Carlos Guevara Meza
La mujer siempre ha sido para el hombre “lo otro”,
su contrario y complemento. (…) La mujer es un objeto,
alternativamente precioso o nocivo, mas siempre diferente.
Al convertirla en objeto, en ser aparte y someterla a todas las deformaciones
que su interés, su vanidad, su angustia y su mismo amor le dictan,
el hombre la convierte en instrumento. (…) Y a la mujer
le ocurre lo mismo: no se siente ni se concibe
sino como objeto, como “otro”…
Octavio Paz
“Un elemento común a nuestra generación ha sido la profunda e inconsciente desconfianza en el afecto. Nuestros padres no nos planificaron, no fuimos necesariamente elegidas por ellos. Entonces no existían ni píldoras ni diafragmas y ya en ese momento horroroso del parto, al salir de las aguas tibias, tuvimos la conciencia paranoica de no haber sido queridas. Por lo tanto, si nos remitimos al principio, creo que podemos hablar de una generación entera con dificultades afectivas, con enormes incapacidades de conexión con el sentimiento. En resumen, una generación que ha sospechado en forma casi psicótica del amor.
—A juzgar por los resultados, pareciera que Ximena tiene razón.
—Que Ximena no se ponga densa. El problema no es generacional ni afectivo; el problema son los hombres —dictaminó una rubia bonita que, desde un cojín en la esquina del living, hacía posiciones de yoga.
— Carla, estás simplificando.
Entonces esta Carla, antropóloga de treinta y tantos, se puso seria.” (*)
La narrativa de Marcela Serrano es interesante por el radicalismo feminista que muestra en tiempos en que pareciera que nadie puede ser radical. Es interesante por el esforzado intento de matizar su radicalismo para hacerlo aceptable, al menos comprensible, para el fuerte conservadurismo de las clases medias latinoamericanas, a las que se dirige. Interesante porque en ese esfuerzo cuenta la historia de las mujeres que vivieron su primera juventud al inicio del gobierno de Salvador Allende y su primera madurez con la llegada de la democracia a su patria, Chile. Interesante porque esa historia no es toda la historia, es sólo la historia de las mujeres de la clase media y media alta, todas profesionistas, católicas, bien vestidas de acuerdo a los estrictos parámetros de clase y edad que rigen en aquel país, casadas (alguna vez, al menos), que participaron de manera más o menos activa en la primavera allendista e incluso en la resistencia contra la dictadura, y que ahora, al llegar a los 40 y a la democracia, están cansadas y con ganas de hacer el recuento. Interesante, finalmente, porque en ese recuento la autora muestra un panorama sumamente detallado de los conflictos morales, psicológicos, sociales e ideológicos de esas mujeres, para llegar a una postura que me atrevería a calificar de “políticamente correcta” con el conservadurismo (si no moral, sí político) que ello pueda implicar.
Se colige que la obra de Marcela Serrano es testimonial. Su edad, clase social y trayectoria coincide más o menos con la de sus personajes. Hija de una escritora (Elisa Serrano), artista plástica profesional (licenciada en grabado por la Universidad Católica de Chile), y con relativo éxito en el campo de los medios alternativos durante los años finales de los 70 y principios de los 80. No se sabe de alguna participación política específica, y de su narrativa parece deducirse que estuvo enterada de diversos procesos y organizaciones pero que su participación fue marginal y pasajera. Se nota también en sus novelas su cercanía, esta sí estrecha, con el feminismo de los años 70. De hecho, en las dos novelas de que se trata aquí (Nosotras que nos queremos tanto, 1991 y El albergue de las mujeres tristes, 1997) la estructura recuerda el planteamiento del “pequeño grupo” donde las mujeres construían solidaridades intragenéricas mediante la socialización de sus problemáticas individuales, generalmente íntimas.
Así, ambas novelas comienzan con la reunión de un cierto grupo de mujeres en un lugar apartado, fuera de la ciudad (todas las protagonistas son urbanas), y solas (es decir, sin la presencia de hombres). El lugar en ambas es cercano a Puerto Montt y la isla grande de Chiloé, (lugar a la que la autora califica de “sur profundo chileno” aunque diste sus buenos 1500 kilómetros de Magallanes). Este “sur” se define en términos simbólicos contra el “norte” (¿o “centro”?) urbano y moderno (Santiago) que es el espacio de las cuitas, los dolores y las caídas. El sur representa la rememoración de un “antes” irrecuperable, en primer lugar, por ellas mismas que, aunque fascinadas por esa “antigüedad” que les recuerda a la niñez de las casonas y la feminidad enclaustrada pero rica en actividades, en historias, en intensidades afectivas, pero a la que no pueden volver, acostumbradas ya a la modernidad donde el desarrollo profesional se identifica con el desarrollo personal, fuera de un claustro segregador y castrante, con acceso a los beneficios del primer mundo 1. En ese espacio de añoranza, pues, las mujeres se reúnen a añorar su propio pasado, a reconstruirlo colectivamente, pero en términos individuales.
Ese pasado es el de una cierta liberación que les sucede con la naturalidad y la contundencia de un hecho histórico que les pasó, pero que no buscaron, que les tocó, pero no construyeron. Es un pasado cuya periodización queda signada por el (o los) hombre(s) que pasan por sus vidas (los “pololos”, el marido, los amantes a veces). Ellos son narrados, vividos, con la solidez de lo idéntico primero, de la identidad originaria y dura, y en ese sentido, los hombres son también hechos históricos con los que las mujeres se relacionan en forma exterior, o que las afectan sólo desde afuera: el principio o el fin de la relación con un varón marca un período que ellas viven desde adentro, en donde el hombre representa la Identidad fuerte a la que ellas se incluyen o de la que se excluyen sin modificarla, sin alterarla, sin haber localizado un resquicio, una apertura, que buscaron afanosamente pero que no encontraron, porque “en realidad” no existe. De ese enfrentamiento con “lo Uno” (respecto del cual ellas son “lo Otro” indefinido, móvil, plástico, maleable, adaptable a los requerimientos del varón definido, inmóvil, duro) ellas suman debilidades, fortalezas, inseguridades, afirmaciones de sí mismas, negaciones, conciencia, renuncias, el recuento de las posibilidades (el desarrollo propio) y de las imposibilidades (el Amor, la intimidad, la pareja, la felicidad que les había sido prometida en el matrimonio y por el matrimonio). El crecimiento, en suma, de sí mismas, del cual el varón fue el contexto, pero no la causa. Queda pues, un espacio de libertad femenina, irreducible por el poder del varón, que es su historia propia, provocada pero no causada por el hombre. Esa historia propia es individual, es la historia de cada mujer que, sin embargo, se empata con la de todas las mujeres, no sólo las contemporáneas (amigas, hermanas) sino también las madres, abuelas, las hijas. La historia propia se convierte así en Historia, marginal, subalterna, pero verdadera y única: la identidad femenina se construye desde dentro del mundo de las mujeres y no quiere (ni requiere) obtener legitimidad alguna del afuera. “Podríamos decir que cuento una, dos o tres historias, pero que da lo mismo. En el fondo, tenemos todas —más o menos— la misma historia que contar”. (Nosotras que nos queremos tanto, p. 16).
Marcela Serrano pone en acción esta visión del mundo mediante la utilización de ciertos recursos narrativos y, sobre todo, mediante la ausencia de algunos elementos (olvidos significativos). Aunque la narración puede ser indistintamente en primera, segunda o tercera persona, existe en ambas novelas un personaje que sirve de escucha a las historias que las diferentes mujeres cuentan en primera persona. En Nosotras que nos queremos tanto, Ana, la anfitriona de la reunión, va cediendo la palabra a cada una de sus amigas para que cuenten su historia y la historia de las otras, así como elementos que conocen de las vidas de personajes secundarios o incidentales. En El albergue de las mujeres tristes, la historiadora Floreana es el oído de una narración en tercera persona (pero no omnisciente) que va presentando la vida de las mujeres que asisten a la clínica. Así, el “yo” que narra cambia de sujeto (personaje) según la historia que se cuenta —pues cada una debe contar su propia historia— y esas historias se “objetivan” al ser narradas, asumidas o completadas por otras mujeres 2. Las vidas narradas se socializan obteniendo un valor de verdad y una completud construida desde la subjetividad y la interioridad. Una objetividad que no pasa por la omnisciencia (masculina), sino por la confidencia femenina, por la legitimidad de la comunicación o la participación. En El albergue de las mujeres tristes, aunque la narración se hace en tercera persona, esa narración no ve nada que no vea Floreana, ni sabe nada que no se le diga a Floreana, salvo en la segunda parte, cuando leemos una carta de la hermana de ésta a la dueña del albergue contando la crisis que pasa la historiadora. La carta de nuevo está escrita en primera persona y no dice sino la vivencia que ella ha tenido de la situación de su hermana y las confidencias de ésta sobre su situación. En Nosotras que nos queremos tanto no existe una historia que no sea legitimada (para la narración en tercera persona) por la vivencia o la confidencia: “Laura es la secretaria que trabaja en el Instituto, la especialista en computación. Tiene cuarenta y tres años. Es separada y sus dos hijos son adolescentes. Tiene una buena apariencia, es agradable de mirar y se viste muy sobriamente, siempre con trajes de dos piezas de colores obscuros. Sólo sus blusas delatan algo de su personalidad: fucsias, calipsos, amarillos fuertes. Lleva ya diez años de separada y ella ha decidido retirarse del mercado 3 porque lo considera cruel (…) Pero nada en Laura daba a entender secretas ansiedades ni desequilibrios por vivir tan sola en lo sexual. Hasta el día en que supimos su historia. Se la contó a Sara, quién corrió a hacernos partícipes de ella”. Laura tiene un compañero sexual (no un amante), con quien se encuentra una vez a la semana exclusivamente para tener relaciones físicas, sin ningún tipo de vínculo amoroso. De hecho, no sabe nada de él más que su nombre. Pero lo importante aquí son las dos últimas frases que legitiman la aparición de la historia dentro del relato, legitiman que se tenga conocimiento de ella, y que no sea la propia Laura quien la cuente.
El juego narrativo, de este modo, se complejiza en sus múltiples niveles sin perder coherencia ni comprensibilidad. Los personajes tienen nombres, apellidos, se relacionan unos con otros en un enorme tejido, fácil de seguir, sin embargo. Las novelas se vuelven entonces exploración no sólo de las problemáticas, sino también de las estrategias de vida de estas mujeres. Así, después de decepciones amorosas o separaciones definitivas, unas, como Laura, sólo tienen un compañero sexual, pero sin establecer una relación amorosa ni formal, otras deciden no volver a tener sexo con nadie, otras construyen un matrimonio lésbico, otras no se han casado y sostienen relaciones diversas y simultáneas, o bien se casan y mantienen matrimonios sin sexo y sin vínculo amoroso (“un buen equipo” dice un personaje). Otras, escasas, logran llevar matrimonios normales en buenos términos (o casi). Otras más, se relacionan de maneras convencionales con varones, pero sin obtener más satisfacción que cierto sentimiento de seguridad personal y emocional. El común denominador de las mujeres que son los personajes de Marcela Serrano, es que trabajan y han logrado la posibilidad de independencia económica (no son, a veces a su pesar, mujeres tradicionales) independientemente de su origen o pertenencia a una clase social, de manera que sus relaciones con hombres representan problemas exclusivamente emocionales. Esto es de suma importancia, porque la propuesta central de la narrativa de la autora parece ser que la problemática tratada es de género y no de clase. Por tanto, la escritora incluye en sus novelas mujeres de diferente origen y enfatiza continuamente, mediante descripciones minuciosas, las diferencias sociales que, sin embargo, no obstan para establecer solidaridades intragenéricas. Las descripciones incluyen el pasado familiar, la forma de vestirse, las actitudes corporales, en ocasiones el lenguaje, las escuelas en que estuvieron (la Universidad Católica —de paga— para la “gente decente”, la Nacional —pública— para los pobres o los arribistas), los empleos u ocupaciones que tienen y han tenido, el tipo de vida social que llevan, los viajes que realizan (una fue a Santiago una sola vez para que sus hijas conocieran los elevadores, otra que pasa largas temporadas en Europa o Sudáfrica), el origen social de sus maridos, novios o amantes, desde luego los valores que se les inculcan en las familias, las ideas que se les imponen o que llegan a tener, etcétera. “María nació hace treinta y seis años, en Santiago de Chile, en aquel espacio físico y social donde todo arribista quisiera nacer. Su familia puede rastrearse largamente en los árboles genealógicos del país y cuenta al menos dos presidentes de la República en línea directa. Hija de abogado de profesión y agricultor por herencia, nunca supo de privaciones ni inseguridades. Su madre, la señora Marita, era una mujer muy bella. Venía de una familia que, siendo antiguamente muy adinerada, había menguado por el despilfarro llegando a extremos a la altura de su juventud. Su matrimonio con don Joaquín, padre de María, por tal razón fue muy bien recibido. La familia materna se sentía muy aristocrática y la paterna, muy rica. Buena combinación”. (Nosotras que nos queremos tanto, p. 36)
Tales descripciones muestran con absoluta claridad el clasismo tan fuerte que había en Chile antes de la experiencia de Allende, durante la dictadura e incluso ahora bajo la democracia. Las mujeres de la clase media alta y alta, a pesar de que algunas se comprometieron contra la dictadura al grado de sufrir el exilio, se sorprenden y se molestan de que ya no haya distinciones sociales: “—Lo que más me ha sorprendido como cambio en mi vuelta a Chile —había observado Magda— es que los pobres ya no se visten mal. Estamos casi uniformados. Se nos fueron al agua los códigos de antes, cuando un chiquillo de bluyins era siempre un estudiante o cuando las zapatillas de gimnasia significaban deportes. Ahora da vergüenza regalarles a las empleadas la ropa vieja, si en el Mercado Persa se compran todo nuevo, taiwanés o chino, por tan poca plata (…). Así, Juana (la sirvienta) les servía de parámetro, como decía María, para saber CUÁNDO debían abandonar una moda porque ya se había popularizado irremediablemente” (Nosotras que… p.253). O bien: “—¡Qué rara debe sentirse una con tanto dinero en la mano! —le dice a Angelita—. ¿A usted no le bajan los sentimientos de culpa, mijita, al ver tanta pobreza a su alrededor? —No, ninguno —responde Angelita con genuina liviandad—. Trato de compartir y suelo dar las gracias por lo que me tocó. Créeme, Olguita —agrega con su preciosa sonrisa—, que yo puedo ver a Dios en un pañuelo de Hermès.” (El albergue… p.92)
Aunque, como se ha dicho, aparecen mujeres de diversas clases, no deja de ser evidente que la autora se siente más a gusto y muestra más conocimiento con las personajes de origen más elevado. Con suma claridad va mostrando la trayectoria de estas mujeres que todavía pasaron su niñez y adolescencia en el serrallo, y que se les educó más con la idea de convertirlas en buenas esposas que en buenas profesionistas. Con su vida organizada fuertemente en función de dos ideas básicas: la virginidad (como el valor más preciado de la mujer) y el matrimonio (como su más alta aspiración), ellas sufren una continua represión que pueden romper (no siempre del todo) gracias a la vivencia universitaria de la Universidad Popular, que altera sus vidas significativamente, poniéndolas en contacto con personas (específicamente hombres) de otras clases y otros valores: estudiantes católicos vinculados a comunidades de base, o inclusive a jóvenes de origen obrero. Ello abre posibilidades de cuestionamiento de los valores e ideas inculcados y alternativas prácticas de autodeterminación. Al mismo tiempo, el desvelamiento de la hipocresía moral de los miembros de sus propias clases, y después, con la dictadura, la vivencia del exilio en diferentes formas (desde el clandestinaje comprometido hasta el simple apartarse de la violencia), que les permite entrar en contacto con otras culturas donde sus valores de clase pueden ser rotos con relativa facilidad, merced a la lejanía de sus familias y ambientes sociales. Aun con todo, a su regreso a Chile todavía durante la dictadura, muchas de ellas retomarán los caminos tradicionales de vivencia (matrimonio, hijos, vida familiar, aprecio de los valores conservadores), sin renunciar a la conquista de su integración al mundo del trabajo profesional, que entonces viven como “doble jornada” y, en la mayoría de los casos, con fuertes contradicciones internas.
De este modo, Marcela Serrano puede plantear su idea rectora, latente en su primera novela (Nosotras que…) y ya completamente explícita en la última (El albergue…): la causa de todas las insatisfacciones y problemáticas de la mujer es el hombre, incapaz de reconocerla como igual, que se siente amenazado por su nueva posición social, que la mantiene oprimida y reprimida en lo social, lo laboral, lo sexual y lo emocional y que, ante la irreversibilidad de la liberación femenina como hecho social e histórico mundial, no hace otra cosa que evitar el compromiso, la integración, el contacto amoroso. Los hombres “no se quieren casar”, “no saben amar”, “no se entregan”, “no nos entienden”, “les damos miedo”, “siempre buscan a otra”, son algunos de los continuos reclamos de las mujeres de Marcela Serrano: “¡El sueño (dice Elena, la dueña del albergue) era que, en la medida en que abarcáramos más espacio y tuviéramos más reconocimiento, seríamos más felices! Pero no me da la impresión de que esté siendo así (…). (Las mujeres) aspiran a construir relaciones de igualdad que sean compatibles con el afecto.
—No me parece una aspiración descabellada…
—Tampoco a mí. Pero existe una mitad de la humanidad que lo pone en duda.
—¡Y una mitad más bien poderosa!
—Es raro esto que nos pasa… Hemos crecido, hemos logrado salir hacia el mundo, pero estamos más solas que nunca.” (El albergue… p.33)
La soledad es, en suma, el resultado del miedo masculino a la igualdad de la mujer: “¡Pobres hombres! Seamos comprensivas. No saben cómo readecuar su realidad a este fenómeno de las mujeres, porque, si lo piensan bien, es lo más profundo que ha pasado como revolución cultural en este siglo de mierda. Porque nosotras no somos como la economía social de mercado o los estados totalitarios; a nosotras no nos pueden cambiar, ni reemplazar, ni derribar. Nuestro proceso es irreversible, por eso somos la verdadera revolución.” (El albergue… p .290)
Sin embargo, curiosamente, es en esa minuciosa descripción de las diferencias de clase, donde ya no es tan evidente el carácter genérico de la problemática, pues si bien es cierto que en apariencia los problemas son los mismos (el desamor, el abandono, la soledad), es claro también que los viven con arreglo a valores y parámetros diferentes, y por lo mismo, les afectan de modo distinto. De este modo, una mujer de clase media vive un fracaso matrimonial como un fracaso personal de significativas consecuencias psicológicas y emocionales, y se ve reducida a un ostracismo social por parte de su grupo de pertenencia; mientras una mujer proletaria pasa doce años abandonada con tres hijas, sin que nadie en su pueblo le pregunte su estado civil (pues se sorprenden cuando ella compra una maleta —¡12 años después!— para ir a buscarlo). Cuando regresa sin éxito, recibe la solidaridad de su comunidad, y se consigue un hombre también sin intromisión de nadie (“No me iba a quedar sola pa’ siempre, si una necesita un macho”, El albergue… p.97). María, la personaje de origen más alto en Nosotras que nos queremos tanto, tiene la libertad y los medios para establecer una estrategia de “amores paralelos” y para luchar frontalmente contra los prejuicios morales de su grupo social, sin dejar de ser aceptada; mientras Ana, la narradora, perteneciente a la clase media (profesora de literatura, igual que su esposo) y que parece tener el matrimonio mejor avenido, cuenta que durante su estancia en Estados Unidos para su posgrado, conoció a un estudiante brasileño sumamente atractivo, entablando una lucha consigo misma para no serle infiel a su marido. Finalmente, cede a la tentación la víspera de su regreso a Chile y todavía años después, cuando refiere la historia, sigue sintiéndose culpable y reconoce no haber revelado “su falta” a su esposo. Mujeres de clase alta, como María, pueden vivir sus múltiples amores abiertamente, igual que las mujeres de clase más baja, mientras las de clase media deben ocultarlos o no tenerlos en absoluto, so pena de un profundo e irremediable sentimiento de culpa. En El albergue de las mujeres tristes, Angelita (la mujer rica que podía encontrar a Dios en un pañuelo de marca) construye un matrimonio lésbico con Toña, una famosísima actriz de teatro y televisión, cuya justificación no es el amor o el deseo (aunque los haya) sino valores como la protección, la seguridad afectiva y la comprensión, valores bien distintos a los de la mujer proletaria que busca pareja cuando “necesita macho”, o de María que “tuvo múltiples relaciones y siempre paralelas unas con otras. Abogaba por el amor libre y juraba no casarse jamás ni tener hijos. Le producían un gran desprecio las parejas tradicionales, sentía allí falta de grandeza, falta de pasión, horribles pecados a su manera de ver” (Nosotras que… p. 129). Elena, la dueña del albergue, proveniente de una familia adinerada, y la líder y consejera de las mujeres que asisten a su clínica, también tiene una vida de múltiples amores y aún ahora, pasados los 50 años de edad, sostiene de cuando en cuando algún encuentro, aunque sin la pasión de antaño. En cambio, Isabel (de Nosotras que nos queremos tanto) se casa con su marido por la única razón de que la familia de él es exactamente lo contrario que la de ella, y mantiene la unión a pesar del carácter tradicional y castrante de él, aunque la situación familiar ya la ha llevado a ella al alcoholismo y a su hijo mayor a la drogadicción. Por si fuera poco, Serrano termina por no criticar el clasismo: el El albergue de las mujeres tristes, un lugar específicamente diseñado para fomentar la unión solidaria entre mujeres, las huéspedes son hospedadas según estrictos parámetros de clase: una cabaña para las importantes, otra para las “proles”, etcétera. Queda claro entonces, que los problemas son vividos y jerarquizados de maneras distintas según los valores bajo los cuales se juzgan, y que esos valores tienen un claro origen social. María, por ejemplo, jamás ha tenido una decepción amorosa y lo único que la derrumba es la muerte de una hermana; mientras otras mujeres se deshacen literalmente a causa de una separación. Ninguna mujer pobre en las novelas menciona el asunto de la virginidad, por ejemplo. No dicen que no sea importante: simplemente no lo mencionan.
Pero la ausencia más importante es, paradójicamente, la de los hombres. Es cierto que aparecen, tienen nombres, actúan, son padres o parejas de las mujeres, pero no tienen historia personal. Su identidad es exclusivamente de género. Cuando hacen alguna confidencia a su pareja (que ésta refiere al contar su propia historia), ésta no les funciona a ellos como autoconocimiento o factor de desarrollo, sino a la mujer que modifica o no, de este modo, su relación con el hombre. La historia personal del varón pues, no cuenta ni se cuenta, salvo si tiene relación con algún cambio interno de la mujer. La identidad cerrada, dura, inmóvil, del género, es significada por la ausencia de motivaciones psicológicas, morales, ideológicas o de clase de tipo personal. La acción masculina aparece siempre como arbitraria, incondicionada, impersonal, genérica, ya que no puede ser atribuida a un pasado (como en la mujer), y por lo tanto sólo queda como explicación una “esencia” del hombre. Hay dos excepciones significativas. En El albergue… el doctor Flavián cuenta por sí mismo la historia de su fracaso matrimonial y profesional a manos de una “mala mujer”, lo cual explica su miedo a establecer una relación amorosa con Floreana. La historia se dibuja en trazos gruesos y la explicación, por tanto, es burda en comparación con la sutileza y el detallismo que Serrano acostumbra con sus personajes femeninos. De hecho, la explicación se vuelve inaceptable para la propia Floreana, aunque sea prácticamente idéntica a su propia estrategia de vida después del fracaso de una relación con un hombre que sólo aparece como un recuerdo o como fantasma (sin nombre, sólo es mencionado como “el académico”). Floreana, en efecto ha tomado la decisión de no volver a establecer ninguna relación amorosa, hasta que conoce al médico, y aún después de esto, duda de modificar su actitud. Aun así, como se ha dicho, la historiadora no comprende la postura de Flavián y trata de alterarla sin lograrlo.
El otro caso es Francisco (en Nosotras que…), pareja de Sara, mujer de clase media y feminista convencida. Sara conoce a Francisco, quien es un dirigente popular de relativa importancia en los días previos a la llegada de Allende al poder. Ella se vuelve su asistente y después su esposa, logrando una unión feliz y productiva en términos personales y políticos. Con la dictadura, ambos deben refugiarse en la clandestinidad, pero Francisco con un fuerte sentimiento de derrota (no sólo política, sino psicológica) comienza a tener relaciones con otras mujeres, hasta llegar a establecer un amorío más serio con una amiga cercana a Sara. A pesar de que aquí el proceso es descrito con más detalle y queda claro al lector el origen de la problemática, ni el personaje (Sara) ni la autora establecen un vínculo de causalidad entre el derrumbe moral y psicológico de Francisco y su infidelidad, ni tampoco hay una reflexión detallada, como en el caso de los personajes femeninos, sobre la situación interna del líder. De hecho, Sara sólo llega a una conclusión, cuestionarse a sí misma: “FUE CULPA MIA. Es por eso que he cerrado el capítulo del matrimonio. Porque si me enamoro, pierdo toda dignidad (…). Me avergüenzo de la Sara de aquellos años, pues si me pasó lo que me pasó, fue porque yo lo permití.” (Nosotras que… p. 107)
¿Qué alternativas quedan? En cierta forma todas, todas son legítimas: la serenidad apacible y desapasionada de Elena o Ana, el ascetismo de Floreana, la multiplicidad de María, la clandestinidad sexual de Laura. Lo cierto es que ninguna de esas opciones garantiza la felicidad total, pero que el final es abierto a las posibilidades, que el futuro aún no se escribe. Pero el final abierto de ambas novelas no es necesariamente optimista. Las novelas de Marcela Serrano no tienen un “final feliz”. Ni pueden tenerlo. Porque en ellas, si los hombres no conocen a las mujeres, las mujeres tampoco conocen a los hombres. Porque la frontera entre “lo Uno” y “lo Otro”, entre el hombre y la mujer, sigue indemne.
* Todas las citas de Marcela Serrano, son de las ediciones de Alfaguara.
NOTAS
1. Ese mundo “antiguo”, de las solidaridades intragenéricas propias del claustro y la segregación, es también, en un término fuerte, el Origen y el sentido rector que en la tercera novela de la autora (Antigua vida mía, 1995) se representa con un “nosotras” (imagen de todo el pasado femenino) que orienta, aconseja, conserva la identidad, siempre negada pero real, de las mujeres.
2. En Antigua vida mía, Josefa lee (y nosotros con ella) el diario de Violeta, lectura a la que añade sus propias evocaciones, su propia vida, de manera que ambas historias, y la historia de ambas, termina contándose en primera persona.
3. El “mercado” aquí, es el de la búsqueda de pareja formal.
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ENSAYO PUBLICADO EN TROPO 28, PRIMERA ÉPOCA, 2003.