García Ponce y la necesidad del voyeur

Juan Antonio Rosado

Si es posible vislumbrar una división en la vasta obra narrativa del escritor Juan García Ponce (Mérida, 1932), una obra cuya característica es justamente su profunda unidad y coherencia, su constante recurrir a los temas que lo han perseguido desde siempre; si es posible dicha división dentro del corpus total de esta obra, es sólo de acuerdo a la visión del mundo que el autor ha deseado plasmar. El mismo García Ponce, en una ocasión advirtió un cambio revelador en su narrativa: si los relatos de La noche (1963), según sus propias palabras, «están animados por una visión del mundo que puede y debe considerarse negativa», a partir de sus siguientes obras —sin abandonar sus preocupaciones— nos ofrece «otra visión del mundo», esencialmente afirmativa, ya que poco a poco García Ponce se fue convenciendo de que el oficio de escritor «debe aplicarse a mostrar la bondad de formas de vida condenadas por la sociedad, por la moral». 1 Esta bondad responde propiamente a un impulso vitalista, erótico, que sus personajes principales demostrarán al hacer visible el hecho de que ciertas conductas sexuales —enmarcadas dentro del erotismo y la transgresión de las normas morales convencionales— no son finalmente nocivas para nadie, sino todo lo contrario: placenteras. El principio del placer subyace en estas narraciones porque en una literatura de corte intimista no se pretende en lo más absoluto la objetividad ni el compromiso social o político. Por ejemplo, el trabajo de D en el cuento “El gato” es «cómodo» porque el personaje debe vivir y realizar su intimidad sin presiones sociales o laborales. Se trata de un empleo metódico que le quita unas cuantas horas diarias y por el que recibía lo suficiente para vivir. 2 La intimidad es el espacio por excelencia para la realización del amor y del erotismo, para la irrupción de lo que una moral tradicional de Occidente calificaría —en forma negativa— de “desorden”, pero que no es sino la irrupción de la fiesta de la sensualidad, de la celebración de los sentidos. Por todo esto, la palabra “inocencia”, entre otras muchas, es recurrente en el vocabulario de García Ponce: no la inocencia del lector crítico ni del creador —éstos, desde el instante en que se ubican fuera del texto, jamás podrán serlo—, sino de la vivencia erótica de los personajes. Sobre la inocencia asociada a la sexualidad en las obras de García Ponce, afirma Octavio Paz que

            no es realmente un término moral ni científico sino religioso: la inocencia es una plenitud de ser, del mismo

           modo que el pecado es una falta. La inocencia es abundancia, el pecado es carencia. Lawrence lo sabía

           perfectamente y, al hablar de sus novelas, en una carta a un amigo, le dice que todas ellas giran en torno al

           enigma de la sexualidad “y han sido escritas desde la profundidad de mi experiencia religiosa”. 3

            Justamente de esta última visión del mundo —el vitalismo, la bondad de ciertas formas de vida, la inocencia- parte uno de los libros más importantes del autor yucateco: Encuentros (1972), que consta del ya mencionado cuento “El gato” y de otros dos: “La plaza” y “La gaviota”. El primero constituye, sin dudas, uno de los textos más representativos y “fructíferos” de este escritor, ya que de “El gato” emana, a lo largo de varios años, una serie de vasos comunicantes entre distintas obras. En efecto, al percatarse de las posibilidades y de la riqueza expresiva de este cuento, Juan García Ponce se basa en él para escribir, por un lado, su novela El gato (1974) —en la que D se transforma en Andrés y su amiga en Alma—, pero también, por otro, para elaborar pasajes de su obra teatral Catálogo razonado (1982) y de su novela De anima (1984). En este sentido, la representación como obsesiva insistencia de temas y situaciones en García Ponce posee el significado de una búsqueda a través del arte y de la comunicación entre las artes, todo lo cual produce una mezcla de realidad y ficción. Así, el pintor Roger von Gunten, que ilustró “El gato” en la realidad, se convierte en el pintor Nicolás, que en De anima ilustra un cuento de Gilberto del mismo título, del que Paloma —personaje principal de esta novela— cita un fragmento en su Diario, fragmento que corresponde nada menos que al cuento de García Ponce. Paloma no sólo es representada en la narración dentro de la narración, sino que de aquélla se derivan los dibujos de Nicolás. Los cuadros de Gunten, a su vez, ilustran la edición de Editorial Premià de Catálogo razonado, obra en la que aparecen diapositivas de dibujos y pinturas de autores como Pierre Klossowski y de su hermano Balthus, sobre los que García Ponce ha escrito un número considerable de ensayos. Gilberto, en De anima, escribe un guión cinematográfico inspirado en su propio cuento y que corresponde, a su vez, a la novela El gato, cuya forma se nos presenta de modo semejante a un guión cinematográfico inspirado también en el cuento. La película será filmada por Mario Guerra, director que corresponde a Juan José Gurrola, quien de hecho en la realidad filmó el cuento “Tajimara” (de La noche). Al escribir “El gato”, Gilberto reinventa a Paloma y es esa Paloma la que finalmente cobrará realidad a través del arte. Lo mismo hacen Nicolás y Mario, pero también Juan García Ponce, que al mezclar realidad y ficción partiendo de su cuento, le otorga una mayor unidad y coherencia temática a su escritura.

           En todas las obras anteriores —con excepción de La noche— se halla presente el gato y, en conjunto, constituyen una mise en abîme, un juego especular en que el centro o el signo único es la mujer abierta a la exterioridad, no como una cosa, sino como un objeto en el sentido de finalidad y de búsqueda: un objeto artístico abandonado a la contemplación. Leemos en “El gato”:

           Siempre que D recordaba a solas a su amiga la imaginaba […] ofreciendo su cuerpo a la contemplación con un

           abandono total, como si el único motivo de su existencia fuese que D lo admirara y en realidad no le perteneciera

           a ella, sino a él y tal vez también a los mismos muebles del departamento y hasta a las inmóviles ramas de los

           árboles de la calle, que podían verse a través de las ventanas, y al sol que entraba por ellas, radiante e

           impreciso.

            Ahora bien, tanto en este cuento como en la novela homónima, el signo del encuentro es precisamente el felino, cuya irrupción sensual durante una común mañana de domingo separa a la pareja del mundo cotidiano, del mundo “profano” en que se desenvolvía, para unirla con su mirada, de tal modo que el animal no sólo le otorga sentido a la relación erótico-amorosa, sino que también la posibilita, como el espectador hace posible —con su mirada— la obra de arte, o el sacerdote el ritual. En el cuento, la actitud del gato, sorprendente y ambigua, se llega a tornar necesaria. El gato sobre los pechos de ella toca con una de sus patas directamente el pezón y D contempla cómo éste se pone duro y saliente «como cuando él la tocaba al hacerle el amor». Entonces D siente el deseo de tocarla también. Ella acepta al gato al grado de comparar las reacciones de su cuerpo ante él con las que le producía el contacto con las manos de su amante. La compasión de la mujer cuando dice: «¡Pobrecito!» para referirse al gato, se invierte cuando el gato se va: es ahora ella y su relación con D la que se caracteriza por su pobreza: «Lo necesito. ¿Dónde está?, tenemos que encontrarlo», susurra la mujer.

           Profundicemos más en la necesaria triangulación del deseo que propicia el gato. Hay algo en común tanto en la figura de los dos animales que aparecen en Encuentros (el gato y la gaviota), como en la plaza que aparece en el otro cuento del mismo libro: el sentido que le otorgan al impulso erótico en tanto impulso de vida y de placer. Al referirse concretamente a los animales, García Ponce sostiene, en una entrevista, que su connotación sexual posee «el valor conceptual de un olvido de sí», e insiste en que cuando se tienen conceptos morales, juicios de valor, Luis, el protagonista de “La gaviota”, dispara el fusil y mata al pájaro, pero cuando Katina, que es para García Ponce «la belleza del mundo» lo hace olvidarse de sí, de su “yo”, la gaviota resucita. 4 Algo similar ocurre en “El gato”. El animal abre el vacío que había entre la pareja para unirla definitivamente en la impersonalidad: «Y entonces era el gato, la presencia del gato, la que llenaba ese vacío que parecía abrirse inevitable entre los dos. De algún modo, él los unía definitivamente». Hay una relación triangular marcada por la mirada felina, pero también por las huellas que el gato deja en la espalda de la mujer. Cuando el gato se va, ella lo espera, no puede dormir ni encontrar reposo; ella necesita al gato porque acaso no sea sino una parte de la pareja misma: el elemento que rompe su soledad, su tedio, su aburrimiento y cotidianidad, que la descubre e inventa, que la hace ser. Al final, el gato “resucita”: «Entonces, los dos escucharon los largos maullidos lastimeros junto a la puerta con una súbita y arrebatada felicidad».

            El autor pretende concebir este sentido alegórico como un hecho concreto: hacer surgir la posibilidad de los amantes. Para ello es indispensable la destrucción total del yo personal, pues el amor se ubica fuera del yo, el cual se proyecta y se disuelve en aquél. Nada más impersonal que los animales, a los que Rilke aludía para hablar de lo “Abierto”, de aquello que no pertenece al mundo, sino que es el mundo: lo impersonal, lo inmortal. El gato, que parecía pertenecer a todo el edificio, en realidad no importa a quién pertenezca, ya que es como el pelo castaño oscuro de la amiga de D, como el arte o como el mismo cuerpo: algo impersonal. Sobre el cuerpo de la mujer, afirma el narrador de “El gato”: «el cuerpo tenía algo remoto e impersonal en la buscada facilidad con que se olvidaba de sí mismo y se entregaba a la contemplación». Asimismo, tanto el gato como la gaviota, con todas sus connotaciones sexuales, si bien es cierto que son animales, al fungir como el “tercero” espiritualizan la relación, la atestiguan y, por lo tanto, la alejan de su pura animalidad al intensificar su erotismo como ceremonia, ritual, representación. Georges Bataille, en su libro El erotismo, ha analizado este fenómeno como algo eminentemente humano: los animales carecen de erotismo porque no tienen conciencia de la muerte. El erotismo es estéril, no le interesa la reproducción, sino el placer: es ceremonia, rito en que los cuerpos se continúan uno en el otro, como las olas del mar; es decir: se anula la discontinuidad, la indivudualidad, el “yo”, para sucumbir al éxtasis, que etimológicamente significa estar fuera de sí, como quien contempla, absorto, una pintura. Por ello es paradójico que el autor yucateco haya empleado, tanto en “La gaviota” como en “El gato”, la metáfora de los animales, que seguramente obedece a un recurso cuya pretensión inicial sea plasmar el carácter “Abierto” en el sentido rilkeano, y el eminente carácter impersonal de la animalidad.

            Tanto en “El gato” como en la novela homónima el tercero es el felino, la mirada curiosa que se fija en el placer de la pareja, la cual encuentra sentido a su relación gracias a esa mirada: el gato es la presencia, la aparición de un tercero misterioso que provoca en los amantes el encuentro verdadero. Pero la mirada del gato es también la mirada del narrador y del mismo lector-voyeur, que atestiguan la relación y la rescatan del olvido a través del arte. El gato comparte la curiosidad surgida del instinto, que le permite el desplazamiento y la búsqueda ilimitada. No obstante, para que todo esto se afirme, debe existir la mirada, emparentada con la curiosidad porque ésta suele nacer de aquélla. De la mirada proviene el deseo que mantiene a los personajes en constantes encuentros que, en muchas ocasiones dentro del corpus narrativo garciaponceano, suelen ser las repeticiones retocadas o matizadas, rituales, obsesivas, reiterativas, de situaciones anteriores, ya vividas. La mirada suscita siempre una transformación. Al fijar su atención en la figura de Alma, la expresión de Andrés en El gato cambia por una expresión de amor, ternura y deslumbrada curiosidad. La dirección de la mirada suele ser la dirección del deseo. En el título Encuentros subyace precisamente el papel de la mirada, que nos acerca a la representación del otro y de la nuestra misma a través del otro. El erotismo, como el misticismo, nos comunica con lo otro y por ello, en la contemplación extática, nos hace otros. El gato entonces no deja de ser tampoco la irrupción de lo sagrado, de lo prohibido, de aquel tercero incluido que trastoca la relación tradicional monogámica. A este respecto, debemos tener en cuenta que García Ponce, como otros miembros de su generación, parten de la aseveración de Nietzsche: “Dios ha muerto”, sin abandonar por ello la noción de lo sagrado tal como era entendida en una realidad anterior al cristianismo, religión que, según Bataille, redujo lo sagrado a la idea de un Dios bueno y amoroso, eliminando así lo sagrado “impuro”, el erotismo y todo aquello que no cabía dentro de una visión cristiana del mundo, a la que sólo le interesa la reproducción, ajena totalmente al erotismo. Pierre Klossowski sustituye a Dios por Roberte; García Ponce, por la ilimitada mujer, llámese como se llame. Para la consecución del ritual erótico es necesaria la presencia del voyeur, que en el cuento que nos ocupa es precisamente el gato. En otras narraciones de García Ponce, el gato como voyeur será sustituido por una persona o personas, quienes a menudo serán artistas (fotógrafos, pintores o escritores) que atestiguarán y fijarán a través de su arte la realización del ritual erótico, como ocurre también en Las leyes de la hospitalidad, de Klossowski.

            En definitiva, el tercero incluido, la mirada curiosa del voyeur –como la del gato- juega un papel indiscutible, ya que ésta emerge como el primer paso para hallar al otro y hallarse el yo a sí mismo como fenómenos del deseo, intuir al otro como tal, desearlo, penetrarlo e intentar recuperar la impersonalidad a la que toda fusión o unidad pretende acceder, aunque no por mucho tiempo, y por ello la comunión se repite obsesivamente, reitera sus rasgos, reincide una vez más, pero nunca desesperanzadamente. Sólo a través del ojo, de la facultad visual –dice García Ponce en su ensayo “La pintura y lo otro”- «podemos encontrar el espíritu». 5 El escritor coincide, por lo menos en este punto, con el autor platónico León Hebreo (siglo XV), quien afirma, en sus famosos Diálogos de amor, que la vista es efectivamente un sentido espiritual: por ella entra la gracia y nos mueve a amar a la hermosura. En otras palabras, el tercero o la mirada en García Ponce es la intervención del arte en la vida y de la vida en el arte, tema fundamental en toda su obra. La función del tercero incluido es –se debe insistir en ello- la de ser conciencia, la de constituir la relación sexual como algo que trascienda la pura animalidad para convertirla en imagen artística. Esto ocurre también en una novela que tanta injerencia tendrá en De anima: La llave, de Junichiro Tanizaki, donde, estimulado por los celos hacia un tercero (el señor Kimura), el protagonista por fin tuvo éxito en satisfacer a su esposa Ikuko, a tal grado que la presencia de Kimura llega a ser indispensable (como lo es el gato) para la vida sexual de la pareja, una sexualidad ahora alejada de la animalidad –meramente genital- en la que había caído y que, evidentemente, no satisfacía a Ikuko. Los fenómenos del deseo –sensación que se materializa- contienen el sentido de su movimiento, y el instinto –fuerza eminentemente irracional e inocente- no permite que se destruyan; busca los medios para multiplicarlos, sin importar que éstos incluyan la anulación del yo, la desposesión, el desprendimiento o la inclusión de un tercero o voyeur. Todo esto ocurre en “El gato” y se reitera, con otros matices, en una buena parte de la obra narrativa del prolífico autor Juan García Ponce. TROPO

* Este texto fue ganador del Premio “Juan García Ponce” de ensayo, otorgado por Instituto de Cultura de la ciudad de México en el año 2000.

Juan García Ponce: “El autor y su obra: La noche”, en Textual, vol. 1, no. 4. México, agosto de 1989, p. 44. El subrayado es mío.
2 Cfr. Juan García Ponce: Cuentos completos. Ed. Seix Barral. México, 1997, p. 176. De aquí en adelante todas las citas de “El gato” serán tomadas de esta edición.
3 “Encuentros de Juan García Ponce”, en Obras completas, 4: Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano. Círculo de Lectores / Fondo de Cultura Económica. México, 1996, p. 383.
4 Cfr. Jorge Ruffinelli: “La perversa candidez de Juan García Ponce” (entrevista), en Plural, no. 39. México, diciembre de 1974, p. 28.
5 La aparición de lo invisible. Siglo XXI. México, 1968, p. 203

Juan Antonio Rosado (México, 1964) realizó la Maestría en Literatura Iberoamericana y la Licenciatura en Lengua y literaturas Hispánicas en la UNAM. Autor de los libros En busca de lo absoluto. Ensayo sobre la Argentina, Ernesto Sábato y El túnel, y Bandidos, héroes y corruptos. Mito y realidad en el México del siglo XIX a través de sus novelas más representativas. Co-investigador en el Diccionario de literatura mexicana. Siglo XX. Medalla “Alfonso Caso” por el mérito académico (UNAM 1998).

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PUBLICADO EN TROPO 27, PRIMERA ÉPOCA, 2002.

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