Lydia Cacho
Sufrí tanto por las erratas de mi editor
que la muerte para mí no es un horror
ni duda tengo que en esta piedra
mi nombre esté mal deletreado
¡oh¡ por eso prefería ser cremado
Epitafio de un escritor anónimo
Se dice por allí que entre la crítica literaria y la censura se esconden siempre, en un recoveco, el envidioso que nunca ha publicado y el poderoso que mata a quien le critica. Allá por el siglo III a. de C., Ptolomeo II mandó matar de singular manera, para acallar sus sátiras políticas con toques literarios, al poeta Sótades (creador de los palíndromos). El rey ordenó a sus lacayos que metieran al poeta en un saco de algodón, cosieran las orillas y lanzaran el bulto al mar. Así pasó a mejor vida el rimador, al más puro estilo fascista.
Ya nadie se atreve a semejante extremismo, aunque sabemos de algunos que quisieran, si no tirar al mar al autor o autora de ciertas producciones literarias cancunenses, al menos perder en el océano algún librillo de malos cuentos, un poemario o una noveleta de pobre factura. Y si quienes viven, respiran y aman la literatura en el sureste mexicano creen que las diferencias entre las y los autores con sus pares es cosa de otro mundo, o una bajeza provincial, hemos de revivir, para contradecirles, algunas anécdotas de envidia, saña, encono y odio entre autores de la literatura universal.
Recordemos al crítico dadaísta Jaques Vaché, quien subió al escenario, desenfundó una pistola y amenazó al público de un teatro parisino: si aplaudían, tiraría a matar a quien lo hiciere. Argumentaba que la obra era pésima, y estaba hasta la coronilla del teatro de mala factura. La mentada obra era de un joven británico, un tal William Shakespeare.
Ya sin armas, pero con plumas lapidarias, los hay quienes con la palabra escrita criticaban sin suavizante de por medio, como lo hizo el crítico Ben Jonson cuando escuchó a Shakespeare decir que él nunca había escrito un plumazo “No, anotó Jonson, ha escrito mil plumazos y nunca ha elaborado más de cinco líneas sin un error.” Pero no fue el único, pues George Bernard Shaw, en su libro Opiniones dramáticas y ensayos (1907), sugirió: “Con la única excepción de Homero, no hay un escritor eminente, ni siquiera sir Walter Scott a quien desprecio con mayor encono del que me inspira Shakespeare. Si pudiera volverlo a la vida lo haría, para apedrearlo por destrozar de tal manera la lengua inglesa”.
Cuando un periódico pidió a Edmund Waller que opinase sobre El paraíso Perdido de Milton, su crítica dijo: “Si apilar esa gran cantidad de palabras no es mérito suficiente, no hay más mérito en Milton”.
La famosa revista inglesa Quarterly Review en la cual se le dio a Keats categoría de escritor de pacotilla, publicó después de criticar el primer libro de Charles Dickens, que este escritor tendría una fama efímera. Semejantes historias, tan mal narradas, decían los expertos, no tendrían éxito en ningún rincón del mundo. Y ni hablar del bellísimo libro de Walt Whitman Leaves of Grass sobre el cual escribieron los críticos del Boston Inteligencier: “Este libro no merece estar en manos de la humanidad; si la sociedad lectora tuviese respeto a sí misma, sacaría de una patada en el trasero a ese tal Whitman del mundo literario. Nos parece que es un lunático que se regodea en delirios lastimosos”. El New York Times no trató a Whitman mejor. El diario publicó que era un escritor con alma de bestia que se revuelca entre la basura y los pensamientos licenciosos.
Bertrand Russell no se quedó atrás al propagar una crítica que le valió perder a su amigo escritor Woordsworth. “En su juventud, Woordsworth simpatizó con la revolución francesa —escribió Russell— se fue a Francia, escribió buena poesía y tuvo una hija natural; en ese entonces era el malo del cuento. Ahora es el bueno de la literatura, abandonó a su hija en Francia, se volvió políticamente correcto y escribe pésima poesía”.
Tal vez uno de los escritores que mayor cantidad de enemigos literarios cultivó fue Oscar Wilde, quien publicó: “El señor Henry James escribe ficción como si su tarea fuese un doloroso martirio”; de Emile Zolá dijo “El señor Zolá está determinado a demostrarnos que a falta de genio literario se puede ser absolutamente insulso y ser publicado por ello”. Sobre Moore acotó: “George Moore escribió un inglés brillante hasta que descubrió la gramática, de allí en adelante fue un desastre”. Wilde no dejo pájaro literario con cabeza, y para demostrarlo divulgó: “Entre la prosa de George Meretidh y la de Browning hay un espacio en blanco: ese espacio es lo más valioso de la obra de ambos”. Cuando James Payn logró acaparar la atención del público lector, Wilde arremetió: “El señor Payn es un adepto a encubrir en la metáfora aquello que no vale la pena descubrir de ninguna o cualquier forma.” Y para demostrar que a nadie le tenía miedo, cuando Alexander Pope era quien partía el queso literario en Europa, Oscar anotó públicamente: “Existen dos maneras de llegar a odiar la poesía, una es aprendiendo a aborrecerla, la otra, más rápida, es leyendo a Pope”.
Las escritoras no se quedaban atrás. Virginia Wolf decía que el Ulises de James Joyce era “la obra de un adolescente bobalicón que se rasca los barros del rostro mientras imagina”. Gertrude Stein escribió en un periódico una sola línea como crítica literaria: “Señor Hemingway: las observaciones simplonas no son literatura”.
Por último, Mark Twain, de quien se escribieron cientos de criticas asegurando que su obra era una basura populista y ridícula que a nadie interesaría por sobre dramatizar la vida, escribió en un resumen de sus gustos y disgustos literarios: “Para mí, la prosa de Edgar Allan Poe es insufrible e ilegible, igual que la de Jane Austen… No, existe una diferencia. Si me pagaran un sueldo leería la de Poe, pero la de Austen, ni por todo el oro del mundo.”
Finalmente, bastaría recordar a las y los críticos potenciales de este divertimento acerca de los fustigadores literarios del pasado, que aquello que no me mata me hará crecer, así que adelante… la juventud aún está de mi lado.
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PUBLICADO EN TROPO 26, PRIMERA ÉPOCA, 2002.