Wislawa Szymborska

Carlos Torres

Para Michele Moreno, guerrera de la luz

Algo nuevo, como un trino,
comienza a gorgotear entre los juncos.
Sinceramente les deseo
que lo escuchen.

W. S.

Seamos arbitrarios y arrogantes; dictaminemos aun cuando el arrepentimiento preceda al hecho culposo: la Academia Sueca ha lavado sus omisiones pretéritas y por venir al otorgarle en 1996 el Nobel de literatura a la poetisa polaca Wislawa Szymborska, pues con ello ha posibilitado que el mundo acceda a una obra que está cambiando cualitativamente el modo de percibir el universo.

            La primera hipérbole es insustancial: ¿a quién le importa la ética de esa Academia? La segunda es lo que nos importa, pues si bien es cierto que hay una deliberada exageración, un tropo clásico de tomar la parte por el todo, además de considerar que una edición de dos mil ejemplares repercute en toda la comunidad hispanoparlante, también es irrefutable que, por ejemplo, las teorías de Einstein trascendieron rápidamente el pequeño círculo de los físicos y se instalaron fácticamente en la realidad de un modo apabullante, si se piensa en la energía atómica liberada.

            Pero las ideas y las palabras desmesuradas tienen poco o nulo impacto en los lectores actuales, por causa del derroche y el mal uso de ellas. Por otra parte, nada más incongruente que acercarse a la poesía de Wislawa Szymborska con este lenguaje obsoleto, exhausto de solemnidad. Así que olvidemos los anteriores exabruptos y comencemos, imitativamente, con nociones sencillas y comunes.

            El Fondo de Cultura Económica ha tenido a bien, seis años después de habérsele otorgado el Nobel a Wislawa Szymborska, editar una antología que, según sus traductores al castellano, Gerardo Beltrán y Abel A. Murcia, uno español y el otro mexicano, “incluye prácticamente toda la obra poética de Wislawa Szymborska a partir de su tercer libro”. Y se comprende fácilmente este punto de partida porque, en efecto, ya dentro de la dinámica de esta antología, podemos advertir que sólo hasta el quinto poemario, El gran número (de 1973), la autora deja de ser una excelente poetisa para convertirse en una de esas pocas voces que, como las de Dante y Walt Whitman, inauguran largos periodos no sólo en la literatura, sino en la historia.

            En cuanto testigo flamante del inicio de esta nueva época, tan claramente demarcada como la Divina Comedia respecto del Renacimiento (es decir, que el tercer milenio será registrado, en la contabilidad del humanismo, por la divulgación de la poética de Wislawa Szymborska), puedo testimoniar que su obra despertó en mí el deseo (y por tanto la posibilidad) de escribir sobre cualquier asunto: tanto los percibidos sensorialmente como los urdidos por la imaginación, incluidas la nada y la acción no acontecida; ello por la irrefutable razón de que Wislawa Szymborska ha podido hacerlo, aunque ella con una genialidad tanto más misteriosa cuanto más sencilla o cotidiana es.

            Esta genialidad ha podido abrirse paso hasta este idioma a pesar de y gracias a sus traductores: “No han sido pocas las ocasiones en las que hemos lamentado que el nuevo traje lingüístico que brindábamos a Szymborska no le permitiera presentarse en todo su esplendor. Sin duda, habrá casos en los que nuestra incapacidad ha sido la única culpable, pero queremos decir en nuestro favor que en la traducción de la poesía de Szymborska al español aparecen, con particular intensidad, muchos de esos problemas que han provocado en tantas y tantas ocasiones que la poesía sea considerada, quizá con razón, particularmente intraducible.”

            Dejemos, pues, que sólo unos pocos privilegiados accedan a esa doble totalidad que es la obra completa de Wislawa Szymborska en su idioma original, porque estamos seguros de que lo esencial de su poesía ha podido ser trasegado a éste y otros muchos idiomas. Y lo esencial de su poesía no son, aunque me gustaría ser refutado, sus giros retóricos cercanos al populismo, o su espléndida ironía, ni siquiera su celebración salmódica de este mundo; sino su capacidad iniciática para que la gente más común (y desde este plano escribo, ya que otro sería impostado) pueda acceder a una visión poético-filosófica de lo cotidiano; ello después de haber leído alguno de sus poemas en los que este poder se halla completamente activado. Es decir, que una vez despertada en el lector su innata y budista capacidad de ver el mundo desde una inocencia recuperada y por lo tanto un mundo radiante, luminoso, transparente, ciertos poemas de Wislawa Szymborska pueden regresar al ámbito de la literatura y de la historia de la literatura: pueden ser degustados, analizados, comparados y finalmente olvidados por un solo lector que no sea declamador profesional, sin que la historia, la gratitud o el humanismo se avergüencen de este olvido, puesto que su función trascendente ha sido cumplida, en concordancia con una sentencia de Valéry que, aunque siempre la cito, no puedo prescindir en esta ocasión de ella: “La literatura, pues, no me interesa en un sentido profundo, sino en la medida en que ejercita al espíritu en ciertas transformaciones, transformaciones en las que los poderes excitantes del lenguaje desempeñan un papel capital.”

            Bajo las premisas de que un acontecimiento intelectual de tal magnitud como el apuntado en relación con la popularidad súbita de la poesía de Wislawa Szymborska no puede ser abarcado ni siquiera esquemáticamente en esta nota subyugada por el entusiasmo y la novedad; y de que a pesar de su aparente sencillez, de su estructura discursiva, de su aspecto anecdótico, no todos los poemas de Wislawa Szymborska contenidos en esta laudable edición castellana fueron accesibles a mi entendimiento precisamente porque se trata de una conciencia abierta a la multiplicidad del cosmos y porque el pensamiento polaco es literalmente otro mundo para mí, me voy a permitir el análisis somero de algunos de esos sus poemas en los que la referida potencialidad iniciática está más contenida.

            En “La ermita”, perteneciente a El gran número, además de que podemos ver ahí tanto la genial sencillez como la típica ironía y el factor anecdótico de la poesía de Wislawa Szymborska, observamos que el verdadero ermitaño, quien en realidad vive alejado del mundanal ruido y bajo los imperativos de una auténtica religiosidad, no es aquel personaje que vive “a 10 minutos del camino / por un sendero ansiado” y al que visita una multitud que suele tomarle fotografías ante un fondo de rosales, sino “una callada viejecita de Bydgoszcz, / a la que no frecuentan más que los cobradores, / (quien) anota en el libro de visitas: / Le doy gracias a Dios / por permitirme ver en esta vida / a un verdadero ermitaño.”

            A pesar de que la celebrada ironía de Wislawa Szymborska está expresa plenamente en lo citado, en un feliz exceso la autora cierra el poema con la inclusión de un perro que se contagia de esa ilusión colectiva (o sansara del budismo) y por lo tanto también cree estar frente a un ermitaño. El dístico final reza así:

            Pero qué pasa con Bari, dónde se metió Bari.

            Bari está echado debajo de la banca fingiendo ser un lobo.

            Aunque esa callada viejecita participa del engaño colectivo, su ingenua fe la salva y la convierte en la verdadera protagonista del poema; lo mismo que el poeta cuando atisba dentro de las apariencias la presencia de lo sublime, esto no separado de las apariencias, sino consubstancial a ellas. Pero para el típico lector moderno, inmerso por cuestiones de época en un razonable escepticismo cientificista, y para el típico lector postmoderno, asido a un nihilismo melancólico, la lección es clara: entre la ilusión colectiva o sansara y la objetividad científica (en este caso de carácter antropológico) se levanta una tercera posibilidad de percepción: la del mero asombro, que puede condescender a la especulación filosófica pero que deja intacto, insoluble, refulgente, el hecho en sí.

            Esto se percibe con mayor nitidez en “El manzano”, también de El gran número. La narradora está “bajo un bello manzano / que revienta de flores como risas” y aunque el árbol está ensimismado, ajeno al ser que le canta, la comunión se da recíprocamente, en la medida en que la imagen proyectada por los dos entes, el humano y el vegetal, se inscribe en un tiempo anterior a la historia, edénico, absoluto, otra vez inocente a pesar de los razonamientos de la narradora, quien se sabe “bajo el inconcebible, como si lo soñara, / o como si todo fuera un sueño, menos él”. Es decir, bajo un milagro y por lo tanto intocado por la especulación, o si se desea igualmente maravilloso, tanto material como metafísicamente considerado. El dístico final refuerza con sentido común esta plenitud original: “quiero quedarme un poco, no regresar a casa. / Volver a casa quieren sólo los presos.”

            Obviamente, como se indica, la protagonista regresará inevitablemente a casa, a la costumbre convencional; pero la autora señala en un poema de su siguiente libro, Gente en el puente (de 1986), en referencia a la muerte: “Lo que alguien haya logrado, / eso, ya no se lo puede quitar.”

            Cabe acotar que esta comunión con la naturaleza, aunque sería más preciso decir con un árbol específico, con un individuo antes que con una abstracción, no tiene ningún nexo con el panteísmo; esta aseveración se hace a partir de otros poemas que definen la posición intelectual de Wislawa Szymborska, quien por otra parte también rechaza nociones religiosas de ultramundo, de inmortalidad personal, de catolicismo y, aparentemente, de un Dios unánime, al declararse atea. Pero aunque sus propios poemas ofrecen más de un indicio para especular si es verdadero tal ateísmo, como ocurre más profusamente en la obra de Borges, no tiene caso internarse en una discusión de antemano infructuosa, ya que la sola veneración del universo dado es ya una religiosidad y tiende a ser la verdadera religión de este milenio, en la cual el problema de la existencia o inexistencia de Dios, como ocurre con el budismo, es un tema que no entra en discusión. Pero ni siquiera el universo dado ingresa en la veneración de Wislawa Szymborska, ya que en algunos de sus poemas prefiere la imperfección terrícola que la perfección cósmica (“el casto frío del universo” en palabras de Thomas Mann) o el sueño perfeccionista de las utopías clásicas, en cuanto anhelo de un cosmos deshumanizado; esto es: despojado de dialéctica.

            Esta preferencia se manifiesta con nitidez en su poema “Elogio de la mala conciencia de uno mismo”, también de El gran número:

            No existe un chacal autocrítico.

            El tábano, la langosta, la tenia y el caimán

            viven como viven y así están satisfechos.

            Cien kilos pesa el corazón de la orca,

            pero en otro sentido es ligero.

            No hay nada más bestial

            que una conciencia limpia

            en el tercer planeta del sol.

            En su siguiente libro, ya nombrado, Gente en el puente, aparece un poema, “Feria de milagros”, en los que éstos son precisamente los hechos cotidianos vistos a la luz de una conciencia que, como la del narrador de En busca del tiempo perdido, o sea Proust, ha despertado a una realidad idéntica a la común pero ya investida de una sacralidad que le había sido usurpada por el exceso de razón, incluida en éste la teología autoritaria, pues los traductores de Wislawa Szymborska apuntan que en sus primeros tres libros esta poetisa se muestra influida por el realismo socialista. Así entonces, para enfatizar precisamente esa recobrada capacidad de percibir el mundo inocentemente, desde un asombro primigenio, antes de que la razón interpusiera gruesos velos a los ojos, citemos uno de los doce milagros comunes que pueblan este poema, en el que vemos cómo ese despertar multiplica una sola imagen milagrosamente común en varios milagros yuxtapuestos:

            Varios milagros en uno:

            un árbol se refleja en el agua,

            su parte izquierda es su parte derecha,

            crece con la copa hacia abajo,

            no puede alcanzar el fondo,

            aunque el agua sea poco profunda.

            O este otro, del mismo poema, en el que la prestidigitación del mago de escenario ha sido suplida por la “magia menor” (Borges) del poeta:

            Milagro sin frac sin sombrero:

            palomas blancas revoloteando.

            En su siguiente libro, Fin y principio (de 1993), Wislawa Szymborska espiga en el poema “Puede ser sin título” una variación de “El manzano”: otra vez se halla bajo un árbol en un estado idílico; pero según la autora “Es un hecho banal / que no pasará a la historia”; y sin embargo, agrega, “puesto que estoy aquí, / tengo que haber venido de algún lado / y antes / haber estado en muchos sitios, / exactamente igual que los descubridores / antes de subir a cubierta”. Y ¿qué descubre? Descubre, le quita su cubierta de costumbre a un mundo idéntico al que tú, yo, nosotros percibimos día con día pero sin detenernos en la contemplación de su extrañeza, comparada frecuentemente con la de los sueños e incluso identificada como sueño, en el que la belleza no es menos asombrosa y deleitable que su enigma. Las dos últimas estrofas de este poema clarifican con plenitud estas inferencias:

            Por alguna causa yo estoy aquí y miro.

            Sobre mi cabeza una mariposa blanca aletea en el aire

            con unas alas que son solamente suyas,

            y una sombra sobrevuela mis manos,

            no otra, no la de cualquiera, sino su propia sombra.

            Ante una visión así, siempre me abandona la certeza

            de que lo importante

            es más importante que lo insignificante.

            Imposible no recordar a Pessoa, sobre todo cuando éste dice que “el Tajo es más bello que el río que pasa por mi pueblo / pero el Tajo no es más bello que el río que pasa por mi pueblo / porque el Tajo no es el río que pasa por mi pueblo”. Pero, así como en Pessoa esta perspectiva proviene de una milenaria tradición, en la poesía visionaria o mesiánica de Wislawa Szymborska se concreta una vieja aspiración humana: la de recuperar exactamente ese tiempo perdido (perdido tanto en la infancia del género como en la del individuo) en el que la realidad se presenta flamante, sugestiva, encantadora, sin que ello implique la desaparición de su dialéctica, de su yin y su yang.

            Como se puede observar, mientras más especulo sobre su obra, más me alejo de lo que considero el legado esencial de la poesía de Wislawa Szymborska. Por ello, es necesario apuntar que mis días después de su descubrimiento están enriquecidos no sólo por el recuerdo y la frecuentación de sus poemas, sino más intensamente por la percepción de un mundo de súbito más elocuente, más cantarín, más sugestivo. Y sin que se le pueda atribuir ninguna responsabilidad a Wislawa Szymborska en la sala del crimen de la República de las Letras, he cometido con fluidez más de una imitación de su estilo. Las copias son malas, pero el original es excelente.

            Así entonces, aprovechando este alejamiento del centro, digamos que Wislawa Szymborska / Poesía no completa fue terminada de imprimir en septiembre de 2002; que cuenta con un prólogo de Elena Poniatowska, por muchas razones la persona más indicada para ello; que cuando la prensa divulgó la noticia del Nobel de Literatura 1996, por dos calificativos aplicados a su poética, ironía y sencillez, adiviné que la obra de Wislawa Szymborska me iba a gustar, pero no sabía cuánto. Previamente, la lectura de Que devore la langosta el jardín, extenso e intensísimo poema del polaco Edward Stachura, me anticipó algunos giros de Wislawa Szymborska, no sé si porque ella influyó en él o él en ella o porque pertenecen a la idiosincrasia polaca; pero ello habrán de dilucidarlo los estoicos de la investigación literaria (tan estoicos como los traductores y los editores) y no creo que tenga mucha importancia, comparado con el efecto de la poesía de Wislawa Szymborska en la historia globalizada.

            En términos de poesía filosófica, género que me fascina, esta antología de Wislawa Szymborska contiene varios de espléndida factura: “La cebolla”, “El número pi”, “En el río de Heráclito”, “Conversación con la piedra”. Sin embargo, elijo uno de corte sentimental como muestra (ver página siguiente), porque en él se observa, aunque en este caso groseramente, la celebrada ironía de esta poetisa, así como un rasgo de ternura semejante al que preside “La ermita”.

ENSAYO PUBLICADO EN TROPO 29, PRIMERA ÉPOCA, 2003.

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