Marien Espinosa Garay
Con el mismo vestido ridículo de hace casi quinientos años, hoy me presento otra vez ante ustedes, mis adictos admiradores. Yo sé que muchos simularán no conocerme y saldrán de esta asamblea indignados, quizá a mitad de mi discurso. Pero juraría que en el fondo de sus corazones todos se han alegrado al verme subir a esta palestra, como lo demuestran sus sonrisas sinceras, veladas o burlonas. Es verdad que luzco rasgado el traje, y no por pobreza, sino en un intento de ponerme a la altura de los tiempos y mostrar algo de la epidermis que no por estar raída deja de ser suculenta. A La Locura se le permite cualquier cosa, y yo siempre he tomado ventaja de ello.
Quiero prodigar un nuevo discurso sin razón alguna, pues La Locura es la reina de las sinrazones y jamás justifica sus actos. Mi primera alocución ha circulado como un best seller desde el s. XVI gracias a uno de mis más queridos seguidores, el loco Erasmo, y es que tuvo a bien llevarlo a las prensas con tan gran fortuna, que es más recordado por este desatino que por sus obras sesudas y enciclopédicas, lo cual demuestra que el mundo sigue tan loco como entonces y como siempre. 1
Antes de comenzar mi discurso, quiero presentar a mis ingenieros de imagen, que así se llama ahora al séquito de cortesanos que rodea a los príncipes, y yo, créanlo o no, impero en el mundo con atributos regios y casi divinos.
Como hace ya muchos años, os presento a mis nueve musas: la Ignorancia es la primera que véis aquí, pero ahora os costará reconocerla, pues ha cambiado sus modales y se viste de sabia doctora, catedrática, jurisconsulta y política. A un lado de ella notaréis a la Embriaguez, quien para estar acorde con los tiempos hoy también se llama Narcodependencia. La gran Narcisa sigue conservando su aire altivo, pero se muestra sudorosa pues no deja de ejercitarse en los aerobics, las pesas y los pentatlones; aquella otra, la de mirada sonriente, se llama Adulación o Lambisconería, que para el caso es lo mismo. Esta que sigue aletargada y dormilona lleva por nombre Olvido. La despatarrada sobre la butaca es la Pereza, la que veís desnuda en impresos y carteles es la Voluptuosidad, la de los ojos extraviados sigue siendo la Irreflexión, y como el departamento de la Molicie se ha integrado al de la Pereza en un intento por hacer eficientes mis recursos, hoy presento a esta empresaria tan antigua como poco reconocida, la Estupidez, con su gran sonrisa.
Debo confirmar, para que no se me acuse de sexista, que también cuento con dos colaboradores del sexo masculino, quienes a través de las centurias se han convertido de pequeños angelillos alados, en grotescos seres tragicómicos. Ellos son: Morfeo, gobernante de los sueños diurnos y nocturnos, y Tragaldabas, quien no cesa de comer, usar, desperdiciar, ni comprar porquerías en todo momento.
A diferencia del discurso pretérito, hoy no tronaré contra religiosos, mujeres y testas coronadas. Porque quiero en primer lugar hacer un reconocimiento a los escritores, que al filo de los siglos no han cambiado un ápice y siguen siendo mis más leales súbditos.
Y es que nunca como hoy existen escritorzuelos que buscan la fama componiendo ensayos, cuentos, novelas y poemas, y esto no sería tan grave si no intentasen llevar sus devaneos a una imprenta para convertirlos en libros, sin siquiera consultar un diccionario de ortografía. Todos ellos son mis deudores, especialmente los que cubren hojas y más hojas de obscenidades, que al final de cuentas nadie lee pues en este nuevo milenio todos evitan fatigar la retina con las letras.
Por el contrario, me causan más lástima los que escriben doctamente para agradar a un corto número de eruditos, porque viven en continua tortura: añaden, modifican, quitan, vuelven a poner, rehacen, aclaran y conservan su maltrecho manuscrito veinte años antes de decidirse a publicarlo, y aún así nunca están satisfechos. Como dije antes: “Todo ello sólo para obtener la fútil recompensa de las alabanzas de unos pocos, logradas con vigilias, fatigas, sudores e infinitos trabajos. Agréguese a esto la pérdida de la salud, la ruina del cuerpo, la ceguera, la pobreza, la envidia, la privación de placeres, la vejez prematura, la muerte anticipada y otros incontables sufrimientos. Grandes males, que el sabio cree compensar con la aprobación de otros míseros como él” 2.
Afirmo lo que dije hace mucho tiempo: mi favorito es aquel que publica obras ajenas con su propio nombre y que con sólo copiar se apodera de la gloria de otro. Sin embargo, el escritor que me rinde un culto ciego, porque es mucho más dichoso, es quien sin esfuerzos ni autocríticas escribe todo lo que se le ocurre sin detenerse a pensar en nada sino en su propio placer. Él sabe perfectamente que cuantas más necedades escriba, más ha de satisfacer a la mayoría de su público, ya sea culto o ignorante, porque la estulticia es el signo común de los mortales, y cualquiera que lo niegue lea las noticias del periódico de hoy.
Lo que todos buscan con mayor o menor acierto es que el vulgo, al verlos pasar, los señale y diga: “¡Mirad, es el célebre Fulano!”. Esto es para ellos el colmo de la dicha. Asimismo, es de notar que nadie entiende por qué los títulos de los textos nada tienen qué ver con el contenido de los mismos. Reitero que resulta gracioso verlos alabarse uno al otro con epístolas, poesías y dedicatorias, especialmente en la ceremonia de la presentación de sus obras, donde se les compara con modernos Hesíodos y Homeros haciendo gala de una exageración sin límites. Pero el mismo adulador emprenderá una lucha a muerte si el glorificado no ensalza a su vez a su pródigo colega. En fin, para terminar con los escritores, diré que lo más insensato que pueda hacerse es, como en este texto se intenta, tratar de parafrasear a alguien tan encumbrado y maravillosamente loco como mi consentido Erasmo.
Por lo antes dicho, en esta ocasión mi discurso será corto. Sobre todo, porque a partir del renacimiento los hombres y mujeres modernos han profundizado en el estudio de La Locura, y gracias a sus esfuerzos me conocen un poco mejor, aunque esto no los haya beneficiado gran cosa. Debo admitir que el arte ha brindado portentosas obras literarias muy ilustrativas a este respecto, como el nunca suficientemente ponderado e ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, aquejado de una locura bendita. También es preciso mencionar a los locos amantes Romeo y Julieta, de dulce, aunque infeliz recuerdo, a los perversos esposos Macbeth, al loquísimo Don Juan que invitó a cenar a un muerto, y dejo de enumerar o venceré de fatiga al auditorio.
Sin embargo, con el desarrollo de las ciencias, aparecieron los psiquiatras y psicólogos que, en algunos casos, compiten por mis favores con sus pacientes. Freud, Jung, Adler, Watson, y otros irreverentes eruditos han hecho vivisecciones con mi real persona, además de toda clase de groserías, por lo que sus discípulos deberán esperar mi revancha el día menos pensado. Lo juro, nunca perdonaré a estos malandrines de marras, quienes se complacen en colgarme etiquetas feas y vulgares, llamándome a veces esquizofrenia, otras síndrome maníaco-depresivo, a veces paranoia y otras fobias, histeria, neurosis, hipocondria, oligofrenia, psicosis y en medio de tantos nombres, ya ni ellos mismos recuerdan lo que estos significan.
Por eso me he atrevido a hablar en tan estrecho espacio. Porque deseo referirme a mí misma sin tapujos, como hice siempre, para que los sabios que creen conocerme enderecen sus extraviadas conclusiones.
En breve, antes que nada, quiero deciros, mi fiel auditorio, una gran verdad: ustedes saben, en el fondo de sus corazones, que tengo razón en todos mis argumentos, aunque se empeñen en callarlo. Porque sepan, neófitos y eruditos, que La Locura es una semilla que se despierta en las profundidades de cada recién nacido sin remedio, y de esta manera, desde los años primeros va levantándose en el pecho de cada hombre un frondoso árbol de insensateces. Entonces, en medio de la maraña de las necedades, tonterías, errores y equivocaciones humanas, lo importante es mirar los frutos. Porque este árbol se riega con la voluntad diaria y puede producir desde frutos demoníacos hasta sagrados.
Si los vientos de la voluntad soplan en lo más alto de las ramas del árbol humano, mientras sus raíces sorben lo más negro de la tierra, la misma savia de la locura puede producir frutos tan malignos como guerras santas, exterminios de pueblos enteros o llamados a venganzas inauditas, sin causar mayores escozores de conciencia a los perpetradores de genocidios. Este es el aspecto más infame de la locura y quiero decir que yo misma aborrezco a quienes caen en semejantes extremos, porque han sido causa de mi desprestigio a través de los siglos. Y sólo basta escuchar a los corresponsales de guerra en todos los puntos del orbe para cosechar los frutos más oscuros de la sinrazón colectiva.
Sin embargo, esta misma savia puede producir frutos mediocres, como la complacencia en ver por televisión las miserias ajenas, aplaudir en los reality shows la danza macabra de la estulticia a través de satélites y microondas, contemplar con supina indiferencia los bombardeos y misilazos diarios previos a los comerciales de detergentes, jabones y toallas femeninas, o disfrutar la ingente felicidad del chismorreo sobre la eterna paja en el ojo ajeno. Estos son mis locos consentidos, pues viven felices en mis dominios, y lo único que lamento es que no me agradezcan cumplidamente el beneficio más grande de todos, pues al asomarse al espejo siempre contemplan al ser más bello del planeta.
Frutos menos insulsos arranca la sustancia de la locura en pechos de artistas, poetas, músicos y otros locos inspirados que viven en medio de sus arrebatos, sueños, metáforas, delirios, dulzuras y torturas que sólo existen en sus cabezas, y que son capaces de imprimir —en obras de mayor o menor valía—, el signo imperecedero de la pequeñez humana y también su gran maravilla. A éstos los consiento un poco, aunque a veces me agrada torturarlos en sus visiones y desenfrenos. Lo merecen, pues jamás se muestran agradecidos conmigo, y me tratan con la misma ingratitud pedestre del resto de los mortales.
Y, por último, como hace siglos, vuelvo a repetir ahora: en voluntades especiales el germen de la insensatez produce aquella santa locura que obligó a uno de mis favoritos a desnudarse por completo de sus ricas ropas y abundantes joyas para entregarse a cuidar leprosos. Este es el grado más sublime de la locura, que invita a sus elegidos al alejamiento de las banalidades del mundo para buscar en el silencio lo que no encontraron en el bullicio. Estos santos, que se lanzan a besar enfermos, arrullar huérfanos, consolar viudas. En fin. Realizan alegres las actividades más penosas en medio de la pobreza propia y ajena, éstos repito, son los locos más sonrientes de mi muestrario, aunque sus fervores resultan incomprensibles para el grueso de la humanidad. Debo reconocer que estos sublimes locos suelen ser venerados, pero escasamente imitados.
Y como la fatiga me vence, quiero terminar esta alocución de la misma genial manera como hice en mi anterior discurso, pidiendo a la Liga de la Decencia y a la Gente Razonable que ignore todo lo que La Locura ha dicho desde la primera línea hasta aquí, para alivio de sus trémulas conciencias. Y hasta mejor ocasión.
1ROTTERDAM, ERASMO DE. Elogio de la Locura, México, Editores Mexicanos Unidos, 1992.
2 Ibid. pp. 92 – 93
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ENSAYO PUBLICADO EN TROPO 27, PRIMERA ÉPOCA, 2002.