Carlos Torres (1949-2020) Para cumplir con un destino

Agustín Labrada

Pionero del periodismo cultural en Quintana Roo y ensayista notable por su incasable curiosidad intelectual, Carlos Torres —fallecido en junio pasado— incursionó también en la ficción y en la poesía. El siguiente texto es la entrevista de Agustín Labrada, dada a conocer en 2004 en esta revista a propósito del libro de relatos Los arrebatados cuentos mutuos (1999). Su recuperación ahora es un pequeño homenaje a un escritor que también era un lector voraz. Muestra de ello es su libro Siete voces, donde exploró con placer y acuciosidad a algunos de sus autores favoritos.

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Mucho tiempo después de haberse establecido en Cancún, Carlos Torres comenzó a escribir estos relatos con los que explora en sus recuerdos juveniles y, como se hallan dibujados en primera persona, alcanzan así un abierto énfasis testimonial, desde una prosa adjetivada, lúdica y solemne, en armonía con el mundo circundante.

Los arrebatados cuentos mutuos tiene una ubicación topológica sureña, exceptuando una historia cuyo set es la Ciudad de México, aunque su eje dramático versa sobre un hombre del sur: el escritor yucateco Juan García Ponce, y una temática —pese a las anécdotas de aparente sencillez— universal: amor, amistad, nostalgia…

Es característico en tales narraciones el empleo de párrafos muy extensos, casi en la línea estructural carpenteriana, pero sin el barroquismo lingüístico frecuente en el autor de Viaje a la semilla. Torres ofrece —con un lenguaje culto y a la vez poco rebuscado— una parcela literaria regida por la claridad y la expresión sincera.

Son el puerto de Veracruz y, en menor grado, Cancún, San Andrés Tuxtla y Xalapa —vistos desde la perspectiva cancunense— los escenarios donde el autor sitúa sus páginas —que contienen escenas de la cotidianidad entretejidas con reflexiones y sentimientos perdurables— donde se festeja la maravillosa experiencia de vivir.

—¿Por qué calificas a tus cuentos de arrebatados y mutuos?

—Se trata de un juego de palabras quizá demasiado simple. Como es usual, utilicé el nombre de uno de los cuentos de ese libro, de manera que parecería que todos los relatos de ese volumen pretendieran ser arrebatados y mutuos. Por supuesto, tal es mi pretensión, pero la realidad y el deseo raramente coinciden. Por otra parte, el nombre de ese cuento alude a la noción de quitar o apoderarse de algo, en vez de la acepción mística o religiosa de arrebatado, en cuanto transporte espiritual, aunque por supuesto trato de aprovechar esta anfibología para suscitar el interés apriorístico del lector, detalle que conlleva el peligro de causar decepción, porque el lector espera un tema y se le ofrece otro. Sin embargo, precisamente como lector yo he experimentado dos casos notables de este tipo de decepción, con la circunstancia de que el resultado real fue más satisfactorio que lo esperado. Ello fue con Elogio de la locura, de Erasmo de Rotterdam, que en realidad es un elogio de la cordura; y con La rebelión de las masas. En este segundo ensayo, de Ortega y Gasset, esperaba yo una reivindicación del pueblo, y me encontré con todo lo contrario, pero sin ser una obra retrógrada, sino más bien vanguardista, a pesar de que la propuesta de Gasset es de tipo aristocrático. Y en cuanto a “mutuos”, en ese cuento que da título al libro se aclara que se trata de una relación muy bonita, de carácter ético e intelectual, entre una madre y su pequeño hijo; pero también ahí hay una pretensión autoral que subyace en todo escritor: que su obra pase a ser propiedad cordial del lector. Es obvio que este juego de palabras corresponde a los deseos más íntimos del autor y que la realidad no se detiene a considerar estos deseos más bien pueriles, pero de todos modos así fue como surgió el título de ese libro de cuentos. No obstante, veo con terror que se cumple en esta respuesta la advertencia de una amiga: “No aclares, porque oscureces.”

—En las historias contenidas en tu libro, se funden fábula y reflexión, como hace Milan Kundera en sus novelas-ensayos. ¿Qué objetivos estéticos propones con esa fusión genérica?

—Más que perseguir algún objetivo estético, creo que esa fusión responde a la época actual, en la que confluyen ambos géneros: el ensayo y la narrativa. De hecho, el Quijote ya presenta esta característica, si se toman en cuenta los diálogos entre Sancho Panza y El Caballero de la Triste Figura, y sobre todo en la famosa escena de la biblioteca de Alonso Quijano o Quezada, que es ante todo un tratado de crítica literaria. Sin embargo, el modelo más cercano para mí en este sentido es Borges, que en cuentos célebres como “Pierre Menard, autor del Quijote”; “El acercamiento a Almotásin”; “Examen de la obra de Herbert Quain”; entre otros, relata vida y obra de escritores imaginarios. A su vez, Borges tiene ensayos que parecen cuentos como “La muralla y los libros” y “El sueño de Coleridge”, para citar sólo dos, en los que la imaginación predomina sobre su célebre y estricta erudición. Tal es el modelo, tan ambicioso que parece o resulta ridículo tratar de imitarlo, pero que ha ejercido una admiración inextinguible en mí.

—Hay en tu libro un festejo constante de la existencia humana y sus tribulaciones. Sin embargo, en tu escritura periodística has desacralizado la realidad y a muchos de sus personajes desde ópticas profesionales, éticas y políticas. ¿Por qué se manifiesta ese contraste de miradas cuando ambos discursos son manejados por un mismo autor?

—En la escritura periodística he cometido muchos errores, entre ellos los que más me duelen es haber sido en ocasiones demasiado duro con algunos personajes del arte y la cultura. Esta clase de periodismo no aporta nada al lector y sí puede dañar a esos personajes. Es muy fácil para el periodista cultural abanderar causas supuestamente justas y rasgarse las vestiduras por los presuntos errores ajenos; y, al contrario, lo más difícil para el periodista cultural es participar profundamente del evento o persona que da cuerpo a su nota, desde el conocimiento amplio del tema específico hasta la vivencia cordial del acto o persona que reportea, pero éste es el único camino para de verdad influir positivamente en la opinión pública, proporcionándole a ésta mayores elementos de juicio estético, una perspectiva más amplia de los fenómenos artísticos y culturales que acontecen en su entorno. Así como el tipo de letra que suele utilizarse en el periodismo escrito es aquel que no distrae la vista del lector, un tipo neutro, casi transparente, asimismo el periodista debe tratar de pasar inadvertido; debe difuminar su presencia hasta el grado de que lo que realmente resalte sean los temas o las circunstancias que retransmite a la sociedad. Pero estas premisas quedan totalmente anuladas cuando se escribe el artículo de opinión, en el que predomina el punto de vista estrictamente personal. El asunto es complejo, pero de cualquier modo creo que es oportuno mencionar que en ambos géneros, el periodístico y el literario, el escritor está asumiendo riesgos considerables, y uno de ellos radica en el hecho de que está exhibiendo sus limitaciones y sus capacidades ante un público, el de los lectores, que sabe descifrar el mensaje oculto de todo texto, tanto el mensaje entrelineado como el código secreto de la personalidad del escritor, que se integra al texto, a pesar de que el autor haya querido ocultarse. Este detalle tiene una fórmula precisa: cuando equis habla de zeta, es más lo que dice de equis que de zeta.

¿En qué circunstancias —culturales, vitales y sicológicas— escribiste cada uno de los relatos?

—Culturalmente, la circunstancia era propicia, ya que como editor de la sección de cultura de un diario quintanarroense tenía yo espacio para publicar esos cuentos. Quiero decir que seguí una línea más de suplemento o revista que de sección, porque vitalmente esos relatos habían llegado justo a su momento de ser escritos; o sea que los temas fueron apareciendo por sí solos, espontáneamente, lo cual me pareció por supuesto maravilloso, ya que urdir historias, inventar personajes, situaciones y ambientes no es precisamente un don personal. En el aspecto sicológico, es preciso puntualizar que la circunstancia de estar viviendo uno de esos dos o tres grandes amores que en la vida de toda persona se presentan, me impulsó a incursionar en un género, el cuento, que considero muy difícil, por cuanto requiere de economía de lenguaje, de amenidad, de estructura sagaz, de palabras precisas, para presentar un resultado decoroso. No sé si tal fue el caso, pero sí sé que en esos momentos tenía yo la seguridad de estar escribiendo por necesidad interior, para proyectarme ante los ojos de mi amada como un ente creativo y no sólo un trasegador de palabras ajenas, como ocurre en la mayoría de los géneros periodísticos.

¿El ejercicio periodístico se ha mezclado, está presente en tu obra?

—Está presente como tema de algunos de mis relatos, sobre todo a partir del pasaje del Ulises, de Joyce, que trata de Stephen Dedalus en la redacción de un diario. Está presente también en el estilo, en el propósito de ser claro, en la destreza que adquieres practicando el periodismo. También es digno de señalarse el contacto virtual con el lector que el periodismo enseña a buscar. Siempre tienes en mente al famoso lector promedio, al que no debes defraudar con digresiones o datos superfluos. El periodismo es una buena escuela para el narrador; no es la única, por supuesto, pero es una de las mejores.

—Técnicamente, ¿cómo concibes tus narraciones?

—Yo soy un romántico irremediable. Creo, entre otras muchas deidades, en la inspiración. De modo que el caso fue que tuve una época de fuerte inspiración, motivada por los factores señalados, pero que de todos modos me sigue pareciendo mágica. Así que no concibo técnicamente mis narraciones. Sin embargo, tengo escrito otro volumen de cuentos, sin título aún, que fueron redactados en circunstancias de obligación autoimpuesta, como un ejercicio de narrador que extrae de la nada —porque estaba yo justamente en una situación de alejamiento absoluto del mundo inmediato— personajes y anécdotas para crear una ficción literaria. Ahí sí apliqué las vagas nociones técnicas que recuerdo como necesarias del cuento, pero en este momento no puedo decir si avancé en relación con Los arrebatados cuentos mutuos. En todo caso, no me importa si avancé o no, sino que me parece más importante haber aplicado el axioma de que la inspiración no existe, sino que lo esencial es la disciplina, pero, aun así, sigo siendo un romántico irredento y sigo esperando el momento prodigioso cuando, como dice el poeta tabasqueño, la inspiración “ocurre, cae sencillamente, como la edad, el fruto o la catástrofe”.

—¿Te sientes un escritor solitario o miembro de una familia literaria identificable por su estilo, su lenguaje, su visión del Universo y la humanidad?

—Me siento un escritor solitario. No quisiera ser identificado por ningún estilo ni lenguaje ni una visión comunitaria del Universo y la humanidad, pero esto es imposible, al menos en mi caso. Para lograr este soberbio propósito tendría yo que ser absolutamente original y olvidarme de la tradición. Me conformo con seguir siendo solitario, en cuanto me aburren las pláticas literarias. Por otra parte, y siguiendo algunas tendencias de la filosofía oriental, me parece más adecuado a mi carácter dejarme llevar por el instante, que puede ser un momento cotidiano o la presencia de alguno de los grandes autores de la literatura universal. Así, lo que se pierde de vista (las coordenadas culturales) se gana en intensidad. Me parece más interesante esta actitud ante el mundo que la de sujetarse a patrones culturales.

—Al autodefinirte como escritor romántico, ¿no entras en la corriente estética del romanticismo o en sus siguientes subsecuelas posrománticas, lo cual conduce también a una definición que te encasilla?

—Claro que sí. En realidad, me afilio a la pregunta retórica de Rubén Darío: “¿Quién que Es no es romántico?”, pero se recordará que esto lo dijo un modernista, alguien alejado de la vieja disputa entre clásico y romántico. Como ves, acudo a grandes maestros para justificar mis pretensiones, y esto es un acto de soberbia, una temeridad que me deposita en la absoluta fragilidad, pues los grandes maestros no son responsables de sus discípulos ñoños. Sin embargo, esta definición que me encasilla, la de romántico, no me molesta, quizá de la misma manera en que una camisa de fuerza podría resultar cómoda para un sicópata. En este caso, me gusta esta clasificación, me siento cómodo con ella. No sé en realidad si corresponde a la realidad, pero al identificarme con esta definición la hago mía, me apropio de ella como los que escriben su propio epitafio.

—¿Hasta qué linde la prosa de Charles Bukowski entra como influencia soterrada en la narrativa de Carlos Torres?

Hasta el límite de mis propias capacidades literarias y de mi tal vez inexistente prurito de originalidad. Lo cierto es que en algún relato de Los arrebatados cuentos mutuos esta presencia es total, desde el mismo título (“Bukowski en los muelles de Veracruz”). He oído a escritores notables decir que prefieren a Henry Miller sobre Bukowski. Miller fue el maestro indiscutible de Bukowski, al grado de que en muchos de los relatos de éste aparece Miller como protagonista, con el nombre de Henry Chinaski, este apellido tomado de la afición de Miller por lo chino y del propio apellido de Bukowski, pero la verdad es que Miller me aburre cuando se deja llevar frecuentemente por su obsesión antigringa. Precisamente por su mayor vulgaridad, por su aparente descuido, por su gusto por situaciones escabrosas, me gusta más Bukowski. Me parece más genuino que Miller. Sin embargo, me parece que ya entré de lleno en el pecado de discriminar. En resumidas cuentas, Bukowski es una influencia que trato de sortear, precisamente porque es muy fuerte.

—¿La profusión de adjetivos en tus textos responde a la propuesta garciamarqueana de mantener en equilibrio la cadencia narrativa, como si respirasen los párrafos en un solo ritmo?

—Efectivamente, tal es el objetivo: buscar una prosa con cadencia. Lo que no sé es si ello se logra con los adjetivos. Se ha satanizado a los adjetivos, porque en un tiempo se abusó de ellos. Se ha llegado a decir, con justeza que, si el adjetivo no vivifica una frase, la mata. Creo en ello, pero también creo que un escritor es un cúmulo de obsesiones de toda clase, y una de ellas es su obsesión respecto del adjetivo: tanto si lo usa como si deja de usarlo. Lo más cómodo es acudir al justo medio aristotélico, pero ello no invalida que algunos autores busquen el exceso y otros la abstinencia y que, de cualquier modo, lleguen a obtener resultados satisfactorios. No sé de qué depende esto último, el buen éxito, pero sin duda que para ello se conjugan muchos más elementos que el uso, abuso u omisión de los adjetivos. En mi caso, no puedo decir si logré sortear el hechizo de los adjetivos, pero eso no me preocupa. Lo que realmente me preocupa es que en mi otro libro de cuentos, que como te digo fueron escritos por una especie de obligación personal, el lenguaje es más sobrio. Yo no quisiera, en narrativa, tener un lenguaje sobrio. Mi naturaleza se inclina más por lo apoteósico, por la exuberancia, por el neobarroquismo de un Fernando del Paso, por ejemplo. Quisiera, en verdad, escribir por lo menos un cuento en el que predominasen los adjetivos, algo así como un motín de adjetivos, pero un escritor a quien siempre cito, Juan García Ponce, ya hizo este experimento, juntando triadas de adjetivos. En su caso, el resultado es satisfactorio, sobre todo porque se adivina en él una rebeldía, una contravención al estigma de los adjetivos. Por su parte, Rómulo Gallegos, en La trepadora, pone en boca de la protagonista ese otro error de la adjetivación: poner una serie de adjetivos sinónimos como falsa ostentación de riqueza verbal, y Gallegos justifica este vicio de esa protagonista en lo que es una defensa de la riqueza del trópico y del carácter expansivo de sus habitantes. En fin, el tema, como ves, me apasiona, de manera que para darle fin quiero reiterar mi completa, absoluta y demencial afición por los adjetivos calificativos, aunque ello me descalifique como escritor.

—¿Al mismo tiempo que enalteces áreas creativas y sentimentales del hombre desmitificas valores anacrónicos que perduran, como incómodas redes, en la convivencia social?

—Como dice el poeta, yo no lo sé de cierto, pero lo supongo. En el momento actual, tengo muchas dudas sobre lo que es antiguo y moderno, sobre lo que es obsoleto y lo que es funcional. Cuando trato de despejar estas dudas leyendo un buen libro de historia, o alguno de los muchos ensayos sociológicos, antropológicos, de sicoanálisis, me desespero porque entonces me doy cuenta de que para estar completamente seguro de un solo tema, o si se quiere de una parte mínima de un tema dado, tendría yo que abocarme a la lectura sistemática y exhaustiva de una cantidad enorme de libros, por no hablar de películas, documentales, viajes, archivos… De modo que me resigno, trato de percibir la realidad desde una perspectiva meramente estética, o si se prefiere mística, porque el sueño de la razón me produce vértigo. Aun así, debo confesar que cuando leo un tratado erudito y profundo de alguno de los temas de siempre, aplico el mismo método de percepción de la realidad: trato de disfrutar la ostentación erudita, el dato poco conocido, el modo en que el autor lo desarrolla, antes que adscribirme a alguna corriente de pensamiento o inscribirme en alguna de las grandes escuelas filosóficas. Esto implica una absoluta falta de responsabilidad histórica, un desasimiento del espíritu académico, pero por el momento me parece una actitud necesaria para conservar un mínimo de equilibrio emocional, el necesario para poder apreciar el contenido estético de la realidad y disfrutar un libro sin que busque en él la revelación del absoluto, sino sólo un diálogo súbito con las mejores mentes.

—¿Los segmentos confesionales y autobiográficos que se entretejen en tus textos literarios, además de su valor testimonial artístico, cumplen una función catártica?

—Necesariamente sí, pero de cualquier modo es irrelevante el elemento autobiográfico en un relato, porque para que éste tenga calidad intervienen otros factores. Tanto es así que, ante esta pregunta, me he puesto a ver los contenidos autobiográficos de mis cuentos y advierto que éstos parecen a veces ficciones, y éstas, a su vez, parecen reales en algunos momentos. Lo autobiográfico responde a una incapacidad personal para urdir ficciones, pero muchas de las ficciones son también, como algunos sueños, deseos no cumplidos. Así que insisto en la irrelevancia de los elementos autobiográficos en un relato. Si están bien manejados, ayudan a la eficacia de la narración; si no es así, sólo abonan la crítica tangencial, por ejemplo, el análisis sicológico del autor.

—¿Escribes cada texto de un solo impulso o de modo fragmentario?

—Generalmente, los escribo de un solo impulso y uno que otro, por su extensión, he tenido que hacerlos en dos sesiones cuando mucho. Casi nunca los depuro, precisamente porque mi delirio romántico me dicta que fueron escritos bajo un momento de inspiración, pero si tengo la suerte de que me hagan alguna observación para corregir algún detalle, lo corrijo.

—Algunas de tus historias poseen un largo aliento que las aproxima a la novela. ¿Has pensado retomar el germen de alguna y desarrollarla novelísticamente?

—No, definitivamente no. Esa clase de operaciones sólo las pueden hacer los escritores profesionales, los que asumen la escritura con absoluta responsabilidad, pero como la vida me ha enseñado que no debe decir uno “de esa agua no beberé”, es posible que algún día retome alguno de esos relatos para darle formato novelístico. Ahora, esta posibilidad no sólo no me atrae, sino que me causa aversión. Creo que ello se debe a que tengo una novela en borrador y en todo caso me interesaría más pulirla que emprender otra. Los proyectos no me gustan, justamente porque me quitan la tranquilidad y la alegría, factores que en mi caso me parecen indispensables para escribir.

—¿Para qué escribe Carlos Torres?

—Para cumplir con un destino.

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Entrevista publicada en TROPO 24, Nueva Época, 2020.

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