Marien Espinosa Garay
“¡Oh inteligencia, soledad en llamas,
que todo lo concibe sin crearlo!”
Muerte sin fin, José Gorostiza
Cuando nació Anselmo, algunos aseguraban que el fin de los tiempos estaba cerca. Porque después de todo, advertían los agoreros, aunque no aconteció el gran cataclismo del Juicio Final al cumplimiento del año mil, aquél no era asunto para posponerse un milenio más. Entonces juraron que precisamente en el 1033 —diez veces cien años del momento en que Jesucristo sufriera tan cruenta muerte de cruz—, se consumarían todos los tiempos. E iban a desatarse las cadenas de los demonios que habían estado atados durante mil años.
Anselmo esperó toda una infancia y una juventud a que se realizaran las profecías. Italiano de origen, vagabundeó por toda la Francia medieval buscando respuestas a las interrogantes que le punzaban la cabeza. Pero decidió continuar la búsqueda entre los muros de un monasterio. Y piensa en esto, se pregunta cuál es el dibujo de las edades, mientras pretende imaginar el mundo mil años más allá, ahora que por un momento ha parpadeado, la cabeza perdió sus asideros un instante y el aceite en llamas de la lámpara estuvo a punto de morder sus pergaminos. El chorro hirviente le escoció la mano. Sí, merecido castigo, medita con una sonrisa, por esta falta de cuidado. Seca con la manga del hábito el estropicio y tiene que reconocer que el sueño le venció la voluntad, arrebatándolo en un paréntesis de inercia. Pero ahora siente la cabeza reventando en paisajes, porque el breve olvido lo ha llevado a abrevar en otras atmósferas.
Se levanta y da unos pasos. La noche es cerrada más allá de la brevísima ventana. Es muy fría también. Quizá deba continuar una tercera parte de los textos que ha concluido 2 , porque a pesar de sus esfuerzos, en la primera obra aún no parecían claros los argumentos; y ahora que escribe las últimas letras de la obra segunda, siente con desazón que todavía falta mucho por decir. Sin embargo, mientras más discurre su mente, ahora enfebrecida, menos escriben sus dedos y más parpadea la lámpara. Debería continuar, pero en este momento las letras parecen resbalar de los renglones.
Una mano se ha posado ahora sobre los párrafos. Anselmo se sobresalta. No ha podido preguntar quién es aquel visitante nocturno cuando el otro ya ha hablado con voz ensordinada. “No estoy de acuerdo contigo”, dice. Hasta entonces Anselmo logra distinguir el rostro del recién llegado bajo una capucha monacal. “¿Quién eres tú?”, cuestiona.
El desconocido baja la capucha y revela un rostro inteligente y atento que se dibuja apenas entre las sombras. “Mi nombre es Gaunilón. No creo en lo que has escrito, ni en lo que estás por escribir”.
Gaunilón toma el manuscrito con las manos y entre murmullos relee algunos párrafos. Anselmo apenas se está preguntando qué hacer con esta visita incómoda cuando el otro replica: “Por ejemplo, tu argumento principal es muy cuestionable. Afirmas que Dios es el “…Ser del cual es imposible pensar algo más grande…” y esto, aunque con reservas, tal vez pueda pasar por un razonamiento aceptable, pero una idea absoluta como esa, no significa que necesariamente exista fuera de la mente del que acaba de concebirla, por lo tanto, no creo que el raciocinio por sus propias fuerzas pueda llevarnos a probar la existencia de Dios…”
Anselmo iba a preguntarle cómo había llegado hasta allí, de qué manera podía conocer unos agrumentos cuya escritura acababa apenas de terminar, y otras cuestiones que al final fueron hechas a un lado para inquirir lo que ahora parecía urgente:
“La idea de un Ser de quien no puede pensarse nada más grande debe necesariamente abarcar la existencia, o definitivamente no sería aquel de quien no puede pensarse nada superior, porque entonces el ser existente sería superior al ser pensado…” 3
Gaunilón se sienta frente a la mesa de escritura. Ríe un poco. Al fin objeta:
“Imagina que yo pensara en las islas más grandes y hermosas que pudieran ser pensadas, eso no va a darle ninguna existencia a semejantes islas. Además, tomada al pie de la letra, tu afirmación sobre Dios es contradictoria. En tu Proslogium afirmas que “Dios es aquello mayor de lo cual nada puede pensarse.” Entonces la idea de semejante Ser ni siquiera puede ser pensado. Por lo tanto, estás afirmando una contradicción, porque la sola naturaleza de tal Ente trasciende todo pensamiento”. 4
Antes de que Anselmo pudiera replicar, otra figura se ha aproximado a la luz de la lámpara. Un nuevo monje se ha quitado la capucha. Los diseños de su hábito son desconocidos para los presentes, pero sus ojos son cortantes e incisivos. “No es posible afirmar la existencia de Dios a partir de la definición de un Ser de quien no puede pensarse nada más perfecto”, reclama el recién llegado. Sus larguísimos dedos han flotado sobre los caracteres escritos, y ahora mira al benedictino muy de frente, con una seguridad pasmosa.
Anselmo comienza a molestarse. “¿Y por qué no?”, inflama la voz, “¿por qué no ha de inferirse la existencia de los seres a partir de su esencia, especialmente en Aquel Ser donde esencia y existencia son una misma cosa?” Pero el recién llegado no se molesta en contestar, y girando la mirada, increpa ahora a Gaunilón: “Tu argumento de las islas imaginarias es bastante endeble también…”. Entonces el interpelado brinca de su asiento como si los demonios lo hubiesen pinchado por detrás.
Anselmo siente una punzada de terror. ¿Quiénes son éstos?, ¿por qué se han reunido aquí, y precisamente esta noche? Pero el otro le interrumpe los pensamientos, como si los adivinara: “Soy Tomás, nací en Aquino. He leído todas tus obras, porque escribirás muchas, Anselmo, obispo de Canterbury…”. Su interlocutor se amedrenta, pero no lo demuestra. Nunca nadie lo había llamado así. Sin embargo, no puede disimular la molestia ante los instrusos: “Bien, Tomás, ya que este es tu nombre te llamaré así, ¿entonces cómo, según tú, ha de inferirse la existencia de Dios?”
“No es posible inferir la Persona de Dios sino de manera indirecta, a través de las perfecciones de las creaturas del mundo natural. Existen Cinco Vías para deducir tal Existencia, una de ellas explica que, si todas las creaturas se mueven, cambian y devienen, debe existir un Primer Motor, que es, sin embargo, inmóvil…”
Gaunilón, que no ha perdido detalle de la conversación, increpa: “¡Esos son argumentos de Aristóteles!”
Entonces alguien entra a unirse a la discusión. A diferencia de los otros, su atuendo no anuncia a un hombre de vida religiosa. Las ropas son extrañas y los ojos oscuros desmesuradamente grandes. Habla con acento francés. “Yo estoy de acuerdo contigo, Anselmo. Si realmente existe un Dios, debe ser necesariamente un ser perfecto, y como la existencia es parte de la perfección misma, luego Dios existe, necesariamente…”, exclama. “Esto es tan claro y distinto como una demostración geométrica.” Apenas se han pronunciado tales palabras cruza el umbral una figura enclenque y esmirriada. Extraña, sin embargo, pues porta una solemne peluca blanca. “¡Yo jamás estaré de acuerdo con semejantes razonamientos!”, asegura el recién llegado. “El mundo de las ideas que concebimos en nuestra mente nunca captará en su totalidad al mundo que tal vez exista fuera de nuestra cabeza. Por lo tanto, si el unicornio existe, lo hace solamente en nuestra mente y eso ya es suficiente…”
Tomás de Aquino pierde la paciencia. “¿Quiénes son éstos?”, reclama a Anselmo, quien para entonces ya está resignado a los desencuentros.
“El es Descartes, el otro es Kant”, interviene una voz cascada y parsimoniosa. El nuevo intruso viste un impecable traje de casimir, corbata de seda. Se apoya en un bastón en medio de la oscuridad. La lámpara descubre unos ojos vacíos.
“Señores, perdonen mi atrevimiento al irrumpir así en esta reunión. El momento me resultó irresistible y debo admitir que la compañía de poetas y escribanos como yo no siempre es provechosa ni grata a filósofos como ustedes”.
Curioso, Anselmo invita: “Pase usted, y hágase un lugar en medio de esta algarabía”.
El nuevo huésped se sienta frente a la mesa y extiende la mano hacia los pergaminos sin tocarlos. “Yo les propongo un nuevo argumento para probar la existencia de Dios. Se inspira en el suyo, Anselmo, pero con algunas variantes. Lo nombré Argumentum Ornithologicum”. Entonces, el ciego recita de memoria con aquella su voz pausada: “Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros: la visión dura un segundo, o acaso menos; no sé cuántos pájaros vi. ¿Era definido o indefinido su número? El problema involucra el de la existencia de Dios. Si Dios existe, el numero es definido, porque Dios sabe cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es indefinido, porque nadie pudo llevar la cuenta. En tal caso, vi menos de diez pájaros (digamos) y más de uno, pero no vi nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera. Este número entero es inconcebible; ergo, Dios existe” 5
Gaunilón es el primero en romper el grueso silencio que se ha establecido entre los presentes.
“Señor, disculpe, ¿cómo debo llamarlo?”
“Borges, Jorge Luis Borges…”
“Bien, señor Borges, creo que el argumento que ha expuesto es el más endeble de todos, porque se basa en una imagen fugitiva que vio usted nada menos que con los ojos cerrados. No creo en la seriedad de ningún argumento que haya de basarse en semejante premisa. Además, el nombre que le ha dado, el Argumentum Ornithologicum, es, por decir lo menos, ridículo. ¿Si yo cierro los ojos un momento y veo pasar una jauría tendré que llamar a mis deducciones el Argumentum Canideologicum, o si pasan varios caballos será entonces el Argumentum Equinologicum?”
Se oyen risas en el recinto. Pero el interpelado responde tranquilo: “Les advertí que los poetas y escribanos manejamos una lógica extraña, y es verdad que necesitamos cerrar los ojos para ver mejor”. Entonces ríe también. “Aunque yo no necesito ocuparme de esas minucias, ciego como estoy…” Descartes lo interrumpe: “Pero sin importar el origen de las primeras premisas del argumento, al buscar el número preciso de los pájaros que volaban, nuestro amigo Borges está recurriendo a comprobaciones matemáticas que van a proporcionarle certezas confiables…”
“¿Certezas sobre qué?”, ríe Kant. “¿Certezas sobre una bandada de pájaros que volaban adentro de su cabeza? ¿Qué certeza podemos tener de que esas aves existan fuera de allí, estimados señores?
“Esa no es la pregunta principal, señor Kant”, asegura Tomás de Aquino con su grave ceceo, “lo importante es saber cómo entraron las aves en su cabeza. Sólo si alguna vez el señor Borges vio un ave puede imaginar una millar de ellas volando en el pozo de su mente. ¿No lo creen así? ¿De dónde surge entonces el diseño magnífico de las plumas, la curvatura del pico, la excelencia del vuelo?”
“Debo advertirles algo”, asevera Borges en tono muy confidencial, “y esto quizá los incomode aún más a ustedes. Señores, a pesar del profundo respeto que me inspiran sus hábitos monacales, al menos los que portan tres de mis interlocutores…”, cambia nerviosamente de mano el bastón, “debo confesar que yo no estoy seguro de la Vida Eterna, en fin, no soy religioso, aunque a veces dicen algunos que parece que lo fuera…” 6
Anselmo quiere abrirse paso hasta la mesa, pues la discusión se caldea, pero mueve la mano con violencia y el aceite salta como una mancha dorada por el cuarto. Las llamas inflamaron por un momento el aire. Anselmo siente en su carne la terrible mordedura del fuego y apaga a manotazos las lenguas que amenazaron otra vez los manuscritos.
“Disculpen, señores”, exclama, pero su sorpresa es mayor que las quemaduras cuando mira a su alrededor y se encuentra solo en medio de los resplandores del amanecer que se anuncia.
“Parpadeé un momento, y creí soñar con varios visitantes, pero ¿no serán ellos como los pájaros que aquel poeta ciego mencionaba en su argumento? Yo vi una muchedumbre de filósofos desconocidos. ¿Era definido o indefinido su número? Y más aún, ¿Existen Gaunilón, Tomás, Descartes, Kant y Borges en la silenciosa memoria de Dios? Luego, Dios existe.
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NOTAS
1 Este texto tal vez pueda excusarse como un eco del excelente ensayo sobre el poema Muerte sin Fin de José Gorostiza, que Oscar Wong publicó en Tropo 22, enero-febrero 2002
2 El Monologium y el Proslogium, primeras obras de San Anselmo, donde desarrolla su llamado Argumento Ontológico, con el propósito de probar racionalmente la existencia de Dios.
3 “…la idea de Dios como absoluta perfección es necesariamente la idea de un ser existente, y San Anselmo argumenta que en ese caso nadie puede a la vez tener la idea de Dios y negar su existencia… el ser absolutamente perfecto es un ser cuya esencia es existir, o que necesariamente implica la existencia, puesto que en otro caso otro ser más perfecto podría ser concebido: es el ser necesario, y un ser necesario que no existe sería una contradicción de términos”. Copleston, Frederick. Historia de la Filosofía, Vol. II, México, Editorial Ariel, 1983, p. 167
4 Mas información sobre el Argumento Ontológico de San Anselmo y las críticas y comentarios que de éste desarrollaron otros filósofos a través de los siglos pueden encontrarse en www.lostinthecosmos.com y en http://plato.stanford.edu/
5 Este texto aparece en la obra El Hacedor. “El argumento (Ornitológico) es, además de ingenioso, nuevo y literariamente eficaz. Sospecho que se trata —en esta versión del llamado argumento ontológico que realmente nada tiene que ver con San Anselmo o Descartes—, de un juego, y ya sabemos que Borges, aun cuando se divierta en sus juegos, también llega a pensar que “cualquier ejercicio intelectual es finalmente inútil”.
Este argumento debe mucho a los empiristas ingleses… Debe mucho a Berkeley. Pero si para Berkeley la realidad de la vigilia es la realidad que percibimos, si ser es percibir o ser percibido (y Dios es quien, al percibir el universo entero, da realidad a éste), para Borges el argumento se presenta cuando tenemos los ojos cerrados. Así, lo que podría ser verdad en el sueño —o en el cerrar los ojos—, no lo es necesariamente en la vigilia. El argumento tiene una doble dimensión: si creemos que los sueños son más reales que la realidad —y a veces Borges lo cree—, el argumento podría ser válido; pero si pasamos a la vigilia —cosa que Borges hace sigilosamente al pasar a los números —, el argumento se invalida. En otras palabras, Berkeley necesitaba a Dios para poder tener una garantía de que lo que percibimos o aquello que nos percibe es de orden espiritual… Pero los argumentos de Berkeley están hechos, por así decirlo, con los ojos abiertos… Borges… ve la realidad como sueño —o más exactamente, como un parpadeo con los ojos cerrados” Xirau, Ramón. Antología, México, Editorial Diana, 1989, pp. 304-305
6 En Everness, Borges dice: “Sólo una cosa no hay. Es el olvido / Dios, que salva el metal, salva la escoria / y cifra en Su profética memoria / las lunas que serán y las que han sido. / Ya todo está. Los miles de reflejos / que entre los dos crepúsculos del día / tu rostro fue dejando en los espejos / y los que irá dejando todavía. / Y todo es una parte del diverso / cristal de esa memoria, el universo; / no tienen fin sus arduos corredores / y las puertas se cierran a tu paso; / sólo del otro lado del ocaso / verás los Arquetipos y Esplendores. / Verdugo–Fuentes, Waldemar. En voz de Borges, México, Editorial Offset, 1986, pp. 194-195.
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ENSAYO PUBLICADO EN TROPO 23, PRIMERA ÉPOCA, 2002.