Felisberto Hernández. Homenaje de una cocodrila de lágrima tímida

Karinna Maich

“Hay otros momentos que me toman tan desprevenido
como si me diera vuelta y viera en el sentido opuesto
de mi camino, una imprecisa y larga sombra;
después esa sombra se cambia y nunca acierto
a prever de dónde viene la luz y hacia donde
va mi sombra”

Felisberto Hernández

EN EL CINE SE ENCIENDE LA CHISPA

Mis pasos me dirigieron hasta la boletería del cine. Luego, mientras yo pagaba la solitaria entrada —muda confesión de un pleito con aquel hombre que siempre me acompañaba, pero esta vez se había quedado en casa, enfurruñado tras las páginas de un libro—, mis pasos me abandonaron y se metieron, presurosos, a la sala. Corrí tras ellos, pero cuando los alcancé, ya estaban parados delante de una butaca en la última fila. La función acababa de comenzar, así que no tuve tiempo para llevármelos a un lugar desde donde se viera mejor la pantalla —evidentemente, no compartíamos el mismo punto de vista.

            Siempre había pensado que ese lienzo extendido delante de los espectadores era como una gran sábana blanca que descubría, con impudicia, las almas de los personajes, sus esperanzas y sus miserias; y permitía que los cuerpos, morbosamente desnudos, se deslizaran por su tensa superficie sin posibilidad de ocultar su pudor entre los pliegues.

            Los nombres de los estelares ya se elevaban sobre el lienzo con ritmo de organillo. La banda de sonido se escurría por las paredes acolchonadas de la sala. La oscuridad permanecía estática como un espectador respetuoso.

            El filme coloreaba las caras de los demás espectadores y la mía, que ya había dado a luz (¿debería decir a oscuridad?) un par de sonrisas, cuando uno de los parlamentos se deslizó por mis orejas, sacó chispas por encima del cerebelo y me encendió la memoria: “…compre medias Ilusión. Después de todo, ¿quién no acaricia, hoy, una media Ilusión?”. La docena de palabras activó una serie de resortes que sacaron a flote un nombre: Felisberto Hernández.

            La primera vez que oí ese nombre patituerto pensé que así deberían llamarse todos los enemigos: Felisberto. Pero las chispas no fueron ocasionadas por la fealdad del apelativo, sino porque esa irónica reflexión fue tomada del cuento “El cocodrilo”, escrito por Felisberto Hernández, narrador uruguayo fallecido en 1964, cuyo centenario se recordó en octubre.

            El escritor mexicano Juan Villoro había realizado el libreto de esta cinta1 de corte urbano donde los protagonistas viven, durante una jornada completa, una odisea en la selva de cemento defeña para alcanzar al ser amado al otro lado de la ciudad, sobre la mismísima Cabeza de Juárez. (Ya había trascurrido media película cuando pude comprender que el de Villoro no era plagio sino homenaje al uruguayo, uno de sus favoritos, según él mismo reconoce).

            Los amantes habrían de sortear toda clase de peripecias para llegar al último cuadrito de celuloide —allí se encontraba la virtual Cabeza de Juárez— y finalizar la película que, como toda comedia romántica, terminó con fuegos artificiales que explotan en el pecho. Mi despedida de la sala fue menos efectista: mis pasos vinieron a recogerme y me sacaron de la sala en penumbras.

            Yo empezaba a pensar en Felisberto.

NI EN SU CASA LO (RE)CONOCIERON

            Claro, usted me podrá decir que nunca oyó hablar de Felisberto Hernández. No se preocupe si no lo conoce, mi amigo. La fama —esa dama de vida galante— nunca acogió en sus brazos a este escritor uruguayo, ni dentro ni fuera de su país. Recién hace pocos lustros, la historia —dama, esta sí, juiciosa, aunque algo miope y sorda— le ha comenzado a hacer justicia. Esto es muy lógico, si atendemos al buen amigo Cortázar, quien afirmó que el uruguayo nunca escribió novelas: “Felisberto es un gran desconocido todavía. Me pregunto si en el Uruguay, salvo los llamados intelectuales, el público conoce a Felisberto, un cuentista genial y, como Arreola, un hombre de una modestia infinita. ¿Sabe que se ganaba la vida tocando el piano en los cafés, y le importaba un bledo el prestigio literario? Escribía sus cuentos (algunos se han salvado por milagro porque se los había pasado a un amigo en manuscrito) y luego quedaban olvidados en un cajón. Bueno, Felisberto tampoco escribió una novela; escribió unos cuentos largos pero ninguna novela; si la hubiese escrito sería mucho más famoso.” 2

            Decir que nadie es profeta en su tierra, sería utilizar un lugar común, acto imperdonable al hablar de un cuentista que detestaba los lugares comunes3, que se caracterizaba por hallar la frase insólita, por insuflar vida a los objetos para que ellos convivieran en armonía, o pelearan, o se hicieran arrumacos a la sombra del arrebato melancólico de las palabras no dichas. Felisberto se apodera de las palabras, las sonroja, les levanta la falda para relacionarlas en coitos ocultos y perversos, las hacer parir nuevos conceptos.

            Yo no sería uno de los húsares de su obra, si no fuera porque en la escuela de arte dramático, donde estudié, me transformé en la señora de la falda verde, ese personaje sin rostro pero que entendía de penas porque había tenido hijos, la que infundía confianza al “hombre con lágrimas de cocodrilo” para hablar de lo que ella suponía angustias de amor. Ese fue mi primer acercamiento a la obra del autor de pasajes geniales: “Al silencio le gustaba escuchar la música; oía hasta la última resonancia y después se quedaba pensando en lo que había escuchado. Sus opiniones tardaban. Pero cuando el silencio ya era de confianza, intervenía en la música: pasaba entre los sonidos como un gato con su gran cola negra y los dejaba llenos de intenciones.”4

            Por aquellos años en la escuela de teatro, finales de los 80, yo no sabía que aquel hombre robusto que era capaz de repetir dos y tres veces su platillo favorito, aquel “genio increíblemente polarizado, torpe para todo aprendizaje de cosas que íntimamente no se fundieran con su arte”5, era —en palabras del propio Ítalo Calvino— el “exponente más brillante de la literatura fantástica de su país” (Uruguay).

            No sé por qué, pienso que Felisberto se hubiera reído de mí. Se habría salpicado el deformado traje de rústica tela gris verdosa —que usaba con más frecuencia de la que él mismo hubiera querido— con carcajadas contundentes y filosas que luego se sacudiría con la mano. Ese descarnado e inescrupuloso observador de la vida que transita dentro y fuera del espíritu, se hubiera reído de mi falta de pericia al dejar escapar todos los hilos que podrían haberme conducido a conocerlo un poco más: después de varias llamadas para concretar una cita, Paulina Medeiros, su tercera esposa, no pudo recibirme por problemas de salud; Idea Vilariño, la poeta, estaba muy ocupada; en Ana María Hernández, hija del propio Felisberto, podría haber descubierto un rasgo, un gesto de familia (pero ahora sólo recuerdo una vaga anécdota, contada por ella en la escuela de teatro: su padre era un hombre que había olvidado el almidón de las buenas costumbres en el bolsillo de un vestido de alguna de las “Hortensias” 6, y se atrevía a hablar con la más absoluta frialdad acerca de un niñito muerto que había visto en algún hospital escuela o en la morgue). Pero mi juventud indolente adelgazó las posibilidades de conocerlo a través de versiones de primera mano. Felisberto no me lo hubiera perdonado; justo él, un hombre a quien lo único que importaba era “el extrañamiento, la indecible toma de contacto con lo inmediato, es decir con todo eso que continuamente ignoramos o distanciamos en nombre de lo que se llama vivir.” 7

            Pese a su nombre, que lleva implícita la felis (c) idad, creo que Felisberto no fue feliz. Fue pianista. Impartía clases y daba conciertos (tema en varios de sus cuentos). Inclusive compuso obra propia, como “Borrachos”, “Marcha fúnebre”, “Festín chino” y “Negros”. Durante una de sus malas rachas económicas terminó vendiendo el piano y quitándose un peso de encima. Fue empleado público varias veces. Eso le proporcionaba cierta estabilidad económica y lo abrumaba en el mismo grado. “Sus ojos oscuros trasmitían la amargura y extravío que yo apreciara en fotos de Poe, pero sin el rictus trágico de la boca”.8 Inventó su propio lenguaje taquigráfico. A instancias del escritor Jules Supervielle9, a quien Felisberto había colocado en un pedestal inalcanzable —como había hecho antes con el filósofo Carlos Vaz Ferreira10— consigue una beca para Francia. Vive dos años en un París devastado por la guerra, “flotando a espaldas de conflictos que no le atañían personalmente” 11, al margen de la vida literaria, sin poder manejar con fluidez el idioma y sin lograr fruto alguno. Su mayor cosecha fue enamorarse de la viuda de un combatiente español.

            También incursionó en el teatro. En 1959 —quienes pintan canas recuerdan las catastróficas inundaciones que afectaron al Uruguay en aquel año— el grupo de teatro independiente Club de Teatro vivía una de las temporadas más exitosas de su trayectoria con la obra “Caracol Col Col”. Uno de los números era dedicado al cine mudo. El director recordó que Felisberto, en su juventud, había sonorizado películas, en vivo, como se hacía en las épocas del cine mudo, lo que requería un estilo muy particular de interpretación, difícil de conseguir, y le pidió asesoramiento. Así lo cuenta quien compartió escena con el pianista, el reconocido actor Berto Fontana12: (a Hernández) “…se le solicitó orientación. Felisberto vino a un ensayo y se quedó con nosotros durante toda la temporada y en medio de las lluvias y las inundaciones nunca dejó de asistir a una función. Sentado en un rincón del escenario, la más iluminada personalidad de la literatura uruguaya también colaboraba con el teatro independiente.”

            El cuentista, al igual que varios de sus alter egos literarios, protagonistas de casi todas sus narraciones, albergaba una sensación de derrota perenne que encubría con un cinismo —para su suerte— privilegiado. Dice Ida Vitale13: “El humor de que a veces hace gala y el reiterado augurio de que con el próximo concierto comenzará una serie de actividades exitosas y bien pagadas, no llegan a encubrir la amargura y la fatiga. Es admirable el tesón con que Hernández arrostra el desinterés, la mediocridad de ambientes que poco tienen que ver, no digamos con el arte, sino con una mera convivialidad culta, mientras intenta salvarse mediante la lectura. Habiendo conocido a Felisberto, no es difícil imaginar cuánto de su personalidad tiene origen en la necesidad de disimular aristas decisivas de su ser para hacerse aceptar, caer bien, convencer, imponer sus hambrientas necesidades como necesidad de los otros.”

INSÓLITO, COMO SURGIDO DE UN CUENTO PROPIO

            Felisberto Hernández conoció el amor varias veces; y el desamor, varias y una más. La maestra María Isabel Guerra, la pintora Amalia Nieto, la novelista Paulina Medeiros, María Luisa Las Heras, la profesora Reyna Reyes y la señora María Dolores Roselló fueron sus mujeres. Pero esta no es una mera enumeración. Simples progresiones numéricas no cabrían en la obra de quien fue definido por algunos como “el poeta de la materia”. Él no hubiera perdido tiempo en nombrar objetos que no fueran de utilidad para crear las atmósferas surrealistas de sus cuentos. “No deje que la ansiedad, esa picazón del alma, se le encarame por la espalda, mi amigo —habría dicho el maestro—. Preste atención a los detalles, esos gusanillos capaces de comerse al objeto del que surgieron.” Si bien cada una destacó en su carrera y todas tuvieron importancia en la vida del cuentista, la cuarta mujer, sin título profesional ni civil, fue, nada más ni nada menos, que agente secreto de la KGB. “La responsable de la KGB para toda América del Sur vivió en Uruguay entre 1948 y 1967. Se llamaba África de las Heras, pero todos la conocieron como María Luisa. Era española, pero declaró que ‘mi patria fue la Unión Soviética’. Se tiró en paracaídas en Ucrania en la 2da. Guerra Mundial, era especialista en radiocomunicaciones y participó en el asesinato de León Trotsky. En Francia conoció a Felisberto Hernández. Se casó con él y obtuvo la ciudadanía uruguaya. Vivieron juntos menos de dos años. Era callada, no hablaba de política y le gustaban los niños. Sus amigos uruguayos nunca supieron que María Luisa, o África, o Patria —su nombre de guerra— estaba en Uruguay trabajando para la KGB. Felisberto Hernández tampoco. Ella murió en Moscú el 8 de marzo de 1988, cuando la Unión Soviética estaba a punto de desintegrarse. Está enterrada en un cementerio de Moscú. La lápida la recuerda como ‘Coronel’. ”14

            Desafortunados desencuentros, horas de lectura, de relectura y otra más; el placer de sumergirme en las atmósferas de sus cuentos como quien aprieta la nariz y deja que el mar le invada, son los eslabones de una cadena que me une literariamente con este escritor que afirmaba: “…yo tengo como un proceso de amistad con las palabras: primero me hago amigo directo de ellas; y después me quedo muy contento cuando se me aparecen juntas, dos que nunca habían simpatizado o se habían atraído en algún lugar de mi alma no vigilado por mí. Y me da una sorpresa encantada al verlas aparecer juntas y sabiendo que se habían hecho amigas.”15

            Sin embargo, es en “el cocodrilo”, el concertista vendedor de medias de mujer, en quien me reflejo. Ese artista agobiado por tener que emplear su tiempo en tareas que le permitan subsistir, “disimulando aristas decisivas de su ser” para agradar al comerciante a quien le venderá sus productos, impotente ante la indiferencia de éste, desesperado frente a su negativa; ese artista que, sin querer, descubre que llorando genera lástima en el comprador y, conmovido, el comerciante compra las medias. Pero, a diferencia de “el cocodrilo”, mis lágrimas tímidas no se muestran ante desconocidos. TROPO

Notas:

1) Vivir mata (2001), protagonizado por Daniel Giménez Cacho y Susana Zavaleta.
2) Tomado de la revista 7 Días (abril, 1973). Entrevista de Hugo Guerrero Marthineitz con Julio Cortázar.
3) “Jamás entró en modas y detestaba las frases hechas. Por tratarse de una tierra sin cultivo, pero fértil, sin influencias anteriores excepto las formas filosóficas que amaba, FH logró desenvolver su profunda originalidad… Expatriaba objetos y vocablos… Siendo autodidacto, sólo tenía su refinado sentido musical y éste lo sensibilizaba hasta la exasperación mientras componía sus relatos. Felisberto Hernández y yo, epistolario en el que la novelista Paulina Medeiros, su tercera esposa, reúne más de 120 cartas que intercambió con el escritor. P. 15
4) Fragmento del cuento El balcón, Editorial Lumen.
5) Felisberto Hernández y yo, de Paulina Medeiros, p. 21
6) Hace referencia a alguna de las muñecas-mujeres del cuento Las Hortensias.
7) Tomado del prólogo de La casa inundada y otros cuentos, Editorial Lumen, 1975.
8) Paulina Medeiros, su tercera esposa, en el prólogo de su libro Felisberto Hernández y yo.
9) Jules Supervielle. Poeta francés nacido en Montevideo en 1884. En su obra tiende a humanizar lo maravilloso. Entre sus libros más destacados se encuentran Poemas del humor triste, Brumas del pasado y Gravitaciones.
10) Carlos Vaz Ferreira. Filósofo uruguayo (Montevideo, 1872-1958). Su pensamiento evolucionó desde posiciones positivistas al vitalismo. Publicó, entre otros, Lógica viva (1920) y Racionalidad y genialidad (1947)
11) Paulina Medeiros. Op. Cit., p. 21.
12) Memoria en dos actos, Roberto Fontana, 1988.
13) Ida Vitale. Poeta y ensayista uruguaya (Montevideo, 1923). Actualmente radica en Austin, Texas. En México integró el Comité Asesor de Vuelta y fue fundadora del periódico unomasuno. Publicó, entre otros, Fieles, UNAM, 1982; Entresaca, Oasis, 1984; Léxico de afinidades, Vuelta, 1994; Procura de lo imposible. F.C.E., 1998.
14) Revista “3”. Uruguay, agosto de 1998.
15) F. B., en carta dirigida a Paulina Medeiros. Op. Cit., p. 39.

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ENSAYO PUBLICADO EN TROPO 27, PRIMERA ÉPOCA, 2002.

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