Adriana y su escritura en el oleaje (*)

Agustín Labrada

Cuando en 1994, Adriana Cupul Itzá sacó a la luz Poseída por la luna, nos sorprendió con aquellas reflexiones y metáforas que dibujaban sus primeras huellas en la literatura quintanarroense y han ido encontrando abrigo entre cálidos lectores. Ahora, vuelve al campo literario con su tercer título: Tsunamis inconclusos.

Desde la tenue luna hasta esas olas gigantes que cargan toda la furia del mar, ha transitado Adriana, a veces en silencio, y tejiendo siempre un testimonio poético que halla su mejor aliado en la naturaleza. De ese modo los árboles, el maíz, el lago… pertenecen a dos ámbitos diversos que se unen en los poemas: espíritu y entorno.

Cupul apuesta por seguir buscando una voz propia, más escindida de la coralidad que caracteriza al Taller Literario Syan Ca’an, donde comenzó su viaje hacia la poesía, y emerge con poemas disímiles, bajo un relativo signo de conjunto. Con sus influencias interiorizadas, urde lentamente un tono, una manera, un estilo quizá… más suyos.

Hay en esta autora constancia para redefinir su identidad (aludiendo a sus antecedentes mayas y la cultura —rica en mitologías— de una etnia que cristalizó en el pasado una de las civilizaciones más impresionantes de América), y su creación femenina en un nuevo milenio, en idioma español, con matices universales.

Adriana divide este poemario en cinco partes con nombres sugerentes: Simbología del silencio, Invocación al ruido, Dualidad de la luz, Casa indígena, Tsunamis inconclusos y Del instante y su latido. Opta por un ejercicio de tradición subordinando las experimentaciones, con un prisma sublime sobre su historia, su gente, su vida.

“Antes del principio/ de los códices/ y de las estelas/ sólo ruido y silencio conversaban/ Un día el silencio quiso ser alguien/ los dioses/ nos quemaron de pasión las manos/ Seguramente de algo era el principio:/ de amor y palabras/ El primer hombre silencio/ después nada/ Me duele tanto el sol (…) cuando no mata”.

Así concibe una poesía que se trenza en los mitos del origen, las raíces culturales y el homenaje a los dioses. También aflora algo de leyenda y de celebración paganas, donde reafirma un ludismo que no oculta aristas dramáticas. Hay devoción por una espiritualidad que —desde un carácter comunitario— va tornándose muy íntima.

Precisamente en la intimidad, se adensan los mejores poemas de este libro, en esa confesión que entre monólogo y diálogo experimenta la poetisa en sus instantes de desolaciones y peligrosas dudas. Entonces, libre del retoricismo neobarroco, la vemos afrontar —sin máscaras, en versos transparentes— sus verdades.

“Tuve que despedirme de todo/ arraigar lo mío/ sacar de la mente lo que estorba/ construir en la piel/ la medida exacta de la verdad/ olvidar lo hablado/ encontrarme no en el camino/ sino en el espejo/ ahora que tengo las manos libres/ y que la luz es eterna en la oscuridad/ quiero adornar con lirios la lluvia…”

Con años de experiencia, pese a su joven edad, Cupul domina y exhibe diferentes formas que van desde el verso libre y la prosa poética hasta variaciones de estrofas japonesas y proximidades a la trova romántica. En ellas, vierte esa sustancia lírica que el poeta estadounidense Ezra Pound ha nombrado alianza entre inteligencia y emoción.

Lejos de esas digresiones de la crítica eurocéntrica y norteamericana (estudios poscoloniales, ecofeminismo posmoderno…) y sus propósitos desapasionados de imponer ideas académicas sobre la materia viva del arte, la escritora crea sus poemas atendiendo a un principio original: canto y comunicación con sus semejantes.

“En este instante/ donde cae como una moneda falsa/ y los momentos no quieren retroceder/ al corazón en pésima hendidura/ deja todo/ y sal a pasear con los tsunamis/ A esta hora donde todo se vuelca/ y sólo unos ojos claros/ se rompen en pedacitos de cristal/ rema/ para que sólo el cielo/ te vigile…”

Adriana asume la tradición honestamente y asimila aquellos recursos que son afines con su sensibilidad y sus intenciones expresivas. Como los poetas afrocaribeños, ella introduce en los textos frases de lenguas no occidentales, en su caso la maya, y con eso acentúa el ritmo, el color, la belleza de los textos, pero con desiguales registros.

Aunque sea recurrente esa intención de enaltecimiento étnico y regional, como puede apreciarse desde su segundo libro Máscara indígena, la poetisa huye del folklorismo provinciano y cuando describe alguna escena costumbrista lo hace con discreción y refinamiento, como si copiara un paisaje sereno, entre las luces del atardecer.

“Hay que construir junto al lago/ la casa indígena/ Poner sobre cada piedra/ el alma de los animales/ algunas ciruelas o guayabas (…) dibujar a las mujeres que danzan a la intemperie/ para que el sol las madure/ como un fruto excitado/ Y las mujeres/ ya se dirigen a la ceremonia/ ya van todas a los partos/ en Cuzamil/ Cozumel de los bordados”.

A pesar de que nos internamos en un buen libro, éste no está exento de detalles corregibles para próximas ediciones, y aquí me refiero a desniveles del lenguaje —rémoras prosaicas del coloquialismo y las vanguardias— que atentan contra un cuerpo metafórico definible —en muchos de sus poemas— por una coherente ilación ideoestética.

En ese rumbo, se constata una vez más la convergencia entre la intuición poética y los procesos históricos en una suerte de encuentro que traspasa épocas y recupera —renovándolo— un referente que abandona su concepto sagrado o añejo y se transforma en símbolo para un discurso de mayor universalidad y por ende de mayor cultura.

Sin mimetismo, visto en el caleidoscopio de su era, la joven maestra hace suyos estilizados rituales milenarios en una tradición que no se estanca ni logra disolverse bajo las incesantes fragmentaciones, propiciatorias del olvido. Los acoge en sus versos y también los transmuta, y alía con elementos culturales que tienen otros vórtices.

Estas apreciaciones mías pertenecen a una sola visión. Por ello concuerdo con el poeta y crítico venezolano Josu Landa, cuando dice: “El lector autónomo de nuestro tiempo debe ser capaz de esclarecer sus propias ideas de las virtudes estéticas presentes en toda obra de intención artística”. Lectores y lectoras tendrán seguro otras miradas.

No todas las olas que llegan a este libro son tsunamis, golpes de espuma menores mojan igualmente sus páginas y en ese oleaje de diversa intensidad, Adriana Cupul nos muestra su roce más hondo con el infinito a través de la metáfora, su traducción del mundo que desnuda (en el sentido griego de develación) sus propias palomas.

* Este es el prólogo del libro Tsunamis inconclusos (IQC).

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RESEÑA PUBLICADA EN TROPO 24, PRIMERA ÉPOCA, 2002.

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