Ruy Sánchez: el rawi y sus jardines secretos

Lydia Cacho

Estoy embriagado de amor por ti y no necesito vino fermentado.
Soy tu ave, libre de la necesidad de semilla
y salvo de las trampas del cazador. En la Kaaba y en el Templo
tú eres el objeto de mi búsqueda, de otro modo estaría libre
en ambos lugares de adoración.

“Mi Deseo, gritos del Corazón”, de Anzar
(fragmento de poesía árabe)

Alberto Ruy es un hombre esbelto que mira a su interlocutora con la ansiedad del niño sabio que teme perderse el vuelo de la mariposa si se distrae por un instante. Conocerle ha sido entender el porqué de su literatura. Es un rubio espigado, un mexicano beduino, pastor, nómada de manos grandes y piel blanca; es un andador de las reflectantes estepas semidesérticas de la península arábiga. Allí se fue de muy joven con el afecto atado a la cintura de una méxico-cubana hermosa y amada. En un barco bajo la tempestad y el desaliño, fue en busca del cáliz que le diera la razón de su escritura. En Marruecos, Ruy Sánchez desentrañó el poema de su vida mientras andaba caminos entre dunas en busca del oasis y del agua. Halló esa agua vital y le puso labios de tinta; porque bien sabe que el hombre se busca sólo cuando descubre que nunca estará a salvo de su melancolía. Pero antes exploró cuáles eran los elementos que conforman al hombre Alberto Rawi1 o contador de historias. Halló el aire y le puso nombres, luego el agua y le pidió que hablase por él, más tarde el viento, la arena y el verdor de los jardines y las flores exquisitas y únicas.

Bien puede decirse que Ruy Sánchez es un poeta; mas no como el contemporáneo que vive guardado en sus versos lineales. Es más, como aquellos árabes que le susurran al oído la magia de las palabras. No faltan quienes han intentado por todos los medios ponerle camisa con nombre y sello al escritor; guardarle para la posteridad como un literato adjetivado por los que saben o creen que en realidad saben bautizar a quien se ha ganado el “Premio Xavier Villaurrutia”. Pero Ruy Sánchez, con la parsimonia que le caracteriza, huye del esquema y del estigma, y se confiesa un escritor obsesivo, sin disciplina, que enfatiza su obra en el asombro poético, bajo la constante del deseo como motor de vida. Es un varón que teje el amor con hilos de aquello que es invisible a la visión de otros, de otras; teje en un orden imperfecto y, por ello, su obra resulta tan viva y perfecta, tal vez porque pertenece a la tribu de los apasionados, tribu en la que le iniciaron una madre fuerte y magnífica, unida a un padre filósofo de la vida y conocedor de la ternura, ajeno al materialismo moderno.

Alberto es, entonces, más como los poetas árabes preislámicos, señores en el arte de los verbos mágicos, de la quasida.2 Y aunque los primeros recitaban sus poemas para provocar a alguna tribu, arengar contra el enemigo o llorar alguna muerte, la obra de nuestro invitado se parece porque canta y se diluye entre la narrativa, porque crea tribus de lectores que entienden su particular lengua de la búsqueda. Para él la estructura no es la meta, sino alcanzar con la palabra escrita el samar de cada lector o lectora. Ese samar (la velada) en donde los beduinos sentados frente al fuego y bajo el manto de estrellas narraban la vida y sus misterios amorosos.

Y cuando en su libro Los jardines de Mogador, Ruy Sánchez escribe “Ser sonámbulo es vivir como tú y como yo bajo la ley del deseo —me dijo Jassiba—, vivir bajo el dominio de lo invisible en el amor. Es escuchar y ver algo en el otro que nadie más puede. Es entender y obedecer, por ejemplo, las órdenes de las magnolias, como acabamos de hacerlo”, la lectora, el lector, sabe que, como su personaje —el jardinero que cultiva el deseo para su amada—, el autor se descubre como miembro de esa casta secreta de sonámbulos, que no es otra cosa que una manera de ser que se hereda y se cultiva. La casta de los pocos mortales que, en la búsqueda de la voz propia en la literatura, ha descubierto el camino del deseo de la carne y el espíritu, por qué y para qué. En su obra el erotismo y el amor no están sólo en la piel sino en la respiración, en el aliento, el aire y el sol que bañan su piel.

Al referirse al ideal del escritor, Ruy Sánchez toma las palabras del maestro Lezama Lima: “Que cuando se despierte sea como un recién nacido y cuando se duerma sea milenario, que le guste la guayaba que come todos los días y la granada que nunca ha probado, que se acerque a las cosas por apetito y se aleje por repugnancia.”

Pocos escritores contemporáneos son tan imprescindibles como Ruy Sánchez. Su libro Los jardines secretos de Mogador está, como sus anteriores novelas, bellamente ilustrado por el calígrafo mayor Hassan Massoudy. Tomarlo entre las manos mientras nos unimos a su búsqueda del paraíso humano, es una experiencia estética y sello inequívoco de este escritor nacido en la ciudad de México en 1951. Sus jardines nos remiten al poeta Tafafa-Be que canta su quasida: “En el pedregoso arenal de tahmud hay trazas de jawlaque que semejan restos de tatuaje marcado al dorso de la mano. Parando allí, mis compañeros decían: No perezcas de pesar, súfrelo”. Alberto Ruy Sánchez ha emprendido su rahil3 por los desiertos y jardines del mundo, en donde siempre ha descubierto una flor que no muere, sino que se resguarda en la semilla, flor de letras que renace en su oasis personal cada vez que termina uno de sus libros; una flor como aquella que le mostró su padre cuando niño en el desierto de Sonora. Alberto Ruy Sánchez no perece del deseo, lo vive, a veces lo sufre, y siempre nos hace vivirlo con su tinta.

NOTAS:

1. Rawi, voz árabe. Recitador de historias.
2. Quasida, voz árabe. Poema monorrimo, de rima siempre consonante y métrica cuantitativa.
3. Rahil, voz árabe. “El viaje” que emprende el poeta beduino y en el cual narra el paisaje humano, terrenal y divino.

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PUBLICADO EN TROPO 25, PRIMERA ÉPOCA, 2002.

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