El Sarcastiricón, de Raúl Cáceres Carenzo

Benjamín A. Araujo Mondragón

El Sarcastiricón es un anhelo de lector, y de autor, que consiguió urdirse al paso de los años. De lector, del autor de estas líneas, porque contengo empatía profunda con esa veta constante en la obra poética de Raúl Cáceres Carenzo, prácticamente descubierta desde el momento mismo en que, como lector, se me reveló la presencia de esa voz lírica singular, hace casi tres décadas. Del autor porque, desde hace poco más de tres años en que le expuse al poeta la idea de reunir sus textos satíricos, sarcásticos, sardónicos, observé un entusiasmo compartido inmediato.

Tal coincidencia de opinión, en el sentido de que valía hacer este esfuerzo compilador, propició que este libro, siendo como es fundamentalmente obra del compilado, e idea del compilador, haya surgido de una tarea realizada al alimón. Quiero decir pues que eso explica, para mayor mérito del libro, que hubo oportunidad en esa relación con RCC, que él corrigiera varios de los textos aquí antologados, así como la inclusión de algunos otros, inéditos, que el seleccionador, en algunos de los casos, ni siquiera conocía, sea porque son muy recientes o ya debido a su ausencia en publicación alguna; en otros casos se trató de textos que hubieron lugar en impresos de circulación muy restringida o, simplemente, conocidos de un círculo muy cerrado de lectores, amigos del poeta de Halachó.

Estoy convencido de que esta veta cacereana no es, desde luego, la de más altos vuelos en la creación del escritor que hoy nos ocupa, ni que sea lo poético destacable del creador de estos textos: adivino que para algunos almidonados o demasiado estrictos consigo mismos en el rigor analítico, la poesía que toca estas cuerdas carece de prosapia como para ocuparse de ella, y podrían afirmar sin empacho que valdría más que estos textos yacieran en reposo, en resguardo o francamente en la desmemoria. No comparto esa opinión: Cáceres Carenzo está incompleto en una retrospectiva de su obra si no se cita y retoma este vasto campo que nos habla, sin recato alguno, de una inteligente capacidad lúdica que llega a amplias posibilidades, tantas como hacer cimbrar el arpa de la autocrítica para dibujarnos sus orígenes, vitales y poéticos, de la misma manera que para representarnos una escala de valores determinada —y muy definida— para negar la realidad, enemistada por definición con la poesía y, por ende, susceptible de ser desmadejada desde sus raíces más íntimas con la sanísima risa, a veces en silencio, en otros momentos a carcajada. Eso es lo que se merece como trato la tal realidad. RCC decide aplicarle ese tratamiento poético por ser tan chata, tan ñoña, tan pobre, tan soberbia, tan cursi o tan ridícula —según el caso—; o varios en uno. Otrosí, ¿alguien podrá negar que la poesía, como la creación artística en general, tiene basamento primigenio en nuestra capacidad de juego, y de goce lúdico?

Hay una dualidad vibrante en estas líneas reunidas ahora; por un lado, y en primer lugar, el ejercicio de quien ha dedicado su vida entera a la literatura, dramaturgia y poesía, con tan particular apego a esta última que el ejercicio de la primera está impregnado del ethos poético. En segundo sitio, sin desmerecimiento por el lugar que puebla, la práctica de la crítica, muchas veces tan inusual de suele aceptarse como condición de la literatura la asepsia, en desdoro de un principio libertario que es inherente a la literatura en general, a la poesía en específico.

Además, cabe agregar: no se trata en esta compilación de facilismos verbales. Se trata de un oficio escribano, acaso de arte menor, pero no por ello de descuido y desgaire; hay en estas líneas, y reto al lector para que lo localice o me desmienta, calidad lingüística, grado de dificultad creativo, poder épico, lirismo, apego a la tradición y renovado esfuerzo por innovar sin que se trate de un movimiento forzado o artificioso.

No se trata de que intentemos calcar a destiempo lo que no corresponde. Es decir, queda claro que no se pretende suponer, como lo hicieran hace ya mucho tiempo nuestros escritores románticos, que la literatura tiene como objetivo fundamental la tarea del pedagogo en las masas; no se trata de suponer que sus fines civilizatorios entre el pueblo deben llevar al poeta a poner su obra al servicio de estrategias pervertidas, que lo son en todo caso las cortesanías de cualquier signo; pero tampoco se puede caer en una visión, no menos anacrónica, de las vanguardias de la primera mitad del pasado siglo XX, en el sentido de que esta tarea es etérea y, por consecuencia, no deberá ser tocada ni de paso por la vida verdadera. O, peor, suponer que la vida, la otredad, se esconde en el entrelineado de un verso o una estrofa. Pudiera ser: asoma; pero muy otra cosa sería decir ahí está, no sin riesgo de crear una metafísica poética —vaya terminajos.

A esta altura temporal de la obra poética que aquí abordamos (y me refiero a la totalidad de la producción cacereana; no sólo a una veta), se precisa de un intento compilador que permita una visión de conjunto. Sólo de ese modo podrá darse la justicia poética que estos textos exigen por sí y para sí. Las dificultades inherentes a un trabajo de esta naturaleza se conectan con todos los vicios y las virtudes de nuestro entorno; no hay duda cuando aseveramos que, al paso de los años y la forja de una obra, en cualquiera de los campos creativos del arte, pero con mayor pujanza en la literatura, se crea un mar de silencio, el desierto del ninguneo que es peor que una condena. Detrás se esconde oculta, en el fondo de la cueva, en veces barroca y hasta churrigueresca, una bestia babeante y vil: la envidia.

Esta madura obra que nos ocupa ha recibido, no obstante, islotes de reconocimiento. Otra vez me adelanto: algunos pensarán que es obvio recordarlo; ya se sabe. Pero hay que decirlo: el reconocimiento está documentado, sobreviene, es el caso concreto para esta poética, por parte de voces creadoras que son también criterios —Rubén Bonifaz Nuño, Orlando Guillén, José Emilio Pacheco, Enriqueta Ochoa, Juan Domingo Argüelles, Juan Cervera, Francisco Valero, Javier España, Alfonso Sánchez Arteche y para qué le sigo; apenas he citado de memoria—, por eso mi insistencia en que ya es tiempo de abordar esta tarea.

Sea pues esta compilación un trabajo inicial, a la vera de que se convierta este intento en un preámbulo para la poesía reunida de Cáceres Carenzo que tanto le entusiasma a él en lo personal, y en lo que desea participar con denuedo, en afán, según sus palabras de que el trabajo antológico sea “…un poco a mi gusto en todo…”, como parte del cumplimiento de “…un propósito de años recientes y (que) obedece a la convicción que me da cierta edad…”; pues Raúl avizora: “…Dentro de algunos años ya no podría ser (yo) quien se encargue de esto…”. Ya el tiempo habrá de encuadrar la calificación que se merezca el esfuerzo.

Es evidente, con permiso de Petronio, que el título del libro grita contra la solemnidad y a favor de su contenido. La sátira, bien vale recordar a Góngora, es una composición poética u otro escrito cuyo objeto es censurar acremente o poner en ridículo a personas o cosas 1; el sarcasmo es burla sangrienta, ironía mordaz y cruel con que se ofende o maltrata 2; la sardonia es una risa burlona que imita a la risa verdadera, pero sólo la imita porque contiene algo de dolor; el burlador padece con aquello de que se burla.

Mucho hay de esos tres elementos en lo que en este librito se compila. Desolación, rabia, desencanto, incomodidad, molestia, gozo, salud, ansia de reivindicación, pero sobre todo capacidad de juego.

Define Raúl Cáceres Carenzo en Oda asaz tardía al estridentismo:

La sátira es —tú bien lo sabes—
un enconado homenaje involuntario.

Satírica en sí misma, la definición retoza en su campiña; ha logrado apoderarse de un territorio que no abandonará y se atreve con placer y saña con todo, y contra todos: comenzando por el propio autor, el primer objeto del sarcasmo es la palanca que lanza la piedra; eso, a su vez, le otorga calidad ética suficiente para afilar al canto de sus armas y, a condición de demostrar destreza, en este estricto caso verbal, le concede la capacidad posible de ascensión a un estadio utópico; la atalaya desde donde mira el texto satírico o sarcástico, o una combinación de ambos, merece un plano de inteligencia para que el escupitajo no caiga en la cara por haber querido ensalivar al sol.

La sátira, más que el sarcasmo, lleva implícita la necesidad de inquirir; eso humaniza la acción de satirizar, ¿no es acaso el hombre, el auténtico, el pleno, un ser que se define en su grandeza por las preguntas que implica su estadía en la tierra?, ¿no es acaso la poesía precisamente inquisición, pregunta tras pregunta?, ¿no son eso, y no otra cosa, los que llamamos eternos temas de la poesía y que podemos contar con unos cuantos dedos? Por eso, la ironía que implica el sarcasmo poético se separa de la disidencia política y por, tanto, carece de la amargura que implica la militancia no poética.

La poesía milita en la utopía. La anti-utopía que supone toda realidad humana, por ser realidad nada más —los matices ya son asunto del ensayo sociológico—, topa con discurso monocorde que es comunión, al mismo tiempo: la poesía es reacia a la realidad como principio de entumecimiento o uniformidad.

¿Calla la realidad a la poesía? No es una regla, pero ocurre. Sí, pero no siempre. Sucede que la sátira se adelanta a esa posibilidad, antes que el silencio: documentar la burla como una manera de desarmar a los desalmados. Dar alma es asimismo función de la poesía. Animar a los desalentados, o animar, en cuanto proveer de alma, a aquellos que carecen de espíritu; por eso no resulta insensato suponer que la poesía es, en muchos sentidos, la voz de los silentes, de los enajenados; lástima, muchas veces lástima, que ellos no lo sepan, no lo descubran las más de las veces. Lástima, que no estén capacitados para saberlo y para leerlo en un poema que ahí les espera, les está destinado.

Salvador Novo, Efraín Huerta, Marco Antonio Montes de Oca, Juan Bañuelos, entre otros, resultan peso específico suficiente para localizar un salto al pasado siglo XX mexicano proveniente, con toda legitimidad, de la sátira y el sarcasmo poéticos venidos de la mejor cepa del Siglo de Oro Español, con Francisco de Quevedo, pero sin convento de san Marcos de por medio, para fortuna de las letras mexicanas.

No quiere esto decir, desde luego, que Leopoldo Lugones o Ramón López Velarde, grandes entre los mejores, por carecer de esa capacidad burlesca y posarse en el intimismo, dejen de ser patrimonio de los burlados de la tierra. No es eso lo que aquí digo: el testamento compartido es, primero, la poesía; lo otro, es una añadidura que no le cae nada mal a quien sabe del atropello de la vida, con nombres y apellidos, o señas y trazos, según sea lo que se aborde.

Parece contradictorio lo que hasta aquí se expone, pero no lo es. Me parece que la apariencia se centra en un asunto simple: la poesía es la parte menos socializada de la literatura; pero al interior de la poesía, como un subgénero, la sátira parece darse a la tarea de crear ventanas, abrir túneles e inaugurar pasadizos para rozar, o fingir, una socialización que, a fin de cuentas, le es ajena.

Pero basta de rollos. Pase usted, lector, la puerta está abierta y es ancha. El Sarcastiricón, de Raúl Cáceres Carenzo, le recibe con el arma afinada: nomás tenga cuidado: que le aproveche. *

* “Portón” del libro El Sarcastiricón, de Raúl Cáceres Carenzo, publicado por el Instituto Quintanarroense de Cultura. Se reproduce con autorización del editor.

(1) Enciclopedia del idioma, Martín Alonso. Editorial Aguilar. Segunda reimpresión, 1982.
(2) Ibid.

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RESEÑA PUBLICADA EN TROPO 27, PRIMERA ÉPOCA, 2002.

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