Miguel Miranda
Con la fascinación de un fan que busca los secretos de su ídolo, y la curiosidad intelectual de un lector acucioso que sabe concretizar el sentido de su lectura, nuestro colaborador Miguel Miranda conversa en la siguiente entrevista con el autor Jordi Soler a propósito de la más reciente novela de este escritor mexicano radicado en Barcelona. En esta charla, Jordi Soler descubre algunos secretos de su oficio como creador, y se extraña de quienes lo definen como escritor de culto. El sencillamente se considera “un trabajador de la palabra”.
Había terminado de leer “El cuerpo eléctrico” de Jordi Soler y me encontraba sumergido en Google, recopilando información adicional, no tanto para escribir la reseña, sino en la búsqueda del “metadato” del escritor; quería hurgar en el Jordi Soler que conocí hace más de veinticinco años, cuando él era un locutor de radio de voz heterodoxa que hablaba de temas igual de heterodoxos para la radio comercial y que transformó junto a sus compañeros de Rock 101 a una generación chilanga como la mía, de chavos que pretendíamos cambiar al mundo.
Por ello, cuando di con su correo electrónico no dudé ni un instante y le envié un comunicado de febril sustancia para pedirle una entrevista para Tropo a la uña. Jordi contestó afirmativamente después de un fin de semana. Pactamos el día y la hora para reunirnos por Skype, Jordi en Barcelona, yo en Cancún, “a las diecinueve mías, doce tuyas”, dijo en un lacónico correo. Llegada la fecha, la pantalla desplegó al escritor de doce novelas, dos libros de poesía y un sinfín de relatos y artículos publicados, quien conversó conmigo con fluidez y claridad, como si estuviéramos en algún cafetín de Las Ramblas.
–Jordi, en tu última novela, “El cuerpo eléctrico” (Alfaguara, 2017) te autodenominas como “un exégeta”, ¿cómo surgió la idea de escribir la novela?
–Varias de mis novelas, desde luego las últimas, están planteadas desde ese punto de vista. Siempre el narrador es alguien que va desentrañando una historia; está ahí para que él la escriba, pero además va explicando cómo la escribe y cómo investiga para llegar a poner por escrito esa historia. Me gusta siempre escribir mis libros en primera persona porque es mi manera para tutear a los personajes, para estar metido en medio de ellos. Mis narradores son, generalmente, como este de El cuerpo eléctrico, un narrador que también forma parte de la trama. No sé explicarte por qué; seguramente porque así me parece más divertido escribir mis libros. Tengo más aire, no solamente estoy contando la historia sino la periferia de esa historia que me parece siempre interesante. Porque, a veces, esa periferia es más interesante que la novela que estás contando. Para escribir “El cuerpo eléctrico”, este punto de vista fue extremadamente útil. Si yo fuera cineasta, “El cuerpo eléctrico” hubiera sido mi gran superproducción. Es una novela que va por praderas enormes en medio de Estados Unidos, que pasa por Veracruz a Estados Unidos, va de atrás para delante, en fin…
“El cuerpo eléctrico” es una historia de ficción en gran medida. Lo que existía al principio era la enana, Lucía Zárate, un personaje histórico, o más o menos histórico porque no tiene suficiente documentación, y así termina no siendo tan histórico. Y eso es una ventaja para mí porque me dio un gran margen para la invención. Cuando la biografía es escasa lo considero una señal; tengo la oportunidad de redondear esa vida. Y para acompañar la aventura de Lucía, inventé al personaje de Cristino Lobatón, pero estos dos elementos requerían de un exégeta —como dice el narrador en esa novela— que fuera desentrañando los textos de Cristino Lobatón que son imprescindibles para entender lo que ha pasado con Lucía Zárate y con él mismo. Al final, creo que el personaje de Lobatón que es el inventado, termina devorándose a Lucía Zárate que es el personaje histórico. La exégesis que propone el narrador en suma es, perdona la brusquedad, el pegamento que une a los dos personajes
—La novela “Los rojos de ultramar” es la historia de tu familia, la historia de Arcadi, tu abuelo, y una consecuencia totalmente temporal e histórica.
—Sí, “Los rojos de ultramar” siempre estuvo supeditada a la historia con mayúscula y esto supuso grandes dificultades. Lo que más me entusiasma es la invención, la imaginación que hay en mis novelas, y aquí estaba constreñido por datos duros: la guerra sucedió de tal a tal año, el exilio empezó en tal año, el campo de concentración francés tenía tales características. La psicosis de los exiliados es muy puntual también; todos se comportan de una manera similar. De hecho, el destino de los exiliados siempre se parece porque no hay más de dos o tres destinos que puede tener un exiliado; que, por otra parte, se parece al destino de los enamorados. En fin, en realidad, hay muy pocas posibilidades de tramas narrativas, la vida ofrece pocas posibilidades, y al final escribir una novela es el arte de la combinación de las pocas posibilidades que hay. Además, estaba la historia familiar, algo tampoco inventado por mí.
Sin embargo, al final logré abrir este espacio del que te hablaba, y por eso en Los rojos de ultramar hay una gran cantidad de invención. La historia dura es tal cual pasó, pero hay zonas de invención que no son las que te imaginas (por ejemplo, sí había un elefante en el jardín de casa). “Los rojos de ultramar” fue muy dura de escribir por todo lo que tuve que batallar contra la historia ya escrita, que además es una historia muy grave, muy seria, y yo quería que en la novela hubiera también humor y ahí estuvo la batalla: desolemnizar la historia, sobre todo aquí, en España, sin quitarle ninguno de sus atributos. Recuerdo pasajes como el del campo de concentración, porque yo estaba haciendo literatura con un episodio muy grave, que de verdad le había pasado a un familiar mío, a mi abuelo, y quería además que fuera un episodio muy dramático. Me metí mucho en ese episodio; vivía en Irlanda en aquel entonces y viajé a Angelés-sur-Mer, la playa donde estuvo el campo de concentración. Todo lo que cuento en esa novela es verdad, lo hice, fui a verlo. Pero no cuento que iba con mi mujer y mi hijo, que era muy pequeño entonces, de dos años acaso, apenas caminaba. Estaba recorriendo esa playa en invierno pensando cómo iba a resolver ese capítulo diabólico, sintiendo lo que era estar ahí, un día helado por otra parte, igual que los días que iba a describir. Cuando estaba pensando en todo esto, salió un perro negro, enorme, detrás de una duna. A mí me pareció todo un símbolo. No sabía qué hacer, estaba seguro de que el perro nos iba a morder, todo pasaba en segundos. Puse detrás de mí a mi hijo, me dispuse a patear al perro, pues no llevaba nada para pegarle, y unos segundos después salió un hippie detrás de la duna: “perdón, perdón, se me escapó el perro”; me di cuenta de que había un camper ahí, que era donde vivía el hippie. Todo eso me pareció tremendamente simbólico, tan simbólico que no lo escribí.
—Se convirtió en una historia personal
—Sí, era demasiado. Todo esto para decirte que esa historia fue bastante más difícil de escribir que la de la enana, que simplemente me parecía interesante, incluso divertida. Otra de mis novelas en las que tuve que batallar contra la “Historia” con mayúsculas, además contra un personaje mayor de la literatura —Antonin Artaud, el gran poeta francés— fue “Diles que son cadáveres”. Fue también muy complicado porque había que ir respetando lo que de verdad le pasó a él, pero bueno, una vez respetado esto, el proceso de escritura fue exactamente igual que el de todas mis novelas: una vez que ésta va mar adentro todo es el arte combinatorio, la alquimia, la música de la novela. Es exactamente igual.
—De todo lo que has escrito hasta ahora ¿cuál de todas tus novelas es tu hija favorita?
—Bueno, pues te podría hablar de dos o tres por distintas razones e igualmente importantes. Por ejemplo, mi primera novela, “Bocafloja”, no me explico… es una novela a la que he regresado porque hubo un proyecto de hacerla cine, me metí a desmenuzarla para tratar de hacer un guion. Después ha habido varias reimpresiones, varias reediciones, y en alguna cometí el atrevimiento de meterle mano; ya habían pasado muchos años y a mí me parecía honesto poner esa novela al día. Luego hubo lectores que se quejaron. Hasta la fecha no sé si hice bien, pero yo me quedé más tranquilo. Esa novela fue importante, porque no me explico todavía cómo pude terminarla ¿Cómo alguien puede terminar una novela sin la experiencia de haber hecho otra novela? Es un acto de audacia, de inconsciencia ¿Quién te crees que eres para escribir una novela? ¿Quién te la va a publicar? “Bocafloja” fue rechazada por tres editoriales, tardó seis años en publicarse, fue un esfuerzo de resistencia por mi parte, no sé cómo la acabé y, sobre todo, no sé cómo se leyó; pero bueno, esa novela es importante por eso. Después está la novela que me dio un nombre, permitió el acceso de mis libros a otros países y abrió el mundo de las traducciones que es “Los rojos de ultramar”. Y de esa trilogía conformada por “Los rojos de ultramar”, “La última hora del último día” y “La fiesta del oso”, la que siento más mía es “La última hora del último día”: es probablemente mi novela favorita. Es tremendamente personal, tremendamente honesta y me parece, desde mi punto de vista —si bien el punto de vista del escritor es un punto de vista más; pues la novela cuando está hecha ya no es tuya— mi novela más redonda. Personalmente, me deshice de muchos fantasmas. Fue un éxito porque logré convertirlos en personajes literarios, en fantasmas literarios. “Diles que son cadáveres” fue una novela que estuve arrastrando durante años, interrumpiendo y volviendo a escribir; es mi novela irlandesa y por ello le tengo especial cariño. En fin, todas son especiales. Ahora estoy con una, por ejemplo, que empecé a escribir en Canadá. Vengo de estar un año allá. Es una novela donde hay mucha nieve y mucho bosque, y con la cual estoy entusiasmado. No puedo contar nada aún porque no está hecha. Llevo dos meses tratando de abrir el espacio que te comentaba, pero más de un año escribiéndola; es mi novela favorita desde luego, porque es la que estoy escribiendo ahora y es a la que regreso cada día, la que me tiene obsesionado y la que ocupa el ochenta por ciento de mi disco duro todos los días.
—¿Cómo trabajas, Jordi? ¿Cómo le dedicas el tiempo a tu novela? ¿Cómo es tu rutina?
—Soy escritor de mañanas, cuando estoy mucho más vivo porque se me ocurren las mejores ideas. Consecuentemente, empiezo a escribir muy temprano (soy un chico de pueblo, nací en un pueblo, desde que era niño amanecía con los biorritmos del campo, que empiezan muy temprano). Después interrumpo para llevar a mi hija al colegio y luego me hago un gran paseo con el perro, en un cerro que tenemos aquí cerca, regreso y escribo la novela durante toda la mañana hasta la hora de comer. En la tarde hago artículos para la prensa, leo, hago notas sobre la misma novela, cosas que no impliquen tanta concentración. La novela consume casi la totalidad de mis energías después de la siesta que hago después de la comida y ya estoy verdaderamente disminuido, con la batería baja. Conforme va avanzando la tarde y va cayendo la noche me voy convirtiendo en un cero a la izquierda: sólo sirvo para ver series en la televisión.
—Hoy, entonces, vives de la literatura y para la literatura, pero me gustaría regresar un poco al pasado ¿Tú escribiste “Bocafloja” cuando trabajabas en Rock 101?
—Sí, era el jefe de la estación, así que podía disponer más o menos de mi horario sin que se notara mucho mi ausencia. Escribía como siempre, como te digo, muy temprano, y llegaba como a las doce a mi oficina. Creo que era la época en que tenía un programa a las 12, precisamente. Era un trabajo muy divertido, muy nutricional para mí, aprendía muchas cosas, vivía la vida de manera extrema y tuve un montón de episodios que después trasladé a esta novela. En realidad, lo sensato hubiera sido “entregarme” a mi papel de estrella de la radio, que era muy gratificante; sin embargo, seguramente porque soy producto del judeo-cristianismo occidental, pues me tenía que torturar todos los días escribiendo para poder “merecer” el paraíso que era llegar a mi oficina y hacer radio.
—Por los años de “Bocafloja” ya escribías para el Reforma, La Jornada y varias revistas. ¿Has recopilado en algún libro esos artículos y relatos?
—Sí, el año pasado salió aquí en España un libro titulado Ensayos bárbaros, publicado por una editorial de Madrid llamada “Círculo de tiza” (que no distribuye en México). Estoy pensando editarlo con “Mal paso”, que publicó Pinches Jipis, que edita aquí y allá, porque sí me gustaría que circulara en México; para mí es un poco bochornoso que un libro mío no circule en mi país.
—¿Barcelona tiene algo que ver con tu historia familiar, con retornar al lugar donde vivieron tus ancestros y que allí crezcan tus hijos?
—Sí, de hecho, mi madre nació aquí también… Barcelona ha sido la ciudad de referencia para mí. Desde que era joven venía aquí todo el tiempo, tengo grades amigos desde hace treinta y tantos años y una serie de conexiones emocionales tremendas que no tengo en ninguna otra ciudad, salvo el D. F. Regresar aquí tiene que ver con eso, con esa parte emocional. Por esta historia de exilio, no crecí aquí; sin querer me echaron de esta ciudad, y me hace ilusión que mis hijos crezcan aquí; me hace ilusión hablar en catalán con ellos, la lengua que hablaba yo con mi madre cuando era niño; me hace ilusión que mis hijos jueguen —bueno, ahora mi hijo mayor es adolescente— en el mismo parque donde jugaban mi madre y mi abuelo, en el Turó Parc. Mientras yo estaba pasando las de Caín en la selva de Veracruz, éstos jugaban en el Turó Parc en Barcelona. Y vivo en el barrio de mi madre; de hecho, vivo en la calle donde nació mi madre, por lo que el tema emocional y familiar está presente, pero también tiene que ver con que Barcelona es una ciudad muy cómoda para vivir. Quizás si mis nexos familiares estuvieran en Kosovo, pues seguramente no me hubiera quedado quince años, no hubiera sido tan cómodo vivir ahí, incluso ahora que está tomada por los independentistas.
—¿Sigues haciendo poesía? ¿Te ha ayudado con tu prosa?
—Mi interés por el lenguaje es parte de la poesía. Acabo de publicar un poema traducido al francés en una revista francesa que se llama Artaud. Es una revista de trescientas páginas que acaba de salir; una típica locura francesa… Es lo único que he publicado en años. ¿Y por qué lo publico en francés y no en español? Yo creo que por pudor; no estoy últimamente en mis poemas, pero sigo escribiendo poesía.
—Tienes dos libros de poesía que son muy difíciles de conseguir.
—Sí, creo que ya no existen, son viejos, además, pero tengo la inquietud de publicar un libro de poemas, no sé exactamente cuándo porque ahora estoy muy liado con lo que estoy haciendo, pero lo haré en algún momento; tal vez logre un acuerdo conmigo mismo.
—¿Pinches Jipis salió antes o después de El cuerpo eléctrico?
—Fue una novela que salió en España un año antes que El cuerpo eléctrico y el editor de aquí, por estar planeando el lanzamiento con tanto detalle al final no lo planeó bien y acabó saliendo después de “El cuerpo eléctrico” en México.
—¿De qué trata “Pinches Jipis”?
—Es la historia de Emiliano Conejero que escribía en forma de radio novela en Rock 101, aquí echa novela, terminada y con ánimo de convertirla en una saga. Era una vieja deuda que tenía con quienes escuchaban mi programa en aquella época.
—Jordi ¿te consideras un escritor de culto?
—No, pero la prensa dice que sí. Sobre todo, la de aquí.
—¿Y eso te va bien o te va mal?
—Pues mira, la verdad es que uno escribe como puede y lo que puede, luego ya tus libros te los van clasificando. Me gusta que digan que soy “escritor de culto”, pero yo me veo como un trabajador de la palabra, no noto el glamour que ven en mí.
—¿No extrañas esa época de cuando eras una especie de rockstar en Rock 101?
—Por supuesto que no, quedé vacunado contra todo tipo de fama y celebridad. La fama es un gran malentendido.
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Entrevista publicada en Tropo 15, Nueva Época, 2018.