voz alta.
En defensa de la articulación sonora del texto se han levantado figuras prominentes de la crítica literaria, oponiendo vigorosos argumentos a la lectura que se produce en silencio. Muchos jóvenes, incluso universitarios, dicen los académicos, no saben leer en voz alta. Y cuando lo hacen, lo leído por ellos carece de ritmo íntimo. Esto es así, porque la cualidad viva del texto —el ritmo— se ha desconectado de una cadencia vocálica interna.
Un estudioso del fenómeno expresó, asombrado, que muchos adultos “no tienen oídos: leen exclusivamente con la vista. Las cacofonías más horribles y los más perfectos ejemplos del ritmo y la melodía vocálica son para ellos exactamente lo mismo. Es así como descubrimos que algunas personas a las que creíamos sumamente cultivadas carecen por entero de cultura literaria”. Un problema de la enseñanza, pues, es que se ha olvidado que los alumnos tienen cuerpos y que el arte de la lectura en voz alta habilita sus ritmos interiores y despierta la melodía interna necesaria para expresar cabalmente sus emociones. La aproximación oral a la literatura puede brindar a los jóvenes la oportunidad de mejorar su voz y hablar de forma expresiva y agradable.
Prestigiados poetas han reconocido, por otra parte, que la lectura en voz alta es la mejor prueba para determinar la calidad de un texto literario. Para Henry James, por ejemplo, “la propiedad esencial de la poesía es revelar sus más preciados secretos y manifestarlos graciosamente bajo la impresión más incisiva, que consiste, por supuesto, en la atención articulada de forma sonora”. Paul Valéry fue más radical. Para el poeta francés “la poesía sobre el papel carece de existencia. En este caso no difiere mucho de una máquina en un armario o un pavo relleno en una alacena. Nace a la vida solo en dos situaciones: en el proceso de composición en una mente que la rumia y construye y en el proceso de recitación”, es decir, en la dicción.
Para el poeta Robert Frost “las distintas frases de un texto no son lo suficientemente diversas como para mantener nuestra atención a menos que estén imbuidas de una gran carga dramática. La habilidad para variar la estructura no basta. Lo único que puede salvarlas es el tono hablado de la voz unido a las palabras y ligado al ritmo, para el oído de la imaginación. Solo ello podrá salvar a la poesía de convertirse en una monótona salmodia, y a la prosa de sí misma”.
Frost denomina imaginación auditiva al sentido de la sílaba y el ritmo. Este sentido “cala por debajo de los niveles conscientes del pensamiento y la emoción, vigoriza cada palabra, bucea hasta lo más primitivo y olvidado, vuelve al punto de origen y trae algo consigo, busca el principio y el fin; funde lo viejo y lo trillado; lo vulgar y lo nuevo y sorprendente, la mentalidad más antigua y la más civilizada”. Para este poeta los versos deben escribirse para ser representados, y esta representación no debe consistir en su simple lectura visual, sino en la recitación en voz alta, pausada y cadenciosa (no retórica), con largas cesuras, inflexiones en la entonación y demás pies rítmicos bien marcados.
El problema surgió en la Grecia clásica, con la disociación entre pensamiento y habla. Más tarde, el carácter privado de la lectura en silencio desplazó paulatinamente a la dialéctica y a la oratoria. Sin embargo, estos factores no han erradicado la cualidad esencialmente oral de la literatura. Recordemos que Flaubert recitaba sus oraciones en la soledad de su retiro, mientras componía Madame Bovary, a fin de descubrir la armonía íntima de la frase. O aquellas lecturas en familia efectuadas por Tolstoi al concluir algún capítulo de sus novelas. Los poetas del modernismo, el verso libre de las vanguardias, Joyce y su flujo de conciencia y los amplios períodos oracionales de Proust, todos ellos poseen una cualidad fundamentalmente oral. Leer estos textos y enseñar sus valores literarios implica ensayar su naturaleza auditiva.
Elías Canneti ha dicho que es un oyente antes que un vidente y desprecia el ojo en favor del oído, al cual considera el órgano del moralista. “El oído es un sentido más atento, más humilde, más pasivo, menos discriminatorio que la vista”. Canneti —afirma Susan Sontag— “equipara el conocer con el hecho de escuchar, y el escuchar con el hecho de escucharlo todo y ser aún capaz de responder. La voz, para él, equivale a una presencia irrefutable. Tratar a alguien como voz es conceder autoridad a dicha persona. Afirmar que se escucha significa que se escucha lo que debe escucharse