Carlos Torres
En su breve, cáustico y divertido libro de ensayos Desconsideraciones, específicamente en el texto denominado “El tamaño de los libros”, Juan García Ponce lo termina diciendo que “las grandes obras se escriben todavía, pero están siempre fuera de las características que rigen a los productos de consumo. Son demasiado breves, demasiado extensas, demasiado simples, demasiado complejas. Son incomparables. Y por esto mismo no ofrecen la seguridad de lo conocido que el consumidor exige en el objeto que compra. Mediante ellas (las grandes obras), el libro trasciende su realidad como objeto, convirtiéndose en el refugio donde el espíritu puede esperar mejores tiempos (…)”
Esto fue escrito alrededor de 1968, a la sombra de un epígrafe de Nietzsche que preside todo el volumen y que reza así: “…trato de interpretar como un mal, una enfermedad y un vicio, algo de lo que nuestra época está orgullosa con justo título.”
Quizá sea legítimo asegurar que ese algo de lo que está orgullosa la época de Nietzsche es el positivismo, la doctrina filosófica que exalta al individuo como dominador de la naturaleza, apoyada por el entonces asombroso despliegue de las ciencias prácticas, la tecnología y la industria; despliegue que hoy se mantiene artificialmente como asombroso por ciertas secciones de la comunicación masiva porque precisamente un sector minoritario pero luminoso de la opinión pública, los verdaderos intelectuales y los auténticos artistas, ha sabido ver y ha podido denunciar ese mal, esa enfermedad, ese vicio de la mente y de las costumbres, que nos tienen convertidos en víctimas o espectadores pasivos de la destrucción mundial y que las nuevas generaciones de filósofos han sintetizado con un solo nombre: nihilismo activo.
No es el caso extendernos sobre los odiosos detalles del nihilismo activo, por dos razones principales: porque todos los días y a cada instante los podemos corroborar en la prensa y en el entorno social, y sobre todo porque ello implicaría un abuso de confianza, puesto que la novela Los jardines secretos de Mogador, de Alberto Ruy Sánchez, se ubica en una dimensión diametralmente opuesta a las miserias morales de nuestra opulenta y paradójica época y, por lo tanto, constituye una fiesta para todos nosotros, un triunfo del espíritu sobre la irracionalidad de los poderes dominantes.
Por ello, he acudido a la siempre diáfana voz de Juan García Ponce para iniciar esta presentación, ya que la obra narrativa de este ilustre yucateco, como la de Alberto Ruy Sánchez, también se distingue por su enérgica y porfiada defensa e ilustración del amor y de la sensualidad, especialmente la sexual, en la medida en que Occidente ha desplegado desde hace muchos siglos una despiadada persecución de la libertad sexual y paralelamente ha querido someter al amor erótico dentro del inhumano marco de las relaciones mercantiles.
Así pues, he delatado ya a Los jardines secretos de Mogador como una novela de amor y erotismo, y con gusto correría yo a esconderme para evitar los justos reclamos de su autor al haber “vendido” el tema central de esta obra, si no tuviese yo la seguridad de que esta delación, en vez de inhibir la compra de este libro, la excita. Pero como además nos encontramos en Cancún, donde el público posee un grado de instrucción sumamente elevado, y donde el erotismo y la sexualidad pululan en los átomos de su brisa, sé que esta truculencia de mercado resultaría inútil. Así es que, si fuese posible, si me lo permiten tanto el autor como ustedes, y también por respeto intelectual a la obra, aunque para ello tengamos que ponernos un poco serios otra vez, quisiera ir, ahora sí, a lo que considero el centro virtual de Los jardines secretos de Mogador; centro que, según creo ver, se localiza en esa especie de obertura subtitulada como “Primera espiral”, en la que, exactamente como en un sueño (es decir, bajo el imperativo de nuestros más legítimos anhelos y de nuestros más ancestrales atavismos) se nos narra el inicio de una relación amorosa en un ámbito idóneo y mítico. Idóneo porque se trata de un jardín que también es una alegoría del mundo (semejante al que alude Malcom Lowry con el exordio municipal de un letrero en un jardín de Cuernavaca: “¿Le gusta este jardín que es suyo? Evite que sus hijos lo destruyan”); y mítico porque, a pesar de cierta interpolación de lugares del norte mexicano, se trata de un ambiente árabe, con su fuerte carga tácita y expresa de sensualidad multiforme.
¿Hay algo más revelador que el sueño? Tanto nuestra experiencia como distinguidos psicoanalistas dicen que no. Sin embargo, en la literatura resulta un gran reto recrear o urdir sueños; y una de sus grandes dificultades proviene precisamente de que los escritores tienden a otorgarles a los sueños literarios una pesada dosis de psicoanálisis, lo cual se puede corroborar por lo menos en dos célebres hombres de letras: Dostoievski en Crimen y castigo y Thomas Mann en La montaña mágica.
Lo notable en esta “Primera espiral” de Los jardines secretos de Mogador es que Alberto Ruy Sánchez no está relatando propiamente un sueño, sino una historia contada por un juglar en la plaza pública del puerto de Mogador; es decir, una ficción cuyo propósito aparente es entretener a los auditores y cuya finalidad también aparente (como la de Scherezada) es una utilidad práctica. O sea, una ficción urdida por la inteligencia, por la vigilia, y por lo tanto profundamente diferente de esa otra ficción creada por el inconsciente del soñador y cuya indudable finalidad es la de revelarnos quiénes somos, qué queremos y cuál es nuestra relación circunstancial con la realidad. Así que lo notable de esta “Primera espiral” u obertura amoroso-erótica de Los jardines secretos de Mogador, radica en su clara textura de sueño, en el sentido apuntado de expresar exactamente lo que más deseamos y en la forma más suntuosa escenográficamente y más sencilla en cuanto a lógica.
No sé hasta qué punto es correcta esta interpretación onírica de la primera parte de Los jardines secretos de Mogador; en todo caso, se trata de la impresión, de la muy grata impresión que la misma me produjo. Pero si así no fuese, de cualquier modo hay ahí una virtuosa inmersión en las profundidades de la psiquis universal; hay el mérito glorioso del poeta que “vive la vida de todos y de todo” y por lo tanto se sumerge en los abismos del ser para traernos, palpitante y canora, la íntima canción ecuménica que nos deleita y nos ilumina porque nos ha pertenecido desde siempre, aunque por cuestiones del “principio de realidad” freudiano se haya refugiado en zonas inaccesibles para el común de la gente en vigilia, incapaz ya, por obra de esos poderes maléficos entronizados a que alude Nietzsche en el citado epígrafe, de reconocerla después de haberla soñado.
Y en términos meramente literarios, hay también dentro de esa obertura una espléndida muestra de oficio y de talento, puesto que fondo y forma se conjugan magistralmente hasta el grado de que, deliberadamente, el placer de lo narrado se confunde con el placer de la lectura. Igual que, cuando en los sueños, una rosa es la mujer amada y una estrella también.
Los jardines secretos de Mogador es también un tratado y una antología de jardines y, consecuentemente, un instrumento para afinar nuestra percepción del mundo natural, en el que las flores constituyen testimonios elocuentes de una voluntad cósmica de belleza absoluta y una fuente de conocimiento místico, tal como se aprecia en algunos relatos de Hermann Hesse, tal como testimonia Salvador Novo en su exquisito poemario Florido laude, tal como esplende en el interludio de Muerte sin fin, tal como exclama al estilo americano y un tanto exasperada Gertrude Stein: “A rose is a rose is a rose”. Y por supuesto, una rosa es el arquetipo de la mujer para Saint-Exupéry, por no hablar de la rosa inmaterial de Villaurrutia o de la flor de Paracelso narrada por Borges, ese “sabio ciego que sueña con espejos y tigres” a quien saluda en esta novela Alberto Ruy Sánchez.
Más allá del intenso deleite que genera la lectura de Los jardines secretos de Mogador, más allá de su alta didáctica moral y estética, deseo puntualizar su inscripción en aquella literatura que nos otorga la posibilidad de despertar a una realidad que, estando ubicua, se nos escapa a la mayoría porque hemos sido desencaminados desde pequeños en aras de fantasmas casi unánimes como la posesión de meras cosas, el dominio de nuestros semejantes, el nacionalismo, las ideologías, las religiones autoritarias, la opinión ajena, la sexualidad indiscriminada, la acumulación de datos triviales, los partidos políticos, la desacralización del universo, etcétera.
Entre la multitud de escritores, sólo unos pocos se arrogan la tarea de recrear los dones del mundo, porque sólo unos cuantos de ellos han podido acceder a esa mirada especial en la que confluyen el filósofo, el psicólogo, el pintor y el místico; y de esta minoría, sólo una pequeña porción tiene el coraje de entregar su vida al servicio de la anónima comunidad. Porque más allá de los lauros, de la aceptación del público lector, del interés de la crítica especializada, como es el caso de Alberto Ruy Sánchez, lo que distingue a este tipo de escritores es una entrega completa a los duros imperativos del oficio literario asumido como una tabla de salvación para los muchísimos que moramos en las tinieblas propias de la condición humana y en el smog intelectual generado por los poderes prevalecientes y difundido por el común de la prensa y por no pocos literatos e “intelectuales”.
Evidentemente, al buscar nuestra salvación espiritual y práctica, el autor está buscando también su propia salvación. Pero ¿desde cuándo esta voluntad mesiánica es popular entre las huestes de escritores? ¿Desde cuándo algunos escritores han usurpado la función de los sacerdotes? ¿No es más cómodo y redituable afiliarse a la secta del Gran Inquisidor y entonces divulgar dogmas que anestesien la conciencia colectiva, como de hecho procede una infausta cantidad de literatos? Son preguntas que no puedo responder ahora por falta de información y de tiempo, pero que me vienen a la mente en las contadas ocasiones en que me es dado leer un gran libro, como éste, que además contiene la respuesta para estas últimas interrogantes:
“¿Dónde terminan las historias que se cuentan en la plaza? Tal vez en nosotros que las escuchamos y las hacemos nuestras.”
* Presentación de Los jardines secretos de Mogador, de Alberto Ruy Sánchez, en la Casa de la Cultura de Cancún, el 29 de mayo de 2002.
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ENSAYO PUBLICADO EN TROPO 25, PRIMERA ÉPOCA, 2002.