Carlos Guevara Meza
Es casi un lugar común escuchar quejas sobre el arte y la cultura contemporáneos. Ya no es un urinario, pero puede ser un lavabo, una tina, una regadera o hasta los mosaicos del baño. No es una espiral de pedruscos en una playa abandonada, pero puede ser una espiral de conchitas de mar, o una línea de cochecitos de plástico o de fotos polaroid de la abuelita que sólo el nieto reconoce. Un par de personas que se encierran en una jaula durante días vestidos con taparrabos o dos jóvenes en ropa interior rodeados de objetos familiares que, a pesar de que nada lo impide, jamás se tocan o se hablan. Una reproducción de las Chicas Superpoderosas o cualquier otra caricatura tallada preciosamente en ónix o mármol de cinco centímetros de altura sobre un pedestal en un museo importante. Un hombre y una mujer que parten de extremos opuestos de la muralla china y caminan durante días y días, y al encontrarse se siguen de largo. Todo ello acompañado de algún texto maravillosamente escrito e impreso, con frases rimbombantes como “la primeridad se pone en cuestión en el abrirse ante la fisura de la otredad ausente”. Un título en inglés para la obra no caería mal.
Ante ello qué se puede decir. ¿Dónde quedó el cuadro, la imagen, el relato, la memoria, lo sublime? ¿La visión que encantaba por su candor o su drama: el paisaje, el desnudo, la mirada coqueta, el rostro de dolor? ¿Dónde quedó aquello que podía reconocer y explicar (mira m’ijo, ella es Salomé, la que hizo que le cortaran la cabeza al Bautista, ¿y por qué hizo eso, papá? ¿Porque era muy mala?) Ahora todo se vale, menos las cosas bonitas. En lugar de un hermoso bodegón que puedo colgar en la casa, un conjunto de vulvas reproducidas en resina sintética.
Arte y Verdad
No sólo lo afirma el lego, el ignorante de los códigos y las tradiciones en que este tipo de arte se produce. También el crítico, el intelectual reconocido por su sapiencia del asunto. Cito a uno: “El arte posterior al minimalismo se corrompió literalmente, se disolvió por completo. Ello condujo a un esteticismo de lo no-artístico o de lo antiartístico. Este tipo de reacción (de la que es ejemplo gran parte del arte conceptual) posibilitó la existencia de muchas nuevas modalidades artísticas: el arte híbrido, el arte efímero, el arte de situación, el arte textual, etc. También alentó una ‘teoría institucional’ del arte —a saber, que el arte es aquello que una autoridad institucional (el museo, por ejemplo) dice que es”.
¿Es esto el arte globalizado? ¿El puro juego de prestigios? El concurso de arte siempre exige el currículum y la carpeta. La estricta jerarquía de los lugares de exposición (no es lo mismo la casa de la cultura de la colonia Escuadrón 201 que el Museo de Arte Moderno) y de los críticos que escriben sobre uno. En suma, la legitimación del sistema. Ello sobredimensiona el papel del crítico, el director del museo, el museógrafo y el curador, y deja al artista sin defensa frente a las hegemonías teóricas, ideológicas y comerciales en boga, puesto que no puede hacer valer una esencia del arte por encima o por debajo de las lógicas institucionales.
El asunto no es nuevo, por supuesto. Sólo que categorías como “Bellas Artes” naturalizaban una lógica al grado de hacerla parecer independiente de las instituciones que la seguían y la hacían valer. “Bellas Artes” implicaba un sistema sustentado en una dicotomía clara: de un lado la obra monumental; del otro, la obra personal, coleccionable. Una tipología asociada a la distinción entre espacio público y privado con fronteras bien delimitadas. La tipología supone también una epistemología, es decir, criterios de verdad (el de lo simbólico político o religioso, por un lado; y el de la autenticidad expresiva, por el otro); y criterios de celebración (el de la memoria, sacra o cívica; el económico, del valor de mercado del objeto de colección).
El ascenso de una modernidad positivista, autoritaria, postulante de la idea del progreso técnico, económico y científico —pero también cada vez más individualista y, hasta cierto punto, republicana, en Occidente—, norma, por su parte, una concepción de la estética como disciplina sistemática y universal, cuyo valor fundamental no es lo bello, sino la verdad, la concepción de la obra de arte como transmisora de verdad acerca del mundo y, por lo mismo, fundamentada en una ética del conocimiento. Esto es lo que conduce al realismo decimonónico, y también a sus paradojas.
El arte del siglo xx ha ampliado de manera contundente e innegable sus propios límites, hasta el punto de hacer borrosas las fronteras tanto teóricas como institucionales y prácticas, que soportaban la estructura antes dicha. La instalación, la performance y el arte virtual ya no pueden inscribirse en la tipología monumento/objeto, en la dicotomía público/privado, pero ¿qué tanto asumen todavía hoy la pretensión de valor de verdad? Y ¿qué tanto aún pretendemos juzgarlos sobre esa base?
Lo globalizado y sus angustias
Este consenso está en la base no sólo del arte moderno, sino también del contemporáneo. Cuando Picasso afirma que la pintura es “una mentira que dice la verdad”, o cuando John Cage define al arte no como un objeto, sino como la producción colectiva de una experiencia “que no podría tenerse de otro modo”, o cuando se elige hacer un arte militante (que ya no es rojo, pero puede ser “verde”, por ejemplo, o como marca de identidad de minorías étnicas o sociales), a fin de cuentas, se está asumiendo la misma tradición de la verdad y su ética.
Es cierto que la ampliación y diversificación del arte pareciera contradecir el planteamiento, pero tanto si el artista se ciñe a una exploración-exaltación-crítica de las gramáticas visuales definidas por los medios masivos, como si se las rechaza; tanto si se asume la representación de “la era del vacío y del imperio de lo efímero”, como si se combate al narcisismo y a la frivolidad nihilista de la moda; tanto si se es “objetual” como “conceptual”; lo que hay es la elección de una verdad y la construcción de la ética correspondiente. Cierto que la diversificación ha multiplicado las verdades, pero ello no debería implicar ningún problema, y hasta debería ser bien recibida por cuanto señala una ampliación de las posibilidades creativas. El reencuentro con una diversidad antes negada.
Sin embargo, la multiplicación de las verdades parece volver absurda la pretensión de verdad impresa en la esfera del arte y la estética. Lo que caracterizaría a lo posmoderno o a lo globalizado sería el escepticismo esencial sobre la existencia de una realidad objetiva, o sobre la posibilidad de llegar a una comprensión consensuada de ella por medios racionales. Ello es la base del relativismo radical que parece caracterizarnos y angustiarnos. Nos angustia porque constatamos la necesidad si no de la unidad, por lo menos del consenso. Pero ello no es sólo un problema artístico o estético, es sobre todo político y ético.
El corralito de la globalidad
Parafraseando a Camus: sobre la globalización se ha dicho todo y más, desafortunadamente. De concepto, si alguna vez lo fue, pasa a ser palabra de moda en voz de políticos y comentaristas de medios de masas. No quisiera entrar en una larga discusión sobre el concepto. Algo que podría ser un acuerdo es que implica el que los mercados que solían ser locales o nacionales, se vuelven mundiales. Y tiene sentido si pensamos que el pollo frito que tanto les gustaba a los kentukeños blancos, ricos y racistas de principios del siglo xx, ahora se puede comer tranquilamente en Guanajuato, en Singapur y hasta en Moscú. Desde luego, esto significa que sólo los más fuertes van a poder sobrevivir, porque la llegada de productos mundiales a los mercados locales hace que los productos endémicos desaparezcan. Y ello llena de esperanzas a los que se creen fuertes, y de angustias a los que se sienten débiles. Implica también la posibilidad de la homogenización de los productos, vista también como esperanza o como peligro (lo bonito que sería que ahora todo el mundo coma sanos yogurts en lugar de las grasas saturadas de la birria o el bife, y lo horrible que podría ser que Taco Bell le gane la partida a McDonald’s, como sucede en cierta película de Stallone y Sandra Bullock).
Otro elemento que parece estar implicado en el término, es que el fenómeno representa una novedad histórica frente a momentos anteriores, y que por ello caracteriza una situación definitoria del nuevo milenio que se inicia. La globalización vendría a ser la etapa siguiente en el desarrollo de la humanidad, y en ese sentido irremediable.
Lo que llama a confusión ante el mínimo análisis, es que ambos elementos son excluyentes. Nunca falta el aguafiestas que, con los datos en la mano, demuestra que el comercio mundial era más importante, proporcionalmente, hace 100 años que ahora (y más si corregimos los errores metodológicos de las mediciones internacionales, que suman como exportaciones lo que sólo es comercio intra firma). Y si apuran un poco el asunto, resulta que los musulmanes del siglo ix llevaban seda y papel de la China hasta la costa atlántica portuguesa y eso que no había aviones ni canal de Suez.
Si renunciamos a la idea de novedad histórica y nos quedamos con la definición económica, que es la más utilizada, en el caso del arte podría no estar tan globalizado como se piensa, aunque sin duda tiene características mundiales. La venta de arte está dividida en dos sectores: la que se realiza a través de subastas y la de los revendedores (dealers o marchants como se decía antes), de las subastadoras Christie’s y Sotheby’s, con estructura multinacional, que controlan 50% del mercado. Éste, empero, se encuentra claramente centralizado en tres países: Estados Unidos con 57%, Gran Bretaña con 30% y Francia con 7%. Los demás países del mundo se reparten el restante 6% y les toca de a poquito. España, cuyo mercado creció 60% entre 1990 y 2000, sólo ocupa 0.6%, y eso que en el 2000 facturó en comercio internacional de arte 141 millones de euros.
Cierto que ese mercado, pese a estar claramente centrado en tres países, incluye productos de todo el mundo. No es difícil ver en las grandes exposiciones internacionales a artistas latinoamericanos, africanos o asiáticos, casi en pie de igualdad con los norteamericanos y europeos. Esto sería una clara muestra del pluralismo antes mencionado, de todo se vale siempre y cuando la institución lo reconozca. Sin embargo, la distribución del mercado debería prevenirnos contra ese pluralismo. La participación de artistas de la periferia en el mercado sigue siendo marginal y leída en clave de exotismo (casi con independencia de si su poética incluye elementos folclóricos o no), y además sujeta a las modas del momento. Tal pluralismo en realidad no es tan amplio e incluyente como parecía al principio. Deja en libertad de elegir entre un urinario, un lavabo y una tina, pero no necesariamente entre los muebles del baño y un arte claramente político (como el Zapata monumental que se pintó sobre el suelo del Zócalo durante la caravana del EZLN). No representa un reconocimiento honesto de la diversidad y la otredad, ni tampoco un sincretismo o hibridación de culturas diversas en plano de igualdad, sino el mismo saqueo colonialista de cuando los romanos copiaban las columnas griegas y los arcos etruscos en edificios celebratorios de su imperio; o cuando los artistas franceses que se habían paseado victoriosos con Napoleón por Egipto, llenaban sus cuadros de harenes argelinos, pretexto perfecto para dar juego a sus imaginarios reprimidos.
La globalidad del arte parece un corralito bancario. La periferia deposita sus valores culturales confiada en una paridad clamada y sustentada por los “nuevos tiempos” y luego resulta que no se pueden retirar porque la paridad nunca existió. Nuestro artista que pintaba insectos o santitos, y que nunca pelamos por regionalista trasnochado, regresa diez años después de Nueva York a precios de miles de dólares. Nuestros gruperos favoritos graban en Miami o Los Ángeles y nos venden sus discos en cientos de pesos que no se quedan ellos, sino las transnacionales culturales.
Arte y resistencia
¿Debemos dar todo por perdido? ¿Conformarnos con el lugar de subordinación que se nos ha asignado? ¿Esperar con devoción ser uno de los elegidos de las grandes ligas? La cuestión no es así de fácil. La globalización, o, mejor dicho, esa globalización autoritaria y excluyente nos destroza la existencia cotidianamente, y es casi imposible no generar estrategias y tácticas de supervivencia, aunque sea de manera no premeditada. En América Latina abundan los ejemplos y Argentina es sólo el caso más reciente.
La cultura y la alta cultura juegan un papel importante en la construcción de las hegemonías políticas. Quizá no el único, ni el fundamental, pero desde luego crucial. La construcción de identidades y también de ciudadanías es un proceso cultural en el sentido amplio del término, y si algo hace la globalización entendida como expansión mundial del capitalismo, es afectar la subjetividad a fin de constituirnos en individualistas solipsistas, incapaces de solidaridad y acción colectiva. Reconocer esto me parece una perspectiva necesaria para la izquierda, ya que es estratégico dadas las características del contexto actual. Un punto de partida necesario tanto si hablamos de la sociedad civil movilizada como del partido o del partido hecho gobierno.
Consecuente con lo anterior, es fundamental desarrollar industrias culturales propias, para impedir el saqueo sistemático de nuestros bienes culturales y simbólicos. Una labor que debe realizarse también tanto por parte de los productores culturales individuales, como de la sociedad civil, como del partido de izquierda y del gobierno de izquierda. Al menos algunas de estas industrias culturales deberían obedecer a lógicas distintas, opuestas a la lógica del mercado que norma las industrias culturales trasnacionales. Desde luego es posible, y en algunos casos es real, que nuestras producciones culturales se enfrenten en sus mismos términos a las del centro, y esto puede ser incluso valioso para nosotros, pero como se trata de construir una hegemonía distinta, el asunto es operar de modo diferente, dar pie a un verdadero pluralismo, que sea la manifestación de la diversidad y la multiculturalidad que de hecho nos caracteriza y nos enriquece.
Por supuesto también sería necesario afectar las instituciones de alta cultura, a fin de que no respondan sólo a la lógica de un sistema internacional que nos excluye ni a sus categorías de validación, recepción y uso de los bienes culturales. Quizá fui injusto con algunos ejemplos que puse al principio. Que un hombre se haga crucificar con un penacho azteca y un taparrabos estampado con la Virgen de Guadalupe, puede ser deliciosamente exótico si se hace en Manhattan o en París, puede ser una abstracción nacionalista si se hace en el museo de la gran ciudad latinoamericana, puede ser una irreverencia intranscendente pero escandalosa si se hace en una ciudad interior; pero si se hace en la frontera entre Estados Unidos y en México, ante personas que están dispuestas a cruzar el desierto en busca de una vida mejor, la idea de un Calvario no tiene nada de abstracción incomprensible. Las vulvas de plástico bien pueden chocarnos, pero no como seres humanos, biológicos, sexuales, sino como machistas súbitamente agandallados por nuestro propio imaginario puesto en jaque. El arte latinoamericano puede estar señalando estas cosas e incluso apuntando soluciones, independientemente de su posible cooptación por el sistema internacional, y lo hace a mucho más bajo costo y más rápidamente que las grandes industrias culturales. Que este arte pueda cumplir una función más allá del juego de prestigios legitimador del sistema mismo, depende de que los actores de este campo cultural asuman no sólo su función creativa sino también pedagógica, si esto ha de verse desde una perspectiva de izquierda. Que las personas no entiendan el arte contemporáneo, que no estén familiarizadas con sus códigos y tradiciones, no significa que el pueblo sea bruto. Tiene que ver con procesos de exclusión social y políticas públicas que consideraron a la cultura como subordinada e irrelevante. También es necesario comprender el tipo de contexto que se pretende afectar. No sólo la performance o la instalación pueden ser irrelevantes, también el mural pintado en la colonia popular, si no se hace un esfuerzo creativo, inteligente, reflexivo sobre las condiciones y el tipo de acto u objeto necesario para cumplir determinados fines.
Carlos Guevara Meza. Profesor en la Facultad de Filosofía y Letras; y en el Centro Nacional de las Artes, México.
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Ensayo publicado en Tropo 24, nueva época, 2002.